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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

Los hijos de los Jedi (14 page)

—Pero sigue habiendo rumores —dijo Leia.

El rostro simiesco oscurecido por las gruesas cejas volvió a sonreírle.

—Excelencia, toda su belleza no impide que Plawal sea un lugar muy aburrido —dijo—. La biblioteca central, los archivos municipales y todos los servicios de la ciudad alquilan espacio al sistema de ordenadores que Brathflen Imperial/República y Kuat instalaron hace doce años en una operación conjunta donde las tres empresas combinaron sus recursos, y el resultado es que no queda mucha capacidad disponible para nuevas distracciones. Los que no tienen familias que puedan mantenerles distraídos sólo cuentan con el trabajo en las conserveras o en las plantas de empaquetamiento de la seda, y con los bares del Callejón del Espaciopuerto. Es muy natural que les guste pensar que hay criptas secretas escondidas debajo de las únicas ruinas existentes en el pueblo que no están siendo utilizadas como cimientos de las viviendas prefabricadas Sorosub, que no pueden ser más normales y prosaicas. Todos necesitamos hacer algo para entretenernos, ¿verdad?

Volvió a señalar lo que le rodeaba, y las brisas cargadas de una humedad que las volvía casi pegajosas agitaron el sedoso pelaje blanco de sus largos brazos.

—Pueden quedarse y buscar por todas partes, si así lo desean —siguió diciendo—. Les advierto que este lugar ha sido recorrido por mucha gente que empleó sensores de todas las clases imaginables. Los departamentos de investigación de los archivos no estarán disponibles hasta las dieciocho horas, que es cuando las plantas conserveras desconectan sus sistemas por la noche, pero después pueden ir al Centro Municipal y les proporcionaré toda la ayuda que deseen para rebuscar en los archivos.

Metió la mano en un bolsillo de su grueso cinturón y extrajo de él tres losetas laminadas que ofreció a Han, Leia y Chewbacca.

—Abrirán cualquier puerta del Centro Municipal, el espaciopuerto, los garajes de la ciudad o los ascensores que suben desde los pozos del espaciopuerto y llegan a la superficie de los glaciares —les explicó—, aunque debo insistir en aconsejarles que se hagan acompañar por mí o por alguien de aquí si quieren salir a los hielos por la razón que sea. ¿Desean volver al Centro Municipal conmigo, o prefieren quedarse aquí un rato? Por cierto, la única cafetería decente de la ciudad es El Barro Burbujeante, al lado de Brandifert.

—Creo que nos quedaremos algún tiempo, gracias —dijo Han, no muy convencido.

—Una cosa más. —Leia levantó un dedo, y el Jefe de las Personas de Plawal se volvió cortésmente hacia ella—. ¿Ha visto a este hombre alguna vez?

El holocubo de McKumb, que había sido grabado mientras dormía, mostraba un rostro flácido, de ojos cerrados y esqueléticamente delgado que se parecía muy poco a la cara roja como un estofado del hombre que Han había conocido, pero era lo único con lo que contaban. Drub McKumb, al igual que el mismo Han, se había ganado la vida con una clase de negocios en los que siempre resultaba preferible no permitir que te sacaran demasiados retratos.

Jevax inclinó la cabeza, y su fruncimiento de ceño hizo que la barra blanca de sus cejas se curvara por el centro.

—No lo creo —dijo—. Pueden probar suerte en los Archivos Portuarios, aunque si este hombre se dedicaba al contrabando no habrá ningún dato sobre él. Durante la última década del Imperio el Gobernador Imperial redujo al mínimo los efectivos de la policía aduanera, y eso hizo que tuviéramos bastantes problemas con los contrabandistas. Últimamente, incluso esa vigilancia ya muy reducida se ha relajado bastante.

—Echaré un vistazo a los Archivos Portuarios. —Leia volvió a guardarse el cubo en el bolsillo—. Gracias. Jevax. Le agradezco toda la ayuda que nos ha prestado.

—Gracias a usted. Excelencia, y a usted, general Solo. —El feo rostro del mluki volvió a quedar iluminado por otra sonrisa—. Me han evitado pasar toda una tarde en el Tablero de Redistribución del Tiempo de Ordenador, y eso tiene mucho más valor que una bolsa de brillestim.

Jevax se alejó por entre los tallos de hierba color verde oscuro, envuelto en una guirnalda de insectos multicolores y con todos sus pendientes destellando bajo la pálida luz del sol de Plawal.

Chewie dejó escapar un suave gruñido.

—Tienes razón —murmuró Han—. Creo que estaba mintiendo.

—O alguien le ha mentido.

Han señaló con la cabeza las curvas abiertas en el muro interior.

—Si los imperiales se hubieran tomado esto realmente en serio, no quedaría ni una pared en pie —dijo—. Esto tiene el aspecto de haber sido hecho por dos o tres transportes de tropas y un puñado de cazas TIE, como mucho. ¿Venir tan lejos y recorrer tanta distancia sin un ala de asalto? ¿Sin destructores? Si hubieran sabido que los Jedi estaban aquí, sólo quedaría un agujero en el suelo. De acuerdo, de acuerdo —añadió al escuchar el gruñido gutural que lanzó Chewbacca—, este sitio es un agujero en el suelo. Ya sabes lo que quería decir, ¿no? Si iban en serio, ¿por qué atacar?

