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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (90 page)

Echó una ojeada al rey que se encontraba a unas yardas a su izquierda. En aquel momento, descargaba su espada con fuerza sobre el casco de un hombre, y el arma real se partió en dos como la ramita de un árbol.
Ya está
, se dijo William aliviado;
la batalla ha terminado. El rey huirá y se pondrá a salvo para volver otro día a la lucha.

Pero la esperanza fue prematura. El rey había iniciado una media vuelta para salir corriendo, cuando un ciudadano le ofreció un hacha de leñador, de mango largo. Ante la desolación de William, Stephen la agarró y reanudó la lucha.

William estuvo tentado a salir huyendo. Al mirar a su derecha vio a Richard a pie, luchando como un demente, presionando hacia adelante, repartiendo mandobles en derredor suyo y derribando hombres por la derecha, por la izquierda y por el centro. William no podía huir cuando su rival seguía luchando.

Se vio ante un nuevo atacante. Esta vez era un hombre bajo enfundado en una armadura ligera y que se movía con extrema rapidez. Su espada centelleaba bajo la luz del sol. Al chocar sus espadas, William se dio cuenta de que estaba enfrentándose a un luchador formidable. Una vez más se encontró a la defensiva y temiendo por su vida. El convencimiento de que tenían perdida la batalla minaba su voluntad de lucha. Esquivó las rápidas estocadas con la esperanza de poder descargar un golpe lo bastante fuerte para atravesar la armadura del rival. Vio su oportunidad y lanzó una estocada. El otro hombre esquivó y atacó a su vez. William sintió que el brazo izquierdo se le quedaba inerte. Le habían herido.

Se puso enfermo de terror. Siguió retrocediendo frente al ataque, sintiéndose en extraño desequilibrio, como si el suelo oscilara bajo sus pies. El escudo le colgaba suelto del cuello, puesto que le era de todo punto imposible mantenerlo firme con el brazo izquierdo inutilizado. El hombre pequeño vio la victoria a su alcance y arreció su ataque. William vio la muerte y se sintió embargado de un inmenso terror.

De repente, Walter apareció a su lado.

William se echó atrás. Walter descargó su espada con las dos manos. Al coger por sorpresa al hombre pequeño, lo partió limpiamente por la mitad. A William el alivio le hizo sentir vértigo. Puso una mano sobre el hombro de Walter.

—¡Nos han vendido! —le gritó Walter a través de todo aquel estruendo—. ¡Larguémonos de aquí!

William se recobró. El rey seguía luchando aún cuando la batalla estuviera ya perdida. Si al menos abandonara e intentase escapar, podría huir al sur y reunir un nuevo ejército. Pero cuanto más tiempo siguiera luchando mayor era la probabilidad de que lo capturaran o le mataran, lo cual sólo podía significar una cosa. Que Maud sería reina.

William y Walter empezaron a retroceder juntos. ¿Por qué el rey se comportaba como un loco? Tenía que demostrar su valor. La bizarría sería su muerte. Una vez más, William se vio tentado de abandonar al rey. Pero Richard de Kingsbridge seguía allí, defendiendo como una roca el flanco derecho, accionando su espada y tumbando hombres como un segador.

—Todavía no —gritó William a Walter—. ¡Vigila al rey!

Iban retrocediendo paso a paso. La lucha fue haciéndose menos encarnizada al darse cuenta los hombres de que la suerte estaba ya echada y no valía la pena correr riesgos. William y Walter cruzaron sus espadas con dos caballeros, pero a éstos les bastaba con echarlos para atrás, y William y Walter peleaban a la defensiva. Se asestaron duros golpes; sin embargo, ninguno de los que peleaban quería exponerse al peligro.

William retrocedió dos pasos y se arriesgó a echar una ojeada al rey. En aquel preciso momento, una gran piedra atravesó volando el campo y fue a estrellarse contra el casco de Stephen. El rey se tambaleó y cayó de rodillas. El adversario de William se detuvo y volvió la cabeza para ver qué era lo que éste miraba. El hacha de combate cayó de las manos del monarca. Un caballero enemigo corrió hacia él y le quitó el casco.

—¡El rey! —vociferó triunfante—. ¡Tengo al rey!

William, Walter y el ejército real en pleno, dieron media vuelta y corrieron.

Philip no cabía en sí de júbilo. La retirada comenzó en el centro del ejército y fue extendiéndose como una oleada a los flancos. En cuestión de segundos, todas las huestes reales estaban en fuga. Ésa era la recompensa que recibía el rey Stephen por su injusticia.

Los atacantes los persiguieron. En la retaguardia de las fuerzas del rey, había cuarenta o cincuenta caballos sin jinete, cuyas riendas sujetaban escuderos. Algunos de los hombres que huían saltaron sobre ellos y se dirigieron, no a la ciudad de Lincoln, sino a campo abierto.

Philip se preguntaba qué le habría pasado al soberano.

