La Princesa Leia, Han Solo y Chewbacca establecidos en una misión vital para la supervivencia de la frágil Nueva República. Ellos están buscando a los niños largamente perdidos de los Jedi en el mundo helado de Belsavis, de cuyas oscuras criptas nadie ha regresado con vida. A mitad de camino en toda la galaxia, Luke Skywalker está en una misión igual de peligrosa. Llevado a bordo de la Dreadnaught Ojo de Palpatine, Luke debe encontrar una manera de destruir la nave automática antes de que concluya la misión codificada en su sistema de super-sofisticada inteligencia artificial: la aniquilación total de Belsavis. Para tener éxito, Lucas necesitará la ayuda del espíritu de Callista, una Caballero Jedi que dio su vida para detener el buque, una vez antes. El misterio de la cripta, la fuerza invencible de la Dreadnaught, los Jedi Perdidos y la pasión creciente entre Luke y Callista confluyen en un clímax espectacular digna de la magnífica saga Star Wars.
Barbara Hambly
Los hijos de los Jedi
ePUB v1.0
jukogo27.05.12
Título original:
Children of the Jedi
Cronología: 12 años D.B.Y (Después de la Batalla de Yavin)
Barbara Hambly, mayo de 1995.
Traducción: Albert Solé
Diseño/retoque portada: Drew Struzan
Editor original: jukogo (v1.0)
ePub base v2.0
Para
Anne
Una lluvia envenenada caía como un diluvio de lanzas desde la bóveda ácida del cielo. El cazador se encogió sobre sí mismo y avanzó tambaleándose una docena de metros antes de volver a buscar refugio. Pensó —eso esperaba, al menos— que era un edificio, aunque durante un segundo de terror paralizante la forma curva se levantó y se retorció para revelar una fauce de horrores recubierta de colmillos de la que surgió un fluir de oscuridad tan insidioso como la pestilencia de huesos putrefactos recién vomitados. Serpientes, o tentáculos, o brazos convulsos descendieron hacia él para tratar de aferrarle con lo que hubiese podido jurar eran manos diminutas color azul cobalto, pero la lluvia abrasadora ya estaba abriendo agujeros en su carne, y el cazador cerró los ojos y se arrojó sobre ellas. Un repentino y fugaz momento de claridad permitió que su mente comprendiese que sólo eran lianas cubiertas de florecillas azules.
La pestilencia de su carne quemada seguía invadiendo sus fosas nasales y el fuego le calcinaba las manos, pero cuando bajó la mirada hacia ellas vio que estaban intactas. Las realidades se sucedieron unas a otras dentro de su mente, moviéndose tan deprisa como las cartas en un mazo barajado a toda velocidad. Se preguntó si las manos tendrían que haber quedado reducidas a huesos ennegrecidos, o si deberían lucir media docena de anillos de piedra andurita y una delgada media luna de grasa en cada uña.
¿En qué realidad eran más esbeltos y ágiles aquellos dedos, y de dónde llegó —sólo un momento después— la extraña convicción de que se hallaban tan retorcidos como raíces consumidas por la enfermedad y estaban adornados por uñas tan ganchudas y temibles como las garras de un rancor?
No lo sabía. Los períodos de cordura iban haciéndose cada vez más escasos, y ya le resultaba muy difícil recordar las cosas de uno a otro.
Presa. Objetivo. Había alguien a quien tenía que encontrar.
Había pasado todos aquellos años siendo un cazador perdido en la oscuridad repleta de alaridos y susurros. Había matado y desgarrado, y había comido la carne que chorreaba sangre. Y tenía que encontrar… Sí, tenía que encontrar…
¿Por qué creía que el objeto de su frenética búsqueda estaba en aquel…, en aquel lugar que cambiaba continuamente pasando de las bocas de roca que aullaban a los gráciles muros, los edificios llenos de curvas y las torres recubiertas de enredaderas, y que después volvía a caer en el abismo de las pesadillas, como les ocurría siempre a todas las cosas?
