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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (92 page)

Se acercaron a la jaula de Stephen.

—Buen día, primo Robert —dijo el rey subrayando con fuerza la palabra primo.

—No era mi intención que pasaras la noche en el cepo. Ordené que te trasladaran. Pero mi orden no fue cumplida. Sin embargo veo que has sobrevivido —contestó el más alto de los dos hombres.

Un hombre con el ropaje de sacerdote se apartó del grupo y se dirigió a la jaula donde se encontraba Philip. En un principio éste no le prestó atención, porque Stephen estaba preguntando qué pensaban hacer con él y Philip quería oír la respuesta. Pero el sacerdote hizo una pregunta.

—¿Quién de vosotros es el prior de Kingsbridge?

—Soy yo —repuso Philip.

El sacerdote se dirigió a uno de los hombres de armas que había llevado a Philip hasta allí.

—Suelta a ese hombre.

Philip se sentía confundido. Jamás había visto a aquel sacerdote. Su nombre había sido sacado con toda seguridad de la lista que hizo el alguacil del castillo. Pero... ¿por qué? Se sentía contento de salir de la jaula, pero no estaba dispuesto a celebrarlo... todavía. Ignoraba lo que podía esperarle.

El hombre de armas protestó.

—¡Es mi prisionero!

—Ya no lo es —le contestó el sacerdote—. Déjalo salir.

—¿Por qué he de liberarlo sin recibir un rescate? —protestó el hombre intransigente.

El sacerdote le replicó con igual energía.

—En primer lugar, porque no es un combatiente del ejército del rey, y tampoco un residente de esta ciudad y, por ello, has cometido un delito al encarcelarlo. Segundo, porque es un monje y tú eres culpable de sacrilegio al poner las manos sobre un hombre de Dios. Y tercero porque el secretario de la reina Maud dice que tienes que ponerlo en libertad y, si te niegas, tú mismo acabarás dentro de la jaula en un abrir y cerrar de ojos. Así que, apresúrate.

—Muy bien —farfulló el hombre.

Philip quedó consternado. Había estado alimentando la débil esperanza de que Maud jamás llegaría a saber que hubiera estado en prisión allí. Si el secretario de Maud había podido verlo, esa esperanza se esfumaba.

Salió de la jaula con la sensación de haber tocado fondo.

—Acompáñame —dijo el sacerdote.

Philip le siguió.

—¿Van a dejarme en libertad? —preguntó.

—Así lo creo. —El sacerdote quedó sorprendido ante la pregunta—. ¿Ignoras a quién vas a ver?

—No tengo la menor idea.

El sacerdote sonrió.

—Entonces dejaré que te lleves una sorpresa.

Recorrieron parte del castillo hasta llegar a la torre del homenaje y subieron el largo tramo de escalera que cubría el montículo hasta la puerta. Philip se devanaba los sesos sin lograr adivinar por qué el secretario de Maud podía sentirse interesado por él.

Atravesó la puerta detrás del sacerdote. La torre del homenaje era circular, estaba construida en piedra y se hallaba alineada con casas de dos plantas que habían sido edificadas pegadas al muro. En el centro, había un pequeñísimo patio con un pozo. El sacerdote condujo a Philip hasta una de las casas. En el interior, había otro sacerdote, en pie delante de la chimenea y de espaldas a la puerta. Tenía la misma constitución que Philip, de baja estatura y delgado, y el mismo pelo negro; sólo que no llevaba la cabeza afeitada ni se le veían canas. Era una espalda que le resultaba muy familiar. Philip apenas podía creer en su suerte. Se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa.

El sacerdote se volvió. Tenía los mismos ojos azules y brillantes que Philip, y también él sonreía. Extendió los brazos.

—¡Philip! —dijo.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó atónito el prior—. ¡Francis!

Los dos hermanos se abrazaron y a Philip se le llenaron los ojos de lágrimas.

3

En el castillo de Winchester el salón de recepciones real ofrecía un aspecto muy diferente. Los perros habían desaparecido y también el sencillo trono de madera del rey Stephen, los bancos y las pieles de animales en las paredes. En su lugar, se veían tapices bordados, alfombras de rico colorido, cuencos con dulces y sillas pintadas. La estancia olía a flores.

Philip nunca se había sentido a gusto en la corte real. Y una corte real
feminine
era más que suficiente para que se sintiera presa de una embarazosa inquietud. La emperatriz Maud representaba su única esperanza para recuperar la cantera y abrir de nuevo el mercado. Pero no confiaba demasiado en que aquella mujer altiva y obstinada tomara una decisión justa.

La emperatriz se encontraba sentada en un trono dorado, delicadamente tallado. Vestía un traje del color azul celeste. Era alta y delgada, de ojos oscuros y orgullosos y tenía un brillante pelo negro y liso. Sobre el traje, llevaba una especie de casaca de seda que le llegaba a la rodilla, con la cintura muy ceñida y el faldellín acampanado, un estilo que no se había visto en Inglaterra hasta su llegada, pero que ya estaba siendo muy imitado. Con su primer marido había estado casada durante once años, y otros catorce con el segundo; pero aún parecía no haber cumplido los cuarenta. La gente se hacía lenguas de su belleza; sin embargo, a Philip le parecía un tanto angulosa y la encontraba poco afable. Pero debía reconocer que no se hallaba muy ducho en encantos femeninos, puesto que era más bien inmune a ellos.

