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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (93 page)

—Es vergonzoso, pero el priorato tiene pocos libros y, hoy día son extremadamente caros, así que ésta es la única manera de enriquecer nuestra colección —explicó Philip.

En la cripta, había un taller donde un monje ya viejo enseñaba a dos adolescentes a tensar la piel de una oveja para hacer pergamino, y también cómo fabricar tinta y cómo ligar las hojas de un libro.

—Podrás vender libros —cometo Francis.

—Sí, claro... La sala de escribanía amortizará varias veces su costo.

Salieron del edificio y siguieron caminando por los claustros. Era la hora del estudio. La mayoría de los monjes estaban leyendo. Algunos meditaban, actividad sospechosamente similar a la de dormitar, como Francis observó escéptico. En la esquina noroeste, se encontraban veinte escolares conjugando verbos latinos.

—¿Ves a ese chiquillo al final del banco? —preguntó Philip deteniéndose y señalando.

—¿El que escribe en una pizarra sacando la lengua? —preguntó Francis.

—Es el bebé que encontraste en el bosque.

—¡Pero si es muy mayor!

—Cinco años y medio y además se muestra muy precoz.

Francis meneó la cabeza asombrado.

—El tiempo pasa tan deprisa... ¿cómo está?

—Malcriado por los monjes; pero sobrevivirá. Tú y yo lo hicimos.

—¿Quiénes son los otros alumnos?

—Unos son novicios y otros hijos de mercaderes y de la pequeña nobleza local. Aprenden a leer y a contar.

Dejaron atrás el claustro y pasaron al lugar en el que estaban edificando. Del ala oriental de la nueva catedral, se encontraba ya construida más de la mitad. La gran hilera doble de poderosas columnas tenía cuarenta pies de altura y todos los arcos que los unían se hallaban terminados. Sobre la arcada, empezaba a tomar forma la galería tribuna. A cada lado de la arquería se habían construido los muros bajos de la nave lateral, con sus contrafuertes voladizos. Mientras recorrían todo aquello, Philip vio que los albañiles estaban construyendo los arbotantes que unirían la parte superior de esos contrafuertes con la de la galería tribuna, dejando así descansar el peso del tejado sobre los contrafuertes.

Francis se mostró casi maravillado.

—¡Y tú has hecho todo esto, Philip! —exclamó—. La sala de escribanía, la escuela, la nueva iglesia, incluso todas esas cosas en el pueblo... Estas cosas están ahí porque tú has hecho que estén.

Philip se hallaba conmovido. Nadie le había dicho jamás algo semejante. De habérselo preguntado, habría respondido que Dios bendijo sus esfuerzos. Pero, en el fondo de su corazón, sabía que lo que Francis decía era verdad. Esa ciudad próspera y activa era obra suya. El que así se le reconociera le producía un sentimiento cálido y reconfortante, sobre todo viniendo de su hermano pequeño, tan crítico y sofisticado.

Tom, el constructor, los vio y se acercó a ellos.

—Has hecho un progreso maravilloso —le elogió Philip.

—Sí, pero mirad eso.

Tom señaló hacia la esquina norte del recinto del priorato donde se almacenaba la piedra de la cantera, donde solía haber centenares de piedras apiladas en hileras. En aquel momento, sólo se veían unas veinticinco desperdigadas por el suelo.

—Por desgracia —agregó—, nuestro maravilloso progreso significa que hemos agotado prácticamente nuestras existencias de piedra.

El júbilo de Philip se desvaneció. Todo cuanto había logrado allí, corría el riesgo de perderse por culpa del rígido fallo de Maud.

Caminaron a lo largo del lado norte del enclave, donde los talladores más hábiles se encontraban trabajando en sus bancos, esculpiendo las piedras, para darles forma, con sus martillos y formones. Philip se detuvo detrás de un artesano y estudió su trabajo. Era un capitel, la piedra grande y salediza que se coloca en la parte superior de una columna. Utilizando un martillo ligero y un pequeño cincel esculpía unos dibujos de hojas. Tenía mucho relieve, y el trabajo era en extremo delicado. Philip quedó sorprendido al ver que el artesano era el joven Jack, el hijastro de Tom.

—Creí que Jack era un principiante —comentó.

—Lo es.

Tom se alejó y cuando estuvieron fuera del alcance de su oído, añadió:

—El muchacho es notable. Hay hombres aquí que están esculpiendo desde antes de que él hubiera nacido, y ninguno de ellos es capaz de igualar su trabajo. —Algo incómodo, prorrumpió en una ligera risa—. Ni siquiera es mi propio hijo.

El propio hijo de Tom era ya maestro y tenía su cuadrilla de aprendices y jornaleros; pero Philip sabía que Alfred y su equipo no hacían trabajos delicados. El prior se preguntaba cómo se sentiría Tom al respecto en el fondo de su corazón.

El pensamiento de Tom retornó al problema de cómo pagar la licencia del mercado.

—Ni que decir tiene que el mercado dará un montón de dinero —dijo.

