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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (28 page)

—Pobres —dijo—. Sólo pueden aprender una cosa a la vez. Recién ahora les he enseñado a no robarme las cosas. Ahora bien, mañana será muy distinto. Mañana viajamos al castillo de la Dama de la Roca.

La fría lluvia de marzo siguió acompañándolos durante la marcha. Los caballos la afrontaban con la cabeza gacha y la cola estrechamente recogida.

—Espero que hayas frotado tu armadura con grasa —dijo ella—. De lo contrario no tardarás en parecerte a un clavo oxidado. Por suerte, el Castillo de la Roca no está lejos. Aquí si que emprenderás una aventura digna de contarse. Creo que cuando te armaron caballero juraste socorrer a las damas, proteger a las viudas y huérfanos, particularmente si se trataba de gentes nobles.

—En efecto —dijo Ewain—. Y seré fiel a mi juramento.

—Eres afortunado —dijo Lyne—. La Dama de la Roca es todas esas cosas a la vez: viuda, huérfana y noble. Y si alguien necesita socorro es ella. Cuando su esposo partió de este mundo, dejó a su señora en posesión de hermosas tierras, bosques y zonas de pastoreo, casas y siervos, y dos fortalezas sólidas y con buenas defensas, una llamada el Castillo de la Roca, y otra llamada el Castillo Rojo. Al ver a esta mujer despojada de su señor y protector, dos hermanos llamados Edward y Hugh tomaron el Castillo Rojo y la mayor parte de las tierras, dejándole sólo el Castillo de la Roca. De él esperan apropiarse a su debido tiempo, y también de la dueña, pues la Dama de la Roca es bella, cortés y bien nacida. Entretanto, estos hermanos se hacen llamar Sir Edward y Sir Hugh del Castillo Rojo, y cobran alquileres, tributos, impuestos y arrendamientos, y dominan esas tierras respaldados por mercenarios.

—Señora mía —dijo Ewain—, éste es sin duda un caso que requiere mi intervención. Batallaré con estos caballeros por la heredad de esta dama.

—Debo advertirte, joven caballero, que éstos no son caballeros andantes dispuestos a arriesgar la vida en cualquier encrucijada en aras de su honra. Se trata de buenos, honestos, tenaces y concienzudos ladrones. No lucharán a menos que estén seguros de la victoria.

—Los retaré por su honor —dijo Ewain.

—Creo que los hallarás más interesados en su propiedad —dijo Lyne—. Es probable que sus nietos coqueteen un poco con el honor, cuando nazcan. Ahora, escúchame bien. —Le indicó un roble caído que, al levantar sus raíces, había dejado una pequeña caverna más tarde ocupada por zorros, jabalíes, tejones, osos, y quizá dragones antes que los hombres desalojaran a sus primitivos ocupantes—. Pongámonos a resguardo de esta maldita lluvia —dijo ella.

Un hoyo para el fuego revelaba que la caverna había sido ocupada recientemente y uno de los arqueros se dispuso a encender una fogata en ese lugar, pero Lyne lo impidió.

—No podemos hacer humo —les dijo—. Estamos cerca del Castillo de la Roca y de la cima de la colina próxima debe verse toda la región varias leguas a la redonda. Si yo estuviese en lugar de Edward y Hugh y tuviera su deseo de vivir y prosperar apostaría centinelas en la colina para vigilar el sendero, por si algún joven caballero sintiese urgencia de socorrer a una dama en desgracia.

—Subiré hasta allá y despejaré el camino, mi señora.

—Tú quédate aquí y espera, mi señor. —Llamó a sus hombres y les habló en vieja lengua céltica, y ellos asintieron y sonrieron y se tocaron los hirsutos rizos en la frente. Luego tomaron de sus morrales cuerdas bien lubricadas y tensaron sus arcos. Cada uno escogió ocho flechas y afiló las puntas de hierro, comprobando que las plumas no estuviesen torcidas. Luego ascendieron sigilosamente la colina, no por el sendero, sino entre los húmedos zarzales, sin que un ruido los delatara.