Philip, Francis, William Hamleigh y el obispo Waleran le hicieron una reverencia y permanecieron en pie esperando. Maud los ignoró durante un rato y siguió hablando con una de sus damas. La conversación parecía bastante trivial, porque ambas reían con agrado. Sin embargo, Maud no la interrumpió para saludar a sus visitantes.

Francis trabajaba en estrecha colaboración con ella y la veía casi a diario; pero no eran grandes amigos. Su hermano Robert, el antiguo patrón de Francis, se lo había cedido al llegar ella a Inglaterra, porque necesitaba un secretario de primera clase. Sin embargo, ése no era el único motivo. Francis actuaba de enlace entre los dos hermanos y vigilaba a la impetuosa Maud. En la vida llena de hipocresía de la corte real, no era de extrañar que los hermanos se traicionaran mutuamente, y el verdadero papel de Francis consistía en impedir a Maud que hiciera algo bajo mano. Maud lo sabía y lo aceptaba, pero su relación con Francis no dejaba de ser bastante incómoda.

Habían transcurrido dos meses desde la batalla de Lincoln y, durante ese tiempo, todo había ido bien para Maud. El obispo Henry le había dado la bienvenida a Winchester, traicionando así a su hermano el rey Stephen, y había convocado a un concilio de obispos y abates, los cuales la habían elegido como su reina. En aquellos momentos, se encontraba negociando con la comunidad de Londres los preparativos para su coronación en Westminster. El rey David, de Escocia, que además era tío suyo, iba de camino para hacerle una visita real oficial, de soberano a soberana.

El obispo Henry tenía el fuerte respaldo del obispo Waleran de Kingsbridge y, según Francis, éste último había convencido a William Hamleigh de que cambiara de lado y prestara juramento de lealtad a Maud. Y ahora William acudía a recibir su recompensa.

Los cuatro hombres permanecían esperando en pie. El conde William, con su patrocinador el obispo Waleran, y el prior Philip con el suyo, Francis. Era la primera vez que Philip ponía los ojos en Maud. Su aspecto no contribuyó a tranquilizarle. Pese a su porte regio, le pareció más bien voluble. Cuando Maud terminó de charlar, se volvió hacia ellos con expresión triunfante como diciendo: Daos cuenta de lo poco importantes que sois, hasta mi dama tiene prioridad sobre vosotros.

Miró fijamente a Philip durante unos momentos, hasta que él empezó a encontrar la situación embarazosa.

—Bien, Francis. ¿Me has traído a tu gemelo? —preguntó al fin.

—Mi hermano Philip, señora, el prior de Kingsbridge.

Philip volvió a hacer una reverencia.

—Demasiado viejo y canoso para ser un gemelo, señora.

Era el tipo de observación trivial y humilde que los cortesanos parecían encontrar divertida. Pero ella le dirigió una mirada glacial y le ignoró. Philip decidió renunciar a cualquier intento de hacerse simpático.

Maud se volvió hacia William.

—Y el conde de Shiring, que luchó con valentía contra mi ejército en la batalla de Lincoln; pero que ahora ha comprendido que se hallaba en un error.

William se inclinó y tuvo la prudencia de mantener la boca cerrada.

Maud se dirigió de nuevo a Philip.

—Me pides que te conceda una licencia para tener un mercado.

—Sí, mi señora.

—Los ingresos del mercado se destinaran a la construcción de la catedral, señora —explicó Francis.

—¿Qué día de la semana quieres celebrar tu mercado? —le preguntó Maud.

—El domingo.

La reina enarcó sus cejas depiladas.

—Por lo general vosotros, los hombres santos, sois contrarios a la celebración de mercados en domingo. ¿Acaso no alejan a la gente de la iglesia?

—En nuestro caso no es así —respondió Philip—. La gente acude para trabajar en la construcción y asistir al oficio sagrado y, por lo tanto, también compran y venden.

—Así que ya tienes ese mercado en funcionamiento —le atajó bruscamente Maud.

Philip se dio cuenta de que había cometido una torpeza. Sentía deseos de abofetearse.

Francis acudió en su ayuda.

—No, señora, en la actualidad no se celebra el mercado —dijo—. Empezó de manera informal; pero el prior Philip ordenó su interrupción hasta obtener una licencia.

Era la verdad; pero no del todo. Sin embargo, Maud pareció aceptarla. Philip pidió en silencio el perdón para Francis.

—¿Hay algún otro mercado en la zona? —preguntó Maud.

En aquel momento intervino el conde William.

—Sí, lo hay. En Shiring. Y el mercado de Kingsbridge le ha estado perjudicando.

—¡Pero Shiring se halla a veinte millas de Kingsbridge! —intervino a su vez Philip.

