Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
—Ojalá pudiera hacerse —dijo Balan—. Me obligaron a luchar en esta ínsula, y cuando maté al defensor me forzaron a ser su campeón y no consintieron que siguiera mi camino. Si vivieras, hermano mío, te encerrarían aquí para que los deleites con tus combates, y no podrías cruzar el lago para escapar.
Luego llegó a la ínsula la embarcación con la Dama del Castillo y sus servidores, y los hermanos le suplicaron que los sepultaran juntos.
—Venimos del mismo vientre —dijeron— y vamos a la misma tumba.
Y la dama prometió que así lo haría.
—Ahora mándanos un sacerdote —dijo Balin—. Queremos recibir el sacramento y el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. —Así se hizo, y Balin solicitó—: Inscribe sobre nuestra tumba cómo la mala fortuna condujo a dos hermanos a darse recíproca muerte, para que los caballeros que pasen por aquí oren por nosotros.
Entonces Balan expiró, pero la vida de Balin se prolongó hasta medianoche, y ambos hermanos fueron enterrados en medio de la oscuridad.
A la mañana apareció Merlín y con sus artes erigió una tumba sobre los hermanos y sobre ella inscribió su historia en caracteres de oro.
Y luego Merlín profetizó muchas cosas por venir: el advenimiento de Lanzarote y Galahad. Y predijo trágicos acontecimientos: cómo Lanzarote mataría a Gawain, su mejor amigo.
Y Merlín, tras realizar muchos actos extraños y proféticos, fue al rey Arturo y le refirió la historia de ambos hermanos, y el rey la escuchó con gran tristeza.
—En el mundo entero —dijo—, nunca supe de dos caballeros semejantes.
Thus ende the tale of Balin and Balan, íwo Brethirne thai were borne in Northumbirlonde, thai were two passynge good knyghtes as ever were in ihose dayes.
Explicit.
Las bodas del rey ArturoCiérrase así la historia de Balin y Balan, dos hermanos nacidos en Northumberland, ambos tan excelentes caballeros como pudo haberlos en esos días.
Explicit.
C
omo los consejos de Merlín con frecuencia habían demostrado ser muy valiosos, el rey Arturo solía consultarlo tanto en asuntos de guerra y de gobierno cuanto en sus proyectos personales. Así fue como un día llamó a Merlín a su presencia y le dijo:
—Sabes que algunos de mis barones siguen obstinados en su rebeldía. Quizá convenga que yo tome esposa para asegurar la sucesión del trono.
—Es un razonamiento atinado —dijo Merlín.
—Pero no quiero elegir reina sin tu consejo.
—Gracias, mi señor —dijo Merlín—. No es prudente que alguien de tu rango no tenga esposa. ¿Hay alguna dama que te plazca más que las demás?
—Si —dijo Arturo—. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde. Es la doncella más bella y noble que he visto. ¿Y no me dijiste que una vez mi padre, el rey Uther, le dio una gran mesa redonda al rey Lodegrance?
—Es verdad —dijo Merlín—. Y por cierto que Ginebra es tan encantadora como tú dices, pero si no la amas profundamente puedo encontrar otra mujer cuya bondad y hermosura te satisfagan. Aunque si has puesto tu corazón en Ginebra, no te fijarás en ninguna que no sea ella.
—Estás en lo cierto —dijo el rey.
—Si te dijera que Ginebra es una elección infortunada, ¿cambiarías de parecer?
—No.
—Pues bien, ¿si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido y venerado…?
—No te creería.
—Claro que no —dijo Merlín con tristeza—. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno de ellos las leyes de la probabilidad son canceladas por el amor. Hasta yo, que sé con toda certeza que una muchachita tonta va a ser la causa de mi muerte, cuando la encuentre no vacilaré en seguirla. Por lo tanto, te casarás con Ginebra. No quieres mi consejo… sólo mi asentimiento. —Merlín añadió con un suspiro—: Muy bien, pon a mi disposición un séquito honorable y le requeriré formalmente al rey Lodegrance la mano de Ginebra.