—Debemos pensar —dijo Lyne— en algún recurso para atraer a estos caballeros al combate. Si hicieras alguna concesión, fingir que caes en una trampa, bien, ya veremos… ¿Oíste eso?

—¿Qué, señora?

—Me pareció oír un grito. Escucha! Otro más.

—Lo escuché. Me pareció un alarido de muerte.

—Lo era —dijo la mujer.

Por mucho tiempo no oyeron sino el tamborileo de la lluvia y el gorgoteo de un manantial. Más tarde, los hombres regresaron, cada cual con una armadura sujeta a una correa y echada sobre la espalda, y en los cintos ceñían pesadas espadas. Echaron el fardo de metal en la entrada de la caverna y sonrieron levemente mientras hablaban.

—Sólo eran dos —explicó Lyne—. Creen que ahora la ruta está despejada, pero cuando partamos irán adelante para asegurarse.

La Dama de la Roca los saludó con alivio y deleite. Era una dama bella y noble consumida por la ansiedad.

—Nadie acudió en mi ayuda —dijo—. Se han adueñado de todas mis tierras, de todos mis feudos. Disponemos de una pequeña provisión de arenques en salmuera, un poco de cerdo salado, y nada más. Mis hombres están débiles. ¿Qué puede hacer un joven caballero?

—Los retaré al combate para que Dios demuestre cuál causa es la justa —dijo Ewain.

Ambas mujeres intercambiaron una mirada de conmiseración.

—Te agradezco, gentil caballero —dijo la Dama de la Roca.

Los hermanos acudieron prontamente al ser convocados, seguidos por un centenar de hombres de armas, pues habían descubierto a sus dos centinelas desnudos y muertos a causa de extrañas heridas.

La Dama de la Roca no consintió que Ewain saliera a parlamentar con ellos.

—Pues —adujo— no son hombres de respetar las sagradas convenciones.

Cerraron las puertas del castillo y alzaron el puente levadizo. Lyne, con el permiso de Sir Ewain, habló con los hermanos desde la muralla.

—Tenemos un campeón dispuesto a luchar con uno de vosotros por las tierras que habéis robado a la Dama de la Roca —les dijo.

—¿Por qué habíamos de luchar por algo que ya está en nuestras manos? —respondieron los hermanos, riéndose de ella.

Ella había previsto esta respuesta y decidió proceder con cautela, pues sabía que hay hombres que sólo pueden caer en trampas diseñadas por ellos mismos.

—Nuestro campeón es un doncel recientemente armado caballero y ansioso de ganar fama. Sabéis cómo son los jóvenes. Bien, si no estáis dispuestos a dorar sus espuelas, no lo haréis, pero preferiría hablar en privado con vosotros.

Los hermanos se consultaron y luego uno de ellos dijo:

—Baja y ven aquí, entonces.

—¿Qué seguridades me ofrecéis? —preguntó ella.

—Señora —dijo el que había hablado—, ten en cuenta nuestras razones para tu seguridad. ¿Qué provecho sacamos con hacerle la guerra a una dama sin posesiones? Si te traicionamos, ¿qué obtenemos sino un saco de huesos?

Lyne se sonrió a si misma.

—Qué suerte hablar con gente que sigue los consejos del pensamiento y no los de la pasión. Bajaré sola. Yo no tengo miedo, pero los del castillo pueden ser tímidos. Mantened a vuestros hombres a la misma distancia que vosotros mantenéis con respecto al castillo.

Tranquilizó a sus amigos con un gesto, pero antes de que ella bajara a las puertas sus dos arqueros se habían apostado detrás de las almenas, invisibles desde fuera pero con los arcos tensos mientras calculaban la distancia hasta el blanco.

Ella se apostó junto al foso y dejó que los hermanos se acercaran hasta una posición donde bastaría que ella alzara la mano para que un par de flechas los derribara.