—La regla establece que los mercados deberán estar separados entre sí por al menos catorce millas. De acuerdo con ese criterio Kingsbridge y Shiring no están en condiciones de competir —argumentó Francis.

Maud asintió dispuesta, al parecer, a aceptar la opinión de Francis en materia de legislación.
Hasta el momento, la cosa marcha a nuestro favor
, se dijo Philip.

—También has solicitado el derecho a sacar piedra de la cantera del conde de Shiring.

—Durante muchos años, tuvimos ese derecho pero el conde William expulsó últimamente a nuestros canteros y mató a cinco...

—¿Quién os concedió el derecho a sacar la piedra? —le interrumpió Maud.

—El rey Stephen...

—¿El usurpador?

—Mi señora, el prior Philip reconoce, como es natural, que todos los edictos del pretendiente Stephen quedan invalidados a menos que vos los ratifiquéis —se apresuró a decir Francis.

Philip no estaba de acuerdo con semejante cosa; pero comprendió que sería imprudente decirlo.

—¡Cerré la cantera como represalia con su mercado ilegal! —replicó con brusquedad William.

Philip se dijo que era asombroso cómo, un caso palpable de justicia quedaba completamente nivelado cuando se presentaba en la corte.

—Toda esta deplorable querella es resultado de la demencial forma de gobernar de Stephen.

El obispo Waleran habló por primera vez:

—Sobre ese punto, señora, estoy de corazón con vos —dijo en tono almibarado.

—Entregar una cantera a una persona y dejar que otra la explotara sólo podía crear dificultades —comentó Maud—. La cantera debe pertenecer a uno o a otro.

Así era en verdad, se dijo Philip y, si hubiera de seguir el espíritu del gobierno de Stephen, pertenecería a Kingsbridge.

—Mi decisión es que pertenezca a mi muy noble aliado, el conde de Shiring —siguió diciendo Maud.

A Philip se le cayó el alma a los pies. La construcción de la catedral no podría proseguir tan bien como hasta entonces sin tener libre acceso a la cantera. Habría que ir más despacio mientras Philip intentaba encontrar dinero para comprar piedra. ¡Y todo por el antojo de una mujer caprichosa! Philip echaba humo.

—Gracias, señora —contestó William.

—Por otra parte, Kingsbridge tendrá los mismos derechos a un mercado como el de Shiring —agregó Maud.

Maud había dado a cada uno una parte de lo que querían. Tal vez no fuese tan cabeza hueca después de todo.

—¿Un mercado con los mismos derechos que el de Shiring, señora? —inquirió Francis.

—Eso es lo que he dicho.

Philip no estaba seguro de por qué Francis había repetido aquello. En cuestión de licencias era común hacer referencias a los derechos que disfrutaba otra ciudad. Era imparcial y ahorraba escrituras. Philip habría de comprobar qué era lo que decía la carta de privilegio de Shiring. Cabía la posibilidad de que hubiera restricciones o privilegios adicionales.

—De esa manera ambos obtenéis algo. El conde William, la cantera; y el prior Philip, el mercado. A cambio, cada uno de vosotros habrá de pagarme cien libras. Eso es todo —concluyó Maud.

Y dirigió la atención a otra cosa.

Philip se sentía abrumado. ¡Cien libras! En aquel momento, el monasterio no tenía ni cien peniques. ¿De dónde iba a sacar ese dinero? Pasarían años antes de que el mercado rindiera un centenar de libras. Era un golpe devastador que de manera irremisible detendría a perpetuidad el programa de construcción. Permaneció allí en pie, mirando a Maud. Ella, al parecer, se encontraba de nuevo enfrascada en conversión con su dama, Francis le dio con el codo. Philip abría ya la boca para hablar; pero su hermano se llevó un dedo a los labios.

—Pero... —empezó a decir Philip.

Francis meneó apremiante la cabeza.

Philip sabía que Francis tenía razón. Hundió los hombros, bajo el peso de la derrota. Impotente, dio media vuelta y se alejó de la presencia real.

Francis quedó impresionado durante el recorrido que hizo con Philip por el priorato de Kingsbridge.

—Estuve aquí hace diez años y era un auténtico vertedero —exclamó con irreverencia—. Le has devuelto la vida.

Se sintió atraído en especial por la sala de escribanía que Tom había terminado mientras Philip se encontraba en Lincoln. Un pequeño edificio contiguo a la sala capitular, con grandes ventanas, un hogar con chimenea, una hilera de pupitres para escribir y un gran armario de roble para los libros. Cuatro de los hermanos estaban trabajando ya allí, en pie delante de los altos pupitres, escribiendo con plumas de ave sobre pliegos de vitela. Tres de ellos se hallaban copiando. Uno, los Salmos de David; otro, el Evangelio según san Mateo y un tercero la Regla de san Benito. Además, el hermano Timothy escribía una historia de Inglaterra, aunque, como la había comenzado con la creación del mundo, Philip se temía mucho que el pobre no llegara nunca a terminarla. La sala de escribanía era pequeña, ya que Philip no había querido desviar demasiada piedra de la catedral, pero era un lugar cálido, seco y bien iluminado, justo lo que se necesitaba.

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