—Sí, pero no el suficiente. Al principio, producirá unas cincuenta libras anuales.

Tom asintió cabizbajo.

—Eso vendrá muy justo para pagar la piedra.

—Podríamos arreglárnoslas si no hubiéramos de pagar a Maud cien libras.

—¿Y qué hay de la lana?

La lana que iba amontonándose en los graneros de Philip podría venderse dentro de unas semanas en la Feria del Vellón de Shiring y daría alrededor de cien libras.

—Ese dinero es el que voy a dedicar a pagar a Maud. Pero entonces me quedaré sin nada para abonar los salarios de los artesanos durante los doce meses próximos.

—¿No podéis pedir prestado?

—Ya lo he hecho. Los judíos no quieren concederme más préstamos. Lo pedí durante mi estancia en Winchester. No prestan dinero si no tienes para devolvérselo.

—¿Y qué me decís de Aliena?

Philip se sobresaltó. Nunca se le había ocurrido pedirle dinero prestado. En sus graneros tenía aún más lana. Después de la Feria del Vellón, era posible que poseyera doscientas libras.

—Pero necesita el dinero para vivir. Y los cristianos no cargan intereses. Si me prestara a mí el dinero, no tendría nada con qué comerciar. Aunque... —mientras hablaba, le daba vueltas en la cabeza a una nueva idea: recordaba que Aliena había querido comprarle toda su producción de lana durante el año; tal vez pudieran hacer alguna especie de arreglo—. De cualquier manera, creo que hablaré con ella —dijo—. ¿Está ahora en casa?

—Creo que sí... La vi esta mañana.

—Vamos, Francis... Conocerás a una joven en verdad notable.

Se separaron de Tom y salieron presurosos del recinto a la ciudad.

Aliena poseía dos casas, una junto a otra, adosadas al muro oeste del priorato. Vivía en una y utilizaba la segunda a modo de granero. Era muy rica. Tenía que haber alguna manera de que pudiera ayudar al priorato a pagar el precio abusivo que Maud había impuesto para la licencia del mercado. En la mente de Philip empezaba a tomar forma una idea vaga.

Aliena estaba en el granero, inspeccionando la descarga de una carreta de bueyes cargada a más no poder de sacos de lana. Llevaba una prenda de brocado como la que vestía la emperatriz Maud, y llevaba el pelo recogido en la coronilla con una blanca cofia de hilo. Presentaba su habitual aspecto autoritario. Los dos hombres que se encontraban descargando la carreta obedecían sus instrucciones sin rechistar. Todo el mundo la respetaba aún cuando, cosa extraña, no tuviera con nadie una estrecha amistad. Saludó calurosamente a Philip.

—Cuando nos enteramos de lo de la batalla de Lincoln, temimos que os hubieran matado —exclamó.

Su mirada revelaba una auténtica preocupación, y al prior le conmovió la idea de que la gente pudiera haberse sentido preocupada por su suerte. Presentó a Aliena a Francis.

—¿Os hicieron justicia en Winchester? —preguntó ella.

—A medias —respondió Philip—. La emperatriz Maud nos concedió un mercado, pero nos negó la entrada en la cantera. De ese modo lo uno compensa más o menos lo otro. Pero nos ha impuesto el pago de cien libras por la licencia del mercado.

Aliena se mostró escandalizada.

—¡Eso es terrible! ¿Le dijisteis que los ingresos del mercado están destinados a la construcción de la catedral?

—Sí, claro.

—¿Y de dónde sacaréis cien libras?

—Pensé que tal vez tú pudieras ayudarme.

—¿Yo?

Aliena se mostró sorprendida.

—Dentro de unas semanas, una vez que hayas vendido tu lana a los flamencos, tendrás doscientas libras o más.

Aliena pareció conturbada.

—Os las daría muy gustosa; pero necesito ese dinero para adquirir más lana el año próximo.

—¿Recuerdas que querías comprarnos nuestra lana?

—Sí; pero ahora es demasiado tarde. Quise comprarla a principios de temporada. Además, pronto podréis venderla vos mismo.

—Pero estaba pensando... ¿podría venderte la lana del próximo año?

Aliena frunció el entrecejo pensativa.

—Si todavía no la tenéis.

—¿Podría vendérosla antes de tenerla?

—No sé cómo podría hacerse.

—Muy sencillo. Tú me das el dinero ahora y yo te doy la lana el año que viene.

Aliena no sabía qué pensar de aquella proposición. Era una forma de hacer negocio muy distinta de las habituales. También para Philip era nueva. Acababa de inventarla.

La joven, pensativa, habló en tono pausado.

—Habría de ofreceros un precio algo más bajo del que obtendríais si esperaseis. Además, la lana podría subir durante el tiempo que transcurra desde ahora hasta el próximo verano... Así ha ocurrido cada año desde que yo me dedico a esto.

—Yo pierdo un poco y tú ganas algo —dijo Philip—. Pero estaré en condiciones de seguir construyendo durante otro año.

