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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (31 page)

Al reunirse por la noche contaron las cabezas y preguntaron:

—¿Dónde está Lyonel? Suele llegar antes. Siempre está aquí antes del Amén de las oraciones vespertinas.

—¿Recuerdas…?, tenía una cita con un sueño encantador. ¿Le dijo el nombre a alguien?

—No… pero se encargó de que no hubiese dificultades en adivinarlo.

—Si se trata de la que estoy pensando, no lo creo. Caramba, ella tiene por lo menos veintitrés años.

—Bien… yo creo que tenía una cita con su tío. Los vi juntos… Sir Lanza no—sé—cuánto.

Estallaron las risas mientras repetían la broma.

—Lanza no—sé—cuánto. Sabes, podríamos hacer correr la broma.

—Mejor que él no se entere. Te quedarían rojas las mejillas, y no de vergüenza.

Apareció Sir Lyonel y se sentó en el brocal mientras ellos inspeccionaban su cara malhumorada.

—¿Qué te pasa? ¿El gato te comió la lengua?

Eso los desató. Se rieron estrepitosamente, palmeándose las espaldas, o acuclillándose con el pecho sobre el estómago.

—¿El gato te comió la lengua? ¡Qué gracioso! Es mejor que un trovero. Eso es más cómico que un enano.

—Yo mismo voy a comprarle la pelota y el cascabel.

Y después las carcajadas se apagaron, como con frecuencia ocurría cuando no hallaban eco.

—¿Qué te pasa? —le preguntaron a Sir Lyonel.

—No puedo decíroslo.

—¿Es algo con tu tío, Sir Lanza no—sé—cuánto? —Ya no causaba ninguna gracia—. Te vimos con él.

—Si es un juramento… trata de no cumplirlo.

—No es un juramento.

—Entonces dinos.

—Quiere que salga a buscar aventuras con él.

—¿Qué tipo de aventuras?

—¿Cuáles van a ser…? Dragones, doncellas y todas esas cosas. —¿Y?

—Y no quiero ir.

—De eso me doy cuenta. Podrías recibir una paliza de cualquier gigante.

—No… espera… escúchame. Escúchame, Lyonel. Estás loco si no vas. Caramba, tendríamos para divertirnos durante años. Si ya puedo escuchar tus palabras: «Tío… ¿acaso es eso un dragón?», o «Enristré pues mi lanza de fresno, lancéeme contra el Caballero de las Latas y rompíle el esternón». Tienes que ir, Lyonel. No podríamos perdonarte que no fueras.

—Bien, podría ser divertido. Sólo que él se lo toma en serio. En lo posible evitará acostarse en una cama, aunque sea solo. Preferentemente dormirá en el suelo.

—No… mira, Lyonel. Podrías fingir seguirle el juego. Sir Lyonel, caballero andante. Podrías formularle preguntas anticuadas y enterarte de su opinión sobre todo. Seria mejor que un juglar.

—Bueno… yo…

—Lyonel, piensa en esa posibilidad. Por supuesto que queremos que después nos lo cuentes todo.

—Lyonel, piénsalo así. Claro que a nosotros nos gustaría escucharte después, ¿pero quién va a ser el que se revuelque de culo en la cama, matándose de risa?

—Prepararemos un montón de preguntas inocentes para que se las digas.

—Si no vas, nunca volveré a hablarte… ninguno de nosotros lo hará.

—He pensado mucho en tu sugerencia, señor. Quiero salir al mundo de las maravillas y las aventuras.

—Me alegra —dijo Lanzarote—. No te arrepentirás. No es bueno permanecer mucho tiempo en la corte sin hacer nada.

—¿Cuándo partimos, tío?

—Debemos actuar con cuidado. Si anunciamos nuestra intención habrá tristeza en la corte. Hasta es posible que el rey y la reina nos prohíban partir. Hagamos los preparativos en silencio y vayámonos en secreto. Si nuestro alejamiento provoca penas o enojos, ya desaparecerán cuando tengan noticia de nuestras aventuras.