Y Merlín, con un digno cortejo, marchó hacia Camylarde y solicitó al rey que su hija fuera la reina de Arturo.
—Que un rey tan noble, valiente y poderoso como Arturo desee a mi hija por esposa es la mejor nueva que tuve jamás —dijo Lodegrance—. Si él deseara una dote en tierras se la ofrecería, pero Arturo tiene demasiadas tierras. Le enviaré un presente que le placerá más que cualquier otra cosa: la Tabla Redonda que me dio Uther Pendragon. A ella pueden sentarse ciento cincuenta personas, y yo le mandaré cien caballeros para que lo sirvan. No puedo ofrecerle el total de ese número porque he perdido muchos hombres en las guerras.
Luego Lodegrance le trajo a Ginebra y también la Tabla Redonda, y un centenar de caballeros ricamente armados y ataviados, y el noble cortejo emprendió la marcha hacia Londres.
El rey Arturo no cabía en si de la alegría.
—Esta hermosa dama —comentó— es más que bienvenida, pues la amé desde que la vi por primera vez. Y los cien caballeros y la Tabla Redonda me placen más que todas las riquezas.
Y Arturo desposó a Ginebra y la coronó con dignísima ceremonia, y hubo en su corte fiestas y regocijo.
Y después de la ceremonia Arturo se paró junto a la Tabla Redonda y le dijo a Merlín:
—Busca en todo el reino y encuentra cincuenta caballeros honorables, valerosos y perfectos para completar la hermandad de la Tabla Redonda.
Y Merlín registró todo el reino, pero sólo encontró veintiocho y los trajo a la corte. Luego el Arzobispo de Cantórbery bendijo los asientos que circundaban la Tabla Redonda. Y Merlín les dijo a los caballeros:
—Id ante el rey Arturo y juradle sumisión y rendidle homenaje.
Cuando regresaron, cada uno de ellos descubrió su nombre inscripto en caracteres de oro sobre la mesa y frente a su asiento, pero había dos lugares sin nombre. Y estaban sentados a la Tabla Redonda cuando el joven Gawain llegó a la corte y pidió una gracia en honor de las bodas de Arturo y Ginebra.
—Pídela —dijo el rey.
—Te pido que me armes caballero —dijo Gawain.
—Con gusto —dijo Arturo—. Eres el hijo de mi hermana y te debo todos los honores.
Luego un hombre humilde entró a la corte acompañado por un gallardo joven montado sobre una yegua huesuda.
—¿Dónde puedo encontrar al rey Arturo? —preguntó el pobre hombre.
—Allí está —dijo un caballero—. ¿Deseas algo de él?
—Si, por eso he venido —y se acercó al rey y lo saludó, diciéndole—: Rey entre los reyes, Jesús te bendiga. Me dijeron que en ocasión de tu boda darías cumplimiento a los requerimientos razonables.
—En efecto —dijo el rey—. Lo he prometido y lo cumpliré, siempre que tu demanda no perjudique mi dignidad o mi reino. ¿Cuál es tu deseo?
—Te agradezco, mi señor —dijo el pobre hombre—. Te pido que armes caballero a mi hijo, que viene conmigo.
—Pides algo muy importante —dijo Arturo—. ¿Cómo te llamas?
—Señor, me llamo Aries y soy pastor.
—¿Pensaste en ello?
—No, señor —dijo Aries—, debo explicarte cómo son las cosas. Tengo trece hijos, y todos los demás, siguiendo mis consejos, trabajan como un buen hijo debe hacerlo. Pero este muchacho se niega a realizar sus faenas. Siempre anda disparando flechas y arrojando lanzas y corriendo a los torneos para ver las justas de caballeros sin darme descanso de día ni de noche, pues sólo piensa en la caballería.