Buscó torpemente en el bolsillo de su mono y encontró la sucia lámina de plastipapel en la que alguien —¿él mismo?— había escrito:
HAN SOLO
ITHOR
EL MOMENTO DE LA REUNIÓN
—¿Lo habías visto antes?
Han Solo, que estaba inmóvil con un hombro apoyado en el óvalo de la ventana, meneó la cabeza.
—Hace mucho tiempo fui a una Reunión en el espacio profundo, entre los Pozos de Plooma y el Borde Galáctico —dijo—. Lo único que me preocupaba en aquellos momentos era escapar a las pantallas de detección ithorianas, entregar unos cien kilos de roca marfil a Grambo el Worrt y largarme lo más deprisa posible antes de que los imperiales me encontraran, y aun así fue lo más… En fin, no sé cómo expresarlo. —Movió una mano en un gesto casi imperceptible de incomodidad, como si Leia le hubiera sorprendido sucumbiendo al sentimentalismo y comportándose de manera altruista—. «Impresionante» no es la palabra adecuada, créeme.
—No, por supuesto. Leia Organa Solo se levantó de la terminal de comunicaciones y fue hacia su esposo. La seda blanca de su tabardo onduló detrás de ella, formando una línea de impecable fluidez. Aun así, el contrabandista que era Han Solo en aquellos tiempos lo había encontrado impresionante aunque sólo fuera en el aspecto navegacional. Leia había presenciado un encuentro de los rebaños estelares ithorianos, y había visto cómo las inmensas naves-ciudad maniobraban por entre el laberinto de sus campos deflectores con la agilidad inimitablemente viva de un banco de peces resplandecientes, mezclándose y uniéndose en una fusión tan libre de vacilaciones como la de los dedos de la mano derecha entrelazándose con los de la izquierda.
Pero lo que estaban viendo hoy era algo más que eso.
Poder presenciar la Reunión en aquel lugar, muy por encima de las verdes junglas de Ithor, hizo que su mente sólo consiguiera encontrar una manera de describir lo que estaba viendo, y Leia pensó que el espectáculo estaba lleno de Fuerza, porque vivía y se movía impulsado por el aliento de la Fuerza y se hallaba impregnado de ella.
Y su hermosura estaba más allá de las palabras.
Las gigantescas y espesas masas de nubes de tormenta estaban empezando a disiparse. Los torrentes de luz que atravesaban los claros parecían jugar sobre el dosel de la jungla que se desplegaba a escasos metros por debajo de las ciudades que flotaban a menos altura, centelleando sobre la piedra, el mármol y el estuco, las docenas de matices distintos del rosa, el amarillo y el ocre de los edificios, los relucientes reflejos dispuestos en un sinfín de ángulos de los generadores antigravitatorios y los jardines de hoja azul, tremmin y helechotoro que colgaban de las ciudades como borlas multicolores. Los puentes se estiraban de una ciudad a otra, docenas de plataformas unidas mediante la antigravedad sobre las que se podía ver delgadas corrientes de ithorianos en continuo movimiento, siluetas envueltas en ropajes abigarrados que les daban la apariencia de flores. Los estandartes azules y carmesíes ondulaban como velas, y cada balcón recargado de tallas y adornos, cada mástil, escalinata y estabilizador, e incluso las cestas de mimbre de la recolección que colgaban como raíces por debajo de las inmensas islas aéreas, estaban repletas de ithorianos.
—¿Y tú? —preguntó Han.
Leia alzó rápidamente la mirada hacia el hombre que permanecía inmóvil junto a ella. El aire cálido que se respiraba sobre las junglas interminables de los árboles bafforr era deliciosamente limpio, y estaba lleno de brisas e impregnado por los maravillosos aromas del verdor y las flores. Las residencias ithorianas estaban tan abiertas a la caricia de la atmósfera como los gráciles esqueletos del coral, y ella y Han se encontraban rodeados por un infinito de flores y luz.