Lyonel dominó la risa, y más tarde, junto al pozo dijo:

—Entonces le dije: «Bien pensado, señor. Seré callado como un sobete».

—¿Qué es un sobete?

—Él no lo preguntó. ¿Por qué tienes que preguntarlo tú? Y luego dije: «De acuerdo. Saldremos como el humo. Pero sería divertido verles las caras cuando se enteren de que nos fuimos».

Se prepararon para el viaje con tanto misterio, con tantas palabras prudentes y dedos sobre los labios y susurros en los rincones, que los perros de los salones y las palomas de las torres percibieron que algo insólito estaba en ciernes. Sir Lanzarote y su sobrino elaboraron sus planes en sitios apartados, de modo que algunos de los caballeros menos inteligentes informaron al rey de una conspiración, diciéndole:

—¿Por qué habrían de susurrar bajo la húmeda sombra de la barbacana si fueran leales?

A lo cual respondió la reina:

—Más les temería si hablaran quedamente en el salón principal.

Conferenciaban envueltos en sus capas, ocultos por los pliegues de sus caperuzas, mientras el viento les azotaba los tobillos.

—Debes instruirme, señor —decía Lyonel—. Nunca luché con un dragón, ni siquiera los he visto.

—Cálmate, hijo —decía Lanzarote—. En Francia luché contra dragones y gigantes. Ya verás cuando llegue el momento oportuno. ¿Hiciste llevar los caballos fuera de las murallas?

—Sí, señor.

—¿Y has recomendado a los escuderos que guardaran el secreto?

—Si, señor.

—Debemos confesar nuestros pecados y estar absueltos —dijo Lanzarote—. Un caballero debe estar tan preparado para afrontar la muerte como para afrontar a sus enemigos.

—Yo lo habría olvidado —dijo Lyonel.

Los escuderos recomendaron a sus doncellas que guardaran el secreto, y ellas a su vez hicieron prometer lo mismo a sus hermanas, quienes sólo lo revelaron a sus amantes tras sellarles los labios con un juramento, hasta que finalmente dijo el rey:

—Ojalá ya hubiesen partido, querida mía. Están perturbando a toda la ciudad.

—No han de tardar —dijo Ginebra—. Lanzarote hoy solicitó mi velo azul. Dijo que quería lucir mi color sobre su emblema.

Y cuando los dos caballeros andantes por fin se escabulleron en la noche, un centenar de ojos presenció la partida al amparo de las almenas. Fuera de las murallas, los escuderos deshicieron el abrazo de sus doncellas.

Nada de interesante vieron hasta que rompió el alba, poniendo al descubierto un promisorio mundo de aventuras: un bosque verde y profundo cuya trama se destacaba contra el horizonte. Era un día especialmente dispuesto para las formas y colores de la caballería andante. Un gran venado irguió la cabeza cornúpeta y los miró pasar sin temor, pues sabía que no iban de caza. Un pavo real desplegó su enorme abanico en un claro atravesado por los rayos del sol y relumbró como una joya, mientras la curva iridiscencia azul del cuello y la garganta chillaba como un gato gigante. Los conejos, sin asustarse, se paraban sobre las patas traseras, con las orejas erguidas y las patas delanteras apretadas contra el pecho. El parloteo de las aves vibraba en la enramada. Los escuderos hablaban de mujeres, hasta que Lanzarote se volvió y les impuso silencio con los ojos.

Sir Lyonel carraspeó.

—Parece un día propicio para las aventuras, señor.

—Es un día perfecto —dijo Lanzarote.

—¿Conviene que hable o que guarde silencio, tío?

—Depende. Si tus palabras iluminan nuestra búsqueda de aventuras tal como la ilumina el día, si tu lenguaje es altivo como el venado, noble como el pavo real, humilde y sin timidez como esos conejos, entonces habla.

—¿Es apropiado preguntar, señor?

—Si son preguntas apropiadas.