—Señores, no somos niños. Ahora que estamos fuera del alcance de los oídos de la dulce caballería, discutamos nuestra posición. Ustedes tienen las tierras de esta mujer, además del Castillo Rojo. No hay razón para que luchen por ellas.

—Dices la verdad. Realmente, eres una dama con experiencia.

—Sin embargo, no tienen el Castillo de la Roca y no creo que puedan tomarlo por asalto. Es sólido y tiene buenas defensas.

—No es necesario —dijo Sir Edward—. Cuando se les terminen los alimentos, caerá en nuestras manos. No pueden recibir ninguna ayuda. Controlamos toda la comarca.

—Tienen ustedes un formidable argumento —dijo Lyne—. O lo tenían hasta hace poco. ¿Han inspeccionado el paso al oeste, señores? —Ellos intercambiaron una rápida mirada—. Lo inspeccionaron, señores, y encontraron el paso sin custodia. ¿Pero saben quiénes entraron por ese sitio sin vigilar? Pues bien, cincuenta arqueros galeses, sigilosos y furtivos como gatos, y ustedes sólo han visto el trabajo de dos de ellos. No hace falta que les diga las noches que pasarán. Cada sombra puede acarrearles la muerte, cada mínima brisa puede ser el susurro de unas alas negras. —Y se interrumpió para dejar paso a la incertidumbre. Prosiguió al cabo de un momento—. Estoy de acuerdo en que es una tontería pelear por lo que ya tienen. ¿Pero no pelearían por lo que no tienen? El Castillo de la Roca, y con él, la certeza de que seguirán teniéndolo todo. Ustedes son gente razonable.

—¿Qué es lo que sugieres? —preguntó Sir Hugh.

—Si tienen el coraje para apostar fuerte, les sugiero que luchen contra el campeón de la Dama de la Roca. No es como enfrentar a un caballero recio y famoso. Es apenas poco más que un niño.

—¿Cuál es tu interés en todo esto? —preguntaron con suspicacia.

—Mi posición es afortunada —dijo ella—. Si logro que se realice el combate, mi señora me recompensará. Y si ustedes obtienen la victoria, quizá pueda esperar alguna gratitud.

Los hermanos se apartaron un poco para conferenciar y después de algunos cambios de palabra regresaron.

—Señora —dijo Sir Edward—, somos hermanos nacidos al mismo tiempo del mismo vientre. Ninguno hace nada sin el otro, ni lo ha hecho jamás desde la infancia. Luchamos juntos, y solamente juntos. ¿Crees que tu campeón combatirá con los dos a la vez?

—No lo sé. Es muy joven y testarudo. Ya saben cómo son los jóvenes de ambiciosos. Puedo preguntárselo. Pero si él está de acuerdo en luchar con los dos por la mañana, la gente de ustedes debe permanecer a doscientos pasos de distancia.

—¿No será una treta, señora?

—No. Es la distancia de un tiro de arco. Si mis feroces arqueros llegaran a excitarse, o si los hombres de ustedes se entrometen, moriría mucha gente.

—Es razonable —dijeron—. Trata de que tu campeón pelee con ambos a la vez.

—Haré lo posible, mis señores. Y si Dios os concede la victoria, espero que os acordéis de mí. —Les sonrió y regresó al Castillo de la Roca, y el puente levadizo se alzó y las enormes puertas se cerraron a espaldas de ella.

En cuanto terminaron la cena, la Dama de la Roca se retiró a la capilla para solicitar ayuda del Cielo, pero Lyne condujo a Sir Ewain a la torre que daba a las puertas, desde donde podían observar el puente levadizo y el hermoso llano que había más allá.

—No te aflijas si te hice pasar por tonto —le dijo—. El asunto era lograr que se comprometieran a combatir. En realidad no tenían motivos, pero ahora creen que los tienen. ¿Los observaste bien mientras yo hablaba con ellos?

—Sí, señora.

—¿Y qué viste?

—Son fuertes, robustos, más altos que yo, y del mismo peso. El de la derecha…

—Ese es Sir Hugh. No lo olvides.