Los ciudadanos de Lincoln empezaron a abandonar precipitadamente sus tejados. Reunieron a los niños y a los animales. Algunas familias desaparecieron en el interior de sus casas, cerrando herméticamente las ventanas y asegurando las puertas con barras. Se produjo un agitado movimiento entre las embarcaciones en el lago. Varios ciudadanos estaban intentando huir por el río. La gente empezó a llegar a la catedral en busca de refugio.

Otros muchos corrieron a todas las entradas de la ciudad, para cerrar las inmensas puertas reforzadas con hierro. De repente, los hombres de Ranulf de Chester irrumpieron desde el castillo. Se dividieron en grupos, siguiendo seguramente un plan previamente establecido, y cada grupo se dirigió a una de las puertas de la ciudad. Se abrieron paso entre los ciudadanos, derribándolos a un lado y a otro, y abrieron de nuevo las puertas para dar paso a los rebeldes victoriosos. Philip decidió bajar del tejado de la catedral. Los demás que estaban con él, en su mayoría canónigos pertenecientes a ella, tuvieron la misma idea. Todos atravesaron encorvados la puerta baja que conducía a la torrecilla. Allí se encontraron con el obispo y los arcedianos, que lo habían presenciado todo desde una mayor altura, en la torre. Philip tuvo la impresión de que el obispo Alexander parecía asustado. Era una lástima, el obispo debería tener ese día valor para dar y vender.

Todos bajaron con sumo cuidado la escalera de caracol, larga y angosta y salieron a la nave de la iglesia por el lado oeste. En el templo había ya alrededor de un centenar de ciudadanos, y seguían entrando como un torrente por las tres grandes puertas. Mientras Philip observaba todo aquello, llegaron dos caballeros al patio de la catedral. Venían manchados de sangre y embarrados, procedentes a todas luces del campo de batalla. Sin desmontar, entraron directamente a la iglesia.

—¡Han capturado al rey! —gritó uno de ellos al ver al obispo.

El corazón de Philip latió con fuerza. El rey Stephen no sólo había sido derrotado, sino que se encontraba prisionero. Ahora ya, las fuerzas que lo apoyaban se vendrían abajo en todo el reino. En la mente de Philip se precipitaban confusas las implicaciones. Pero, antes de que pudiera reflexionar sobre todo ello, oyó gritar al obispo Alexander.

—¡Cerrad las puertas!

Philip apenas podía creer lo que estaba oyendo.

—¡No! —gritó a su vez—. ¡No podéis hacer eso!

El obispo se quedó mirándolo, lívido de terror. No estaba seguro de quién era Philip. Éste había ido a visitarlo por pura cortesía y, desde entonces, no habían cruzado palabra. Haciendo un visible esfuerzo, Alexander le recordó en aquellos penosos momentos:

—Ésta no es vuestra catedral, prior Philip, sino la mía. ¡Cerrad las puertas!

Varios sacerdotes se dispusieron a cumplir su orden.

Philip estaba horrorizado ante aquel despliegue de egoísmo absoluto por parte de un clérigo.

—¡No podéis cerrar las puertas a las gentes! —gritó iracundo—. ¡Pueden matarlos!

—¡Si no cerramos las puertas nos mataran a todos! —chilló histérico Alexander.

Philip lo agarró por la pechera de sus vestiduras.

—Recordad quién sois —dijo subrayando las palabras—. No se espera de nosotros que tengamos miedo, y en particular ante la muerte. Dominaos.

—¡Quitádmelo de encima! —chilló de nuevo, histérico, Alexander.

Varios canónicos obligaron a Philip a apartarse.

—¿Acaso no veis lo que está haciendo? —les gritó Philip.

—Si te sientes tan valiente, ¿por qué no sales ahí afuera y los proteges tú mismo?

Philip se soltó furioso.

—Eso es lo que voy a hacer —masculló.

Dio media vuelta. La gran puerta central se estaba cerrando. Philip atravesó como un rayo la nave. Tres sacerdotes estaban empujando para cerrarla del todo mientras, desde el exterior, más gente forcejeaba pretendiendo entrar por el hueco que aún había, aunque cada vez más estrecho. Philip logró pasar a través de él un instante antes de que la puerta quedara cerrada.

En los momentos que siguieron, un pequeño gentío se había agolpado en el pórtico. Hombres y mujeres aporreaban la puerta pidiendo a gritos que les dejaran entrar. Pero en el interior de la iglesia no hubo respuesta alguna.