—Soy novato en este oficio, señor. Pero en la corte he oído un centenar de historias narradas por los caballeros a su regreso, quienes juraban por lo más sagrado que eran ciertas.

—Si honran a la caballería, honran sus juramentos.

—¿Cómo puede suceder entonces que un caballero, acompañado por su escudero y a veces por un séquito, se encuentre súbitamente a solas?

—Sólo puedo decirte que puede suceder. ¿Qué más deseas preguntar?

—Amo a una dama, señor.

—Me parece bien. Como caballero, corresponde que honres a todas las damas y ames a una.

—Ella no quería que me alejase, señor. Me preguntó de qué servía el amor si los amantes se distanciaban.

Lanzarote se volvió en el acto, con un frío destello en sus ojos grises.

—Debo decirte que no es una dama. Espero que no hayas hecho juramentos comprometedores. No debes volver a pensar en ella.

—Pero es hija de un rey, señor.

—¡Silencio! Aunque fuera hija del Emperador de África, aunque fuera la dorada princesa de Tartana, de nada valdría si es incapaz de reconocer el amor de un caballero y comprender que el amor caballeresco no consiste en el bestial acoplamiento de un macho y una hembra.

—Si, señor, si, tío. No te enojes. Es una pregunta de joven inexperto. Tú amas a una dama, señor, una dama que…

—Es bien sabido, y no es ningún secreto —dijo Lanzarote—. Amo a la reina. Y la serviré toda mi vida, y he lanzado un permanente desafío a todo caballero de pro que se atreva a decir que ella no es la dama más bella y virtuosa del mundo. Y que mi amor sólo le depare honra y júbilo, tal como lo he juramentado.

—Señor, no quise ser irrespetuoso.

—Procura no serlo o te irá la vida en ello, seas o no mi sobrino.

—Si, mi señor. Sólo pregunto para que me instruyas. Tú, señor, eres el caballero viviente de más valía y, según se dice, el más perfecto caballero de todos los tiempos pasados y venideros. Dame el beneficio de tu experiencia caballeresca, señor, pues yo soy joven e ignorante.

—Sobrino, quizá fui un poco apresurado, pero aprende de ello. En cuanto concierne a tu señora, ninguna susceptibilidad es excesiva.

—Te agradezco la cortesía, mi señor. Eres famoso en el mundo entero como caballero perfecto y como perfecto amante. Muchos caballeros jóvenes, como yo, desean seguir tus pasos. ¿Acaso el perfecto caballero, por lo cual se entiende un perfecto amante, nunca debe suspirar, gemir, sufrir, arder en deseos de tocar a su amada?

Lanzarote se volvió lentamente en la silla y vio que los escuderos se habían acercado para escuchar. La mirada del caballero los alejó a prudente distancia, hasta que al fin se perdieron de vista y no volvieron a verlos hasta que los llamaron.

Cuando los dos caballeros estuvieron a solas, dijo Lanzarote:

—Cuando yo era niño, el gran Merlín profetizó mi grandeza. Pero la grandeza hay que ganarla. Y me he pasado la vida colaborando para el cumplimiento de esa profecía. Ahora responderé a tu pregunta. Suspirar por los favores de mi señora, sí. Gemir por sus gracias, también sí; sufrir cuando ella está disgustada, también sí; pero arder y desear, eso no es caballero. Los animales se babean, los siervos husmean y acosan a sus hembras. No. Estás equivocado. Estás muy equivocado. ¿Podría yo amar a la reina, que es esposa de mi señor natural, y desearla sin atraer la deshonra sobre los tres? Espero que eso responda a tu pregunta.

—¿Entonces es más noble, señor, amar a quien uno no puede poseer?

—Quizá sea más noble —dijo Lanzarote—. Sin duda es más seguro.

—Hay tantas cosas que quiero preguntarte —dijo Lyonel—. ¿Quién es tan afortunado como yo? Cabalgar en busca de aventuras con el gran Lanzarote. ¿Sabes, señor? Los jóvenes caballeros que conozco, cuando se den cuenta de que partí contigo, se apiñarán como moscas en la boca de un tonel. Me preguntarán: «¿Qué dijo?». «¿Qué aspecto tenía?». «¿Le preguntaste tal y cual cosa?». «¿Qué respondió?».