—Cuando era pequeña, mi padre vino aquí para representar al Senado Imperial en el Momento de la Reunión —le explicó—. Yo tendría cinco años, puede que seis, y pensó que era algo que debía ver.
Guardó silencio durante un momento y se acordó de aquella niña regordeta cuyas gruesas trenzas estaban adornadas por hileras de perlas, y de Bail Organa, el último Príncipe de la Casa de Alderaan, aquel hombre sonriente en el que nunca podría pensar empleando otra palabra que no fuese «padre», que había sido bondadoso incluso cuando la bondad era recompensada con el castigo y que se había comportado con prudente cordura incluso en aquellos días en que ni la más grande de las sabidurías bastaba para evitar la catástrofe.
Han le rodeó los hombros con el brazo.
—Y aquí estás ahora.
Leia sonrió melancólicamente y rozó las perlas que adornaban su larga cabellera con la yema de un dedo.
—Sí, aquí estoy…
La terminal de comunicaciones emitió un silbido para indicar que acababa de recibir la serie de informes que llegaban cada día desde Coruscant. Leia echó un vistazo al reloj de agua, aquel tembloroso prodigio de esferas de cristal y pequeñas fuentes en continuo movimiento, y pensó que todavía tenía tiempo de ponerse al corriente de lo que estaba ocurriendo en la capital de la Nueva República. Ser la Jefe del Estado hacía que nunca pudiera apartar por completo su dedo del pulso de la Nueva República, y debía seguir estando mínimamente informada de todo incluso cuando estaba llevando a cabo una gira diplomática que en realidad tenía tres cuartas partes de vacaciones. Amargas experiencias anteriores le habían hecho aprender la dura lección de que las pequeñas anomalías podían preceder a los mayores desastres.
«Aunque también es posible que sólo sean eso, unas pequeñas anomalías», pensó mientras examinaba las cápsulas que contenían resúmenes de informes, datos de interés o acontecimientos menores.
—Bueno, ¿qué tal les fue a los Destructores en el partido de anoche?
Han fue al guardarropa para ponerse su chaqueta de lana color verde oscuro, que era una de sus favoritas. Aquella prenda sobria y elegante le sentaba estupendamente, y los delgados adornos tubulares blancos y escarlatas resaltaban la anchura de sus hombros y la musculosa esbeltez de su cuerpo, sugiriendo fuerza y agilidad sin darle una apariencia excesivamente marcial. Leia, que estaba observándole por el rabillo del ojo, vio cómo Han daba un par de pasos delante del espejo y se examinaba de un lado y de otro, y se apresuró a reprimir una sonrisa.
—Vamos, Han… ¿Realmente crees que el Departamento de Inteligencia puede considerar que los resultados de los partidos de tensibol han de tener preferencia sobre las crisis interplanetarias y las últimas actividades de los señores de la guerra imperiales?
Leia ya estaba llegando al final de los informes, que era el lugar donde los recopiladores de datos solían incluir los tanteos de los partidos.
—Por supuesto —replicó Han con jovialidad—. Los chicos de Inteligencia se juegan el dinero en los partidos, y no en las crisis interplanetarias.
—Los Salvajes Enfurecidos ganaron por nueve a dos.
—¡Los Salvajes…! ¡Oh, pero si los Salvajes Enfurecidos no son más que una pandilla de paralíticos incompetentes!
—¿Habías hecho alguna apuesta con Lando a favor de los Destructores? —Leia le sonrió, y un instante después frunció el ceño cuando sus ojos se posaron en el pequeño recuadro colocado encima de los tanteos—. Stinna Draesinge Sha ha sido asesinada.
—¿Quién?
—Daba clases en el Instituto Magrody… Había sido alumna de Nasdra Magrody, y fue profesora de Cray Mingla.