El rey se volvió hacia el joven.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Mi nombre es Tor, señor.
El rey lo examinó y advirtió que era bien parecido, alto y robusto.
—Trae a tus otros hijos —le dijo a Aries.
Cuando los hermanos comparecieron ante Arturo, el rey comprobó que vivían por sus manos al igual que Aries y que en nada se asemejaban a Tor en las facciones y el porte. Luego el rey le dijo al pastor:
—¿Dónde está la espada para armarlo caballero?
Tor entreabrió el manto y extrajo su espada.
—No puedo otorgarte el título de caballero a menos que lo solicites —dijo Arturo—. Desenvaina la espada y pídelo.
Entonces Tor desmontó de la yegua flaca, desenvainó la espada y, arrodillándose ante el rey, rogó que lo armaran caballero y lo incluyesen en la hermandad de la Tabla Redonda.
—Caballero has de ser —dijo el rey, y tomó la espada y simbólicamente le tocó el cuello con la parte chata de la hoja, exhortándolo—: Sé buen caballero, con la ayuda de Dios. Y si demuestras tu honra y bravura te sentarás a la Tabla Redonda. —Luego el rey se dirigió a Merlín—. Tú conoces el porvenir. Dinos si Sir Tor será buen caballero.
—Señor —dijo Merlín—, debería serlo. Es de sangre real.
—¿Cómo es eso? —preguntó el rey.
—Te lo explicaré —dijo el mago—. Aries el pastor no es su padre ni tiene con él ningún parentesco. Su padre es el rey Pellinore.
—Eso es mentira —dijo Aries enfurecido, y Merlín ordenó:
—Trae a tu esposa.
Vino la mujer a la corte, un ama de casa atractiva y robusta, y habló con dignidad, refiriéndole al rey y a Merlín que cuando era joven y doncella había salido una noche a ordeñar las vacas.
—Me vio un vigoroso caballero —dijo— y un poco a la fuerza me despojó de mi doncellez, y así concebí a mi hijo Tor. Yo traía un lebrel y el caballero se lo llevó, diciendo que conservaría el lebrel por amor de mí.
—Ojalá no fuera cierto —dijo el pastor—, pero ha de serlo, pues Tor nunca ha sido como yo o como mis otros hijos.
—Deshonras a mi madre, señor —le dijo Sir Tor a Merlín en un arrebato de furia.
—No —dijo Merlín—. Es antes un honor que un insulto, pues tu verdadero padre es rey y buen caballero, lo cual obrará en pro de ti y de tu madre. Fuiste concebido antes de que ella se casara con Aries.
—Es verdad —dijo la mujer.
—Si ocurrió antes que yo la conociera —dijo el pastor—, no tengo de qué lamentarme.
A la mañana siguiente vino a la corte Sir Pellinore, y Arturo le contó la historia de Sir Tor y de cómo lo había armado caballero. Y cuando Pellinore contempló a su hijo se sintió muy complacido y regocijado.
Luego Arturo armó caballero a su sobrino Gawain, pero Sir Tor fue el primero que recibió la orden de caballería en la fiesta donde nació la hermandad de la Tabla Redonda.
Arturo examinó la gran mesa y le preguntó a Merlín:
—¿Cuál es la causa de que haya asientos vacantes y sin nombre?
—Dos de los asientos —respondió Merlín— sólo pueden ser ocupados por caballeros sumamente honorables, pero el último es el Sitial Peligroso. Sólo un caballero hay que pueda ocuparlo, y será el más perfecto que haya vivido jamás: Y si algún otro se atreve a ocupar ese sitio, será destruido. —Luego Merlín tomó la mano de Sir Pellinore y lo condujo a uno de los asientos vacantes, y le dijo—: Este lugar es tuyo, señor. Nadie lo merece más que tú.
Entonces Sir Gawain enrojeció de envidia y de cólera y le dijo en voz baja a su hermano Gaheris:
—Ese caballero que recibe tantas honras mató a nuestro padre, el rey Lot. Mi espada está afilada para él. Lo mataré ahora mismo.