Lanzarote le dirigió a su sobrino una amable sonrisa.

—¿De veras? —preguntó.

—Claro que sí, señor. Eres el perfecto caballero hoy, ayer y durante mil años sin interrupción. Los hombres conocerán las hazañas que escribiste con tu espada, pero preguntarán: «¿Cómo era?». «¿Qué decía?». «¿Era alegre o melancólico?». «¿Qué pensaba sobre esto y lo otro?».

Lanzarote miró hacia el linde del bosque, que estaba a poca distancia, y dijo con cierta turbación:

—¿Por qué habían de preguntar esas cosas? ¿Acaso no bastan los hechos? ¿Qué dices tú? ¿No bastan los hechos?

—No es eso, señor. Los jóvenes buscarán la grandeza en sí mismos y encontrarán retazos y jirones sin tanta grandeza, y despojos y madejas de penumbra. Se preguntarán si alguna vez conociste la duda.

—No tuve razones para dudar. Merlín lo predijo todo. ¿Por qué los hombres han de buscar mis debilidades? ¿Cuál es la ventaja de ello?

—Sólo puedo hablar por mi mismo, tío. Tengo muchos tristes defectos que brincan a mi alrededor como perros hambrientos. Si ser de tu misma sangre me sirviera de algo, esa grandeza no estaría fuera de mi alcance. Acaso así les ocurra a todos, y quizá busquen las debilidades en los fuertes para descubrir alguna fortaleza en sus propias debilidades.

—No largaré ese hueso —dijo furibundo Lanzarote—. Si la fatiga, el frío y el hambre, si, y el miedo, han logrado anidar dentro de mí, ¿imaginas que abriré las puertas a la duda para perder todo el castillo? No, las puertas están cerradas y el puente levadizo levantado. Que tus jóvenes caballeros tropiecen en su propia oscuridad. Si yo fuera débil, no encontrarían fortaleza alguna, sino sólo excusas para sus debilidades.

—Pero, señor, si cierras las puertas, reconoces la existencia del enemigo.

—Mis armas son la espada y la lanza, no las palabras.

—Así ha de ser —dijo Lyonel—. Les diré que no tienes dudas ni temores.

—No sabes tanto como eso, sobrino. En verdad sólo puedes decirles que no fuiste testigo de ellos, siempre que no lo seas.

Cabalgaron un rato en silencio, y luego dijo Sir Lyonel:

—Debo hacerte una pregunta aun a riesgo de disgustarte, señor.

—Las preguntas suelen aburrirme antes que enfurecerme. Muy bien, dime cuál es, y que sea la última.

—Señor, no hay lugar en el mundo donde no se conozca tu nombre.

—Me dicen que es así.

—Y tienes fama de ser el caballero perfecto.

—He procurado que así sea.

—Estás solo en tu perfección.

—Hasta que venga uno mejor. Cualquiera puede intentarlo. Pero ésas son afirmaciones u opiniones. ¿Cuál es tu pregunta?

—¿Es suficiente?

—¿Qué?

—¿Te basta con eso?

Un negro furor estremeció a Sir Lanzarote, y sus labios, con una mueca, mostraron los dientes. La mano derecha se enroscó en la empuñadura de la espada como una serpiente, y la mitad de la hoja de plata asomó de la vaina. Lyonel sintió en las mejillas las caricias del viento de la muerte.

Luego presenció en un solo hombre un combate tan feroz como el que jamás habían entablado dos caballeros, vio las estocadas y las heridas y un corazón perforado de un tajo. Y también presenció la victoria, la muerte del furor y el mórbido triunfo de Lanzarote, los ojos perlados de sudor y de fiebre entrecerrados como los de un halcón, el brazo derecho que se arropaba en el manto mientras la hoja se deslizaba en su funda.

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