Leia meneó la cabeza y siguió contemplando los muros semiderruidos, la pequeña cocina y las habitaciones que podían haber sido talleres. Seguía sintiéndose acosada por aquella sensación de felicidad desvanecida, aquella profunda y silenciosa aura de paz y descanso.

—Nunca he tenido que vérmelas con una creencia implantada —dijo por fin—, pero Luke sí. Dice que pueden estar enraizadas a gran profundidad. Por lo que sabemos, los Jedi implantaron en sus propios hijos creencias después de que se fueran para impedir que alguien pudiera seguirles la pista. Nichos, la madre de Cray… Fueron sometidos a esa manipulación mental, y eso parece indudable. En cuanto a los daños, parecen lo bastante serios como para que estas gentes hubieran necesitado alguna clase de ayuda exterior después de que todo hubiese terminado. Poner el planeta en manos de una corporación ithoriana por lo menos evitó que acabara siendo explotado por algún pariente del Emperador en cuanto todo el mundo se enteró de su existencia. Pero aunque hicieran eso, aun suponiendo que implantaran la creencia de que nunca hubo ninguna cripta en la mente de todos los habitantes de la aldea… Bien, los Jedi ya se habían ido en cuanto llegaron las corporaciones. Puede que los ithorianos que controlan la Brathflen traten de una manera decente a los habitantes de sus mundos comerciales, pero no consigo imaginármelos transmitiendo rumores sobre criptas secretas. ¡Y en cuanto a los twi'leks que controlan Exquisiteces de la Galaxia, es todavía más inimaginable! Supongo que os habréis dado cuenta de que Jevax apenas habló de la «persistencia» de los rumores.

«Cada tres o cuatro meses» no parece el tipo de rumor que puede ser desmentido mediante un examen con sensores. Tiene que haber algo más.

Mientras hablaban volvieron por el triángulo de las ruinas, donde la torre se alzaba apuntando hacia la cúpula bajo la elegante y gigantesca estructura de las vigas y las protuberancias y pequeños riscos del acantilado se inclinaban hacia dentro, enguirnaldados por tapices colgantes de flores. Grandes arriates de lianas de café se cernían sobre los restos de la Casa de Plett, como obesos pájaros flotadores de abigarrado plumaje, y los extremos de las parras quedaban a sólo diez metros de distancia del ápice de la torre. Más allá de ellos Leia pudo distinguir la cúpula a través de los fragmentos de neblina, y se sorprendió al ver lo oscuro que estaba el cielo por encima de ella.

En una habitación interior, una entre la hilera tallada en el mismo acantilado, había una cañería que se sumergía en un manantial de aguas calientes oculto en las profundidades de la roca. En aquel extremo del valle el agua emergía de la tierra estando a una temperatura no muy superior a la de un auténtico baño caliente, y estaba libre del hedor a azufre de las aguas hirvientes de los manantiales de más abajo. La abertura estaba recubierta por una costra de depósitos minerales color rosa y amarillo. Leia arrancó un trocito y le dio vueltas entre los dedos. —¿Te resulta familiar?

—Así que no hay ninguna cripta, ¿eh? —replicó Han con una sonrisa sarcástica.

—Bueno, esto no quiere decir que las joyas de los bolsillos de Drub salieran de una cripta cerca de este manantial en particular. Incluso una fuente con la misma combinación de azufre y antimonio podría tener varias salidas.

—¿Qué se necesita para convencerte? Leia le sonrió.

—Me paso el día entero tratando con políticos. —Sí, claro… —Han volvió la mirada hacia la puerta medio desmoronada por la que se había marchado Jevax—. Bien, pues creo que tendrás que tratar con otro.

En una de las habitaciones talladas en el acantilado Chewbacca encontró una escalera de mano que arrastraron detrás de ellos, suelo sobre suelo, para subir por lo que quedaba de la torre. Leia se abrió paso cautelosamente a través de los restos de los umbrales medio desmoronados, los gruesos marcos de lo que habían sido ventanas y la curva de la escalinata a medio derruir. Desde la habitación más alta se podía contemplar un panorama del valle tan impresionante que cortaba la respiración. La neblina llenaba el terreno como agua que girase y se arremolinara en un recipiente oscuro, y los tejados de plástico blanco o verde de las plantas conserveras y empaquetadoras se alzaban al otro extremo como un banco de icebergs extrañamente ordenados y regulares, allí donde el calor más intenso agitaba las masas de niebla que se amontonaban junto a la base del oscuro acantilado.