De repente, Philip sintió miedo. Le asustaba ver el pánico reflejado en los rostros de aquellas gentes a las que habían dejado fuera. Él mismo sintió que temblaba. Ya había tenido antes, en una ocasión, un encuentro con un ejército victorioso, a la edad de seis años, y sentía que volvía a embargarle el horror de aquel día. Revivió, con toda nitidez, como si hubiera ocurrido el día anterior, el momento en que los hombres de armas irrumpieran en casa de sus padres. Permaneció clavado en el lugar donde se encontraba, tratando de dominar el temblor mientras la muchedumbre se agitaba en derredor suyo. Durante mucho tiempo, le atormentó aquella pesadilla. Veía las caras de aquellos hombres sedientos de sangre, y cómo la espada había traspasado a su madre, así como el espantoso espectáculo de las entrañas de su padre saliéndole del vientre. Se sintió dominado de nuevo por el terror histérico, abrumador, demencial e incomprensible. Luego, vio un monje que entraba por la puerta con una cruz en la mano y los gritos callaron. El monje les enseñó, a su hermano y a él, a cerrar los ojos de su madre y de su padre, para que así pudieran dormir el largo sueño. Y entonces recordó, como si acabara de despertarse de una ensoñación, que ya no era un niño asustado, sino un hombre hecho y derecho y un monje. Y que al igual que el abad Peter los rescató a su hermano y a él en aquel día espantoso, veintisiete años atrás, ahora, en este sombrío día, un Philip adulto, fortalecido por la fe y protegido por Dios, acudiría en ayuda de quienes temían por su vida.

Se obligó a dar un solo paso adelante. Una vez que lo hubo hecho, el segundo resultó algo menos difícil y el tercero ya casi fue fácil.

Al llegar a la calle que conducía a la puerta oeste, estuvo a punto de que le derribara una multitud de gente que huía. Hombres y muchachos corrían cargados con fardos, que contenían sus más valiosas posesiones; había ancianos con la respiración entrecortada, zagalas gritando, mujeres llevando en brazos niños que chillaban. El gentío lo arrastró con él durante un trecho; luego, forcejeó contra corriente. Se dirigían a la catedral. Philip quería decirles que estaba cerrada y que debían mantenerse tranquilos en sus casas, que atrancaran las puertas. Pero todo el mundo gritaba y nadie se detenía a escuchar.

Avanzó despacio por la calle, moviéndose en sentido contrario al de la gente. Había avanzado apenas un poco cuando apareció por la calle un grupo de cuatro jinetes a la carga. Ellos eran la causa de la estampida. Algunas gentes se apretaron contra los muros de las casas. Pero otras no pudieron quitarse de en medio a tiempo y cayeron bajo los rápidos cascos. Philip se sintió horrorizado ante su propia impotencia para hacer algo, y se escurrió hasta un callejón para evitar convertirse también en víctima. Un momento después, los jinetes habían desaparecido y la calle se halló desierta.

Varios cuerpos yacían en el suelo. Al salir Philip de su callejón, vio que uno de ellos se movía. Era un hombre de mediana edad con una capa escarlata. Trataba de arrastrarse sobre el suelo a pesar de su pierna herida. Philip cruzó la calle con intención de ayudarle; pero, antes de que llegara junto a él, aparecieron dos hombres con cascos y escudos de madera.

—Éste está vivo, Jack —dijo uno de ellos.

Philip se estremeció. Le pareció que el comportamiento, las voces, la indumentaria, e incluso las caras, eran las mismas que las de aquellos dos hombres que asesinaran a sus padres.

—Nos valdrá un buen rescate... Mira esa capa roja —dijo el que respondía al nombre de Jack.

Se volvió, se llevó los dedos a la boca y silbó. Apareció corriendo un tercer hombre.

—Llévate al castillo a éste hombre y átalo.

El que acababa de llegar pasó los brazos alrededor del pecho del hombre caído y lo arrastró. El herido gritó de dolor al rebotarle las piernas sobre las piedras.

—¡Deteneos! —gritó Philip.

Los tres se pararon un instante. Lo miraron y se echaron a reír. Luego, siguieron con lo que estaban haciendo.

Philip volvió a gritarles pero le ignoraron por completo. Vio impotente cómo arrastraban al hombre herido. Otro hombre de armas salió de una casa, llevando una larga capa de piel y con seis bandejas de plata debajo del brazo. Jack lo vio y se dio cuenta del botín.

—Éstas son casas ricas —informó a su camarada—. Deberíamos entrar en una de ellas a ver lo que encontramos.

Se dirigieron a la puerta cerrada de una casa de piedra y trataron de abrirla a golpes con un hacha de combate.

Philip comprendía lo inútil de su cruzada; pero no estaba dispuesto a renunciar. Sin embargo Dios no le había colocado en aquella situación para defender las propiedades de las gentes acaudaladas. Así que dejo a Jack y a sus compañeros y caminó presuroso hacia la puerta oeste. Por la calle, llegaban corriendo más hombres de armas. Mezclados con ellos venían varios hombres morenos y bajos, con las caras pintadas, vestidos con zamarras de piel de cordero y armados con clavas. Philip supo que se trataba de los galeses tribales, y se avergonzó de pertenecer a la misma tierra que aquellos salvajes. Se afirmó contra el muro de una casa y trató de pasar inadvertido.

Dos hombres salieron de una casa de piedra arrastrando por las piernas a un hombre de barba blanca con un birrete.

—¿Dónde está tu dinero, judío? —preguntó uno de ellos, con la punta de un cuchillo apoyada en la garganta del hombre.

—No tengo dinero —contestó el judío con tono lastimero.

Philip pensó que nadie se lo creería. Era famosa la riqueza de los judíos de Lincoln. Y, además, el hombre vivía en una casa de piedra.

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