—Tiene una herida en la rodilla o la pierna derecha. Arrastra un poco el pie. Me da la impresión de que son hombres capaces de luchar con dignidad.

—¿Qué más? Consulta tu memoria.

Ewain cerró los ojos y formó una imagen.

—Si, hay algo, algo extraño. Ya sé, ciñen las espadas al revés. Eso es. Uno es diestro y el otro es zurdo.

Ella tendió la mano y le tocó el hombro: un pequeño espaldarazo.

—Bien, mi señor —le dijo—. ¿Cómo estaban ubicados? Volvió a cerrar los ojos.

—Las vainas estaban juntas… por lo tanto, el que estaba a la derecha, frente a mí, Sir Hugh, es zurdo.

—Y lucharán de ese modo —dijo ella—. Con el brazo de la espada hacia afuera, los escudos juntos, resultarán mortíferos. Puedes estar seguro de que se separarán y tratarán de sorprenderte por la espalda. Debes ceder terreno y dejar detrás de ti el puente levadizo. Ahora bien, hay un truco que sólo una vez he visto…

—Quizá lo sé, señora, o puedo imaginarlo. ¿Cómo podría separarlos? Los ojos de águila de Lyne brillaron de orgullo.

—Eso es —exclamó—. O te elegí bien o la buena fortuna me eligió a mi. Si puedes hacer que queden juntas las espadas, se entorpecerán y tendrás la ventaja. Pero aguarda, hijo mío, y cuando estén un poco extenuados… —Hizo un trazo con el dedo en el polvo del piso de piedra de la torre.— Una finta aquí atraería a éste. Luego te vuelves rápidamente y lo obligas a seguirte hasta aquí. Luego acomételo aquí, retrocede… y ataca sin pérdida de tiempo. ¿Lo ves? Habrás reordenado su frente de ataque. Pero debes hacerlo con prontitud, no tendrás dos oportunidades. Creo que estos hombres han luchado de este modo durante muchos años. Ahora, hablemos del duelo con lanzas. Eso no me preocupa. Eres un buen lancero, contra cualquiera. Y es difícil que los dos caballeros te ataquen al mismo tiempo. Tienes un buen caballo y puedes esquivarlos o recibirlos a tu gusto. Pero hay otra ventaja. ¿La advertiste?

—No lo sé —dijo Ewain—. Los mejores caballeros luchan igualmente bien con ambas manos. Los he visto cambiar de derecha a izquierda y viceversa.

—Creo que descubrirás que éstos no son los mejores caballeros. Son dos salteadores que esperan apalear a un jovencito. Deja que lo crean así hasta último momento. Ahora vé a descansar. Y no tengas miedo. No tengo intenciones de perder a mi buen caballero por culpa de un par de granujas.

La mañana fue propicia a la batalla. Las primeras cornejas de primavera despertaron con el sol y entibiaron su canto en los arbustos que bordeaban el foso, y la hierba del prado era verde oro. En cada rincón soleado los conejos se secaban la piel y se lamían los pechos. Algunos renacuajos recién nacidos retozaban en la superficie del foso como minúsculas ballenas, y una solemne garza apoyada en una pata los dejó acercarse, y luego, con la pinza de su pico, los recogió uno a uno como a bayas maduras.

El joven Ewain se levantó temprano. Afiló la espada, pulió la cabeza de su lanza negra hasta lograr un filo impecable, y finalmente untó su armadura con grasa de cordero, frotándola suavemente con la punta de los dedos en las piezas móviles. Estaba excitado y alegre, y cuando su dama se le acercó cacareando como una gallina clueca le dijo:

—Señora, ¿no tienes un obsequio para mi yelmo?

—Vamos —dijo ella—. ¿Qué prefieres, un mechón de pelo gris o un guante húmedo? —Pero se alejó inquieta, y cuando él dejó el yelmo y entró a la capilla para escuchar misa, trajo una pluma de águila parda, negra y con tiznes blancos en el cañón, y la sujetó con firmeza en el gozne de la visera.

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