Las góndolas de las lianas de café avanzaban a lo largo de sus caminos por encima de sus cabezas, botes que se dirigían hacia el pequeño avispero de madera de la Estación de Suministros, una estructura adherida al acantilado que se hallaba tan envuelta en zarcillos y parras como todo lo demás. Leia fue hasta donde terminaban los restos del suelo de la torre y bajó la mirada hacia el ecosistema en miniatura de la fisura, una jungla humeante acurrucada en el centro de algunos de los campos de hielo más terribles de toda la galaxia que era alimentada por el calor del núcleo del planeta.

Leia se preguntó qué aspecto habría tenido aquel lugar cuando aquellos niños cuyas vocecitas agudas casi podía oír habían estado allí, y qué habrían visto aquellas familias cuyo amor y sabiduría parecían haber impregnado hasta las mismísimas piedras de las paredes.

Sin la cúpula, el clima habría tenido períodos de frío mucho más intenso que en la actualidad. Leia pensó que eso habría obligado a construir las casas de roca del viejo pueblo sobre los manantiales de aguas calientes. Junglas más frondosas en los alrededores de las fumarolas y las fisuras por donde se escapaba el calor, tal vez tundra desnuda lejos de ellas…

Y, en primer lugar, ¿qué razón había impulsado al Maestro Plett a ir hasta allí, y a buscar deliberadamente un mundo al que resultaría muy difícil seguirle? ¿Quién le había convencido de que ofreciera ese refugio, y cómo?

Dos robustos brazos le rodearon la cintura por detrás. Han no dijo nada y se limitó a clavar la mirada en la lejanía por delante de ella, y Leia se apoyó en su fortaleza, cerrando los ojos y permitiendo que su mente flotara a la deriva y fuera donde quisiese.

A Ithor, verde, hermoso y lleno de actividad.

A la extraña muerte desprovista de significado de una mujer en el Sector de Senex, donde había sido asesinada por un hombre cuya tarifa habitual era demasiado elevada para un trabajo semejante.

Al hecho, que le había sido comunicado aquella mañana, de que el jefe de la Casa Vandron, en cuyo territorio había tenido lugar el crimen, estuviera obstruyendo cualquier investigación de la muerte de Draesinge.

A Drub McKumb.

«Escondieron a los niños en el pozo…»

Las voces de los niños surgieron de la nada y subieron hacia ella, flotando lentamente en el aire. Estaban jugando en una gran estancia cuadrada, y Leia vio cómo corrían de un lado a otro por entre las pesadas mesas de madera de shalamán que se alineaban a lo largo de la pared. Había muchos niños y la gran mayoría eran humanos, pero el grupo incluía un ithoriano, wookies, un twi'lek, biths… Una mujer que estaba reparando un esterilizador a medio diseccionar en una de las mesas lanzó un afectuoso aviso a un pequeño que se había acercado demasiado a la rejilla de bronce en forma de flor que cubría el pozo del centro de suelo, aunque las aberturas de la rejilla eran demasiado pequeñas para dejar pasar nada salvo el más diminuto de los juguetes con los que se estaban distrayendo. Hilillos de vapor subían por las aberturas, calentando la habitación al igual que la calentaba la tenue claridad solar aumentada por la lámina de cristalplex tallada en ángulos y facetas que cubría cada agujero de ventana en forma de cerradura. Un hombre de cabellos oscuros estaba tocando una mandolina lacada de rojo. Pitinos de todos los abigarrados colores que pueden llegar a tener los pitinos dormitaban sobre los alféizares, o se dedicaban a perseguir al myrmin solitario que aparecía de vez en cuando en el suelo.

La puerta de la pared del fondo se abrió y un Ho’Din bastante anciano apareció por ella. Medía dos metros y medio de altura, una silueta esbelta y grácil envuelta en la negra capa correspondiente a su grado de Maestro Jedi, y los tallos cefálicos en forma de flor ya se habían ido volviendo blanquecinos debido a su avanzada edad. La calma parecía fluir de él, así como una profunda sensación —muy parecida a la que percibía en algunas ocasiones irradiando de Luke— de vasta fortaleza adquirida a un precio terrible.

Leia abrió los ojos.

La estancia carente de techo que se extendía debajo de ella y que ocupaba toda la base de la torre estaba desierta, y se iba llenando de sombras a medida que la débil claridad diurna empezaba a desvanecerse.

Y en la pared del fondo no había ninguna puerta.

—La sellaron de alguna forma. —Han deslizó las palmas de las manos sobre la lisa piedra oscura de la parte en la que el muro trasero de la Casa de Plett había sido tallado en las rocas del acantilado—. Incluso los mejores trabajos de obstrucción dejan una juntura, pero éste fue hecho tan bien que ni el agua puede pasar.

—Pero estaba aquí.

Leia entrecerró los ojos para volver a capturar la escena en su mente. El recuerdo trajo consigo un curioso dolor, una sensación de haber perdido algo valiosísimo hacía ya mucho tiempo o tal vez de haber olvidado dónde se guardaba.

¿La felicidad que había sentido emanar de aquella habitación, tal vez? ¿La paz de ser amado sin ninguna clase de condiciones, que se había disuelto en la desgarradora violencia del láser cuando alguien había movido un último interruptor a bordo de la Estrella de la Muerte?

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