—Sé paciente, hermano —le aconsejó Gaheris—. Aún no es tiempo. Ahora soy apenas tu escudero, pero en cuanto sea caballero como tú lo mataremos, mas llevaremos a cabo nuestra venganza lejos de la corte. Si trajéramos violencia a esta fiesta, pagaríamos por ello.
—Acaso tengas razón —dijo Gawain—. Esperaremos el momento oportuno.
Al fin se completaron los preparativos para la boda del rey Arturo y la reina Ginebra, y los mejores y más bravos y más gallardos del reino afluyeron a la espléndida ciudad de Camelot. Los caballeros y barones y sus damas se reunieron en la Iglesia de San Esteban, donde las nupcias se celebraron con fastuosa ceremonia y religiosa solemnidad. En cuanto concluyeron se iniciaron los festejos, y cada uno de los huéspedes y servidores ocupó el sitio adecuado a su posición en el mundo.
—Ahora permaneced callados e inmóviles en vuestros sitios —dijo Merlín—, pues hoy se inicia una era de maravillas y seréis testigos de cosas nunca vistas.
Entonces todos permanecieron quietos como efigies de hielo y en el salón imperaron el silencio y la expectativa. Los preparativos habían finalizado. Arturo era rey, existía la Tabla Redonda, y cada integrante de esa hermandad de bravura, cortesía y honor ocupaba su sitio, el rey por encima de todos, rígido y erecto, y a su lado Merlín en actitud atenta. Bien podían encontrarse dormidos, como lo han estado y han de estarlo más de una vez, dormidos pero alertas a las necesidades, temores y zozobras, o a las puras y doradas convocaciones que los llamen a la vigilia. El rey Arturo y sus caballeros, inmóviles y expectantes en el gran salón de Camelot.
En eso se oyó el áspero y ágil retumbar de cascos puntiagudos sobre las losas y un venado blanco irrumpió en el salón perseguido por una perra de caza blanca e inmaculada, seguida a su vez por una jauría de perros negros que ladraban enardecidos. El venado pasó junto a la Tabla Redonda con la perra a los talones, y mientras corría junto a otra mesa la perra blanca le cerró las fauces en el flanco y le arrancó un pedazo de carne. El venado blanco brincó de dolor y tumbó a un caballero sentado. Y de pronto el caballero tomó a la perra en brazos y la sacó fuera del salón. Montó a caballo y se alejó llevándose el animal, mientras el venado blanco desaparecía de un salto y huía acosado por los ladridos de la jauría negra.
Entonces el salón recobró la vida y una dama entró a la corte montada en un palafrén blanco y le dijo al rey en voz alta:
—Señor, ese caballero se ha llevado mi perra blanca. No consientas este ultraje, mi señor.
—Nada tengo que ver con ello —dijo el rey.
Y en eso un caballero armado y montado en un gran caballo de guerra entró al galope, tomó las bridas del palafrén y por la fuerza arrastró a la dama fuera del salón, mientras ella profería chillidos plañideros y furibundos. El rey se alegró de que se la llevaran, pues hacia mucho alboroto, pero Merlín lo reconvino.
—Es difícil entrever una aventura por sus comienzos —dijo el mago—. La grandeza nace pequeña. No deshonres tu fiesta ignorando lo que en ella ocurre. Así son las normas de la caballería andante.
—Muy bien —dijo Arturo—. Cumpliré con las normas. —Y requirió a Sir Gawain que persiguiera al venado blanco y lo trajera al palacio. Y envió a Sir Tor en procura del caballero que se había llevado la perra blanca. Sir Pellinore recibió órdenes de buscar a la dama y al prepotente caballero y devolverlos a la corte—. Ése es vuestro cometido —dijo Arturo—, y ojalá podáis referirnos maravillosas aventuras al regresar.