—¿Y qué hará el año siguiente?

—No lo sé. Tal vez te venda la lana del año inmediato.

Aliena asintió.

—Parece razonable.

Philip le cogió las manos y la miró a los ojos.

—Si lo haces, Aliena, habrás salvado la catedral —le dijo con fervor.

La actitud de Aliena era solemne.

—Vos me salvasteis en una ocasión, ¿no es verdad?

—Así es.

—De manera que yo haré lo mismo con vos.

—¡Dios te bendiga!

La abrazó embargado por la gratitud; pero, recordando al punto que era una mujer, se apartó presuroso y dijo:

—No sé cómo darte las gracias. Me encontraba ya al borde de la desesperación.

Aliena se echó a reír.

—No estoy segura de ser merecedora de tanto agradecimiento. Seguramente saldré muy beneficiada con este acuerdo.

—Eso espero.

—Sellaremos el trato con una copa de vino —propuso Aliena.

Se interrumpió un instante para pagar al carretero.

La carreta de bueyes había quedado vacía y la lana cuidadosamente almacenada. Philip y Francis salieron del granero mientras Aliena arreglaba cuentas con el hombre que le había traído el cargamento.

Empezaba a ponerse el sol y los trabajadores de la construcción iban regresando a sus hogares. Philip se sentía de nuevo jubiloso. Había encontrado una manera de seguir adelante pese a todos los impedimentos.

—¡Gracias a Dios que nos ha dado a Aliena! —exclamó.

—No me dijiste que fuera tan bella —comentó Francis.

—¿Bella? Sí, supongo que lo es.

Francis se echó a reír.

—¡Estás ciego, Philip! Es una de las mujeres más hermosas que jamás he visto. Por ella un hombre podría renunciar al sacerdocio.

Philip miró severo a su hermano.

—No debes hablar así.

—Lo siento.

Aliena se reunió con ellos y cerró la puerta del granero. Luego se dirigieron a su casa. Era grande, con una habitación principal y un dormitorio aparte. En un rincón, había un barril de cerveza; del techo colgaba un jamón entero y la mesa estaba cubierta con un mantel de hilo blanco. Una sirvienta de mediana edad escanció vino de un frasco en cubiletes de plata, para los invitados. Aliena vivía de modo muy confortable.

Si es tan bella
, se decía Philip
¿por qué no ha encontrado marido?
En verdad no había escasez de aspirantes. La habían cortejado cuantos jóvenes prometedores había en el Condado. Pero Aliena los había rechazado a todos. Philip le estaba tan agradecido que quería que fuera feliz.

La mente de ella seguía ponderando los detalles prácticos.

—No tendré el dinero hasta después de la Feria del Vellón de Shiring —dijo, una vez que hubieron brindado por el acuerdo.

Philip se volvió hacia Francis.

—¿Esperará Maud?

—¿Cuánto tiempo?

—La feria se celebrará dentro de tres semanas a partir del jueves.

Francis asintió.

—Se lo diré. Y esperará.

Aliena se quitó la cofia y sacudió el ondulado pelo oscuro. Luego, suspiró cansada.

—Los días son demasiado cortos —se lamentó—. No consigo hacerlo todo. Quiero comprar más lana; pero he de encontrar carreteros suficientes para llevarla toda a Shiring.

—Y el año próximo todavía tendrás más.

—Me gustaría que fuese posible lograr que los flamencos acudieran aquí a comprar. Para nosotros sería mucho más fácil que tener que llevar toda nuestra lana a Shiring.

—Pero podéis hacerlo —intervino Francis.

Los dos se quedaron mirándolo.

—¿Cómo? —le preguntó Philip.

—Celebrando vuestra propia feria del vellón.

Philip empezó a adivinar lo que quería decir.

—¿Podemos hacerlo?

—Maud os ha concedido exactamente los mismos derechos que a Shiring. Yo mismo escribí vuestra carta de privilegio. Si Shiring puede celebrar una feria del vellón, también podéis hacerlo vosotros.

—¡Caramba! Eso sería algo maravilloso. No tendríamos que llevar todos esos sacos a Shiring. Podríamos hacer aquí los negocios y embarcar la lana directamente con destino a Flandes —exclamó Aliena.

—Eso es lo menos importante —exclamó Philip excitado—. Una feria del vellón da tanto dinero en una semana como un mercado de domingo durante todo el año. Claro que este año no podremos celebrarla, ya que nadie estaría enterado. Pero haremos correr la voz este año, durante la Feria del Vellón en Shiring, de que el año próximo celebraremos la nuestra, asegurándonos de que todos los compradores se enteren de la fecha.

—Shiring lo va a notar mucho —dijo Aliena—. Vos y yo somos los más importantes vendedores de lana de todo el Condado y, si los dos nos retiramos, la feria de Shiring quedara reducida a menos de la mitad de lo que es en la actualidad.

—William Hamleigh perderá dinero. Y se pondrá más furioso que un toro.

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