Los clanes de la tierra helada (32 page)

—La tierra de Ulfar necesita la mano de un hombre —arguyó Thorgils con calma, aunque el corazón le latía muy deprisa.

El
gothi
engulló la carne y luego se puso en pie.

—No carecen de mérito estas reflexiones. —Apuntó con el índice a Helga—. Tú volverás a Hvammr, mujer. Ese es tu sitio. —Desencajada de terror, Helga pestañeó con los ojos anegados de lágrimas—. Auln irá a vivir contigo. Su buen juicio temperará tu insensatez, de modo que mi hija Halla tendrá un buen ejemplo de la clase de mujer que debería ser y de la que no debe ser. Hvammr no está cerca de los hijos de Thorbrand y allí estará más segura que en Ulfarsfell.

Halla se puso muy pálida. Había oído las interminables anécdotas que se contaban sobre las apariciones de Thorolf. Hildi la rodeó con el brazo y ambas se abrazaron, llorando en silencio.

—Thorgils, has hablado con sensatez, como siempre —prosiguió Arnkel—. Irás a vivir a Ulfarsfell y cuidarás allí la tierra.

Gizur acercó la cabeza a Thorgils mientras el
gothi
se volvió para encaminarse a la puerta.

—Hvammr no queda lejos de la granja de Ulfar —le susurró, compasivo, pues había percibido la rabia en el semblante de Thorgils.

Hafildi se inclinó sobre su plato de carne para mirarlo.

—Mejor tú que yo, Thorgils. Echa bien el cerrojo cuando llegue la noche y mira siempre a tu espalda.

Haciendo caso omiso de sus comentarios, Thorgils se levantó y se fue con Auln a ayudarle a preparar sus cosas. Cuando terminó de vaciar la caja que tenía debajo del banco donde dormía, ella le susurró algo al oído.

—Ven esta noche.

Él asintió, incapaz de hablar a causa de la cólera que crecía en su interior.

Auln y Helga se fueron en el mismo caballo, con un poni detrás cargado con el baúl y la bolsa de Auln. Halla gimió y gritó con actitud desafiante, negándose a marcharse, y su padre le respondió sin miramientos. Gudrid se situó tras él, subiendo el tono de la discusión con su aguda voz, acusando a Halla de desobediencia y después de cobardía.

—¡No soy ninguna cobarde! —contestó de pronto esta.

Sin restos de lágrimas, giró sobre sí y se fue al interior. Al cabo de un momento volvió a salir con una bolsa de cuero repleta de ropa. Al pasar junto a su padre de camino al establo le propinó un salvaje puñetazo en el brazo y luego continuó, fingiendo no acusar el dolor en la mano. Su caballo salió con brío y se alejó en pos del de Auln subiendo la ladera.

De este modo, en el hogar del
gothi
Arnkel se restableció una semblanza de paz.

Thorgils se fue a Ulfarsfell.

En las manos llevaba sus armas: lanza, hacha y arco con flechas; además de su jubón nuevo de cuero. Cabalgaba con dos escudos atados uno a cada lado de la silla. En el caballo de carga que lo seguía había puesto un fajo de mantas y un saco de herramientas. Junto con las monturas, aquello era cuanto poseía en este mundo. No volvió a dirigir la palabra a Arnkel, por temor a que la rabia que inundaba su corazón se le trasluciera en la cara. Dado que el trayecto era demasiado corto para liberarse de ella, cuando llegó al campo contiguo a la casa de Ulfar hincó los talones en los flancos del animal y cabalgó a rienda suelta por los pastos, por la granja de Orlyg y después por las colinas. La furia no lo abandonó, empero. La fría y oscura morada de Ulfar lo había asustado también a él. ¿Estaría su espectro aguardándolo adentro?

A su recuerdo acudieron imágenes del momento en que clavó el cuchillo en la garganta de Agalla Astuta, con la salvedad de que la cara no era de la de este, sino la de Arnkel.

Su ira iba acompañada de una tenebrosa nube de desesperación. Él había pasado la vida a la sombra de un gran hombre, y lo había aceptado. Ahora veía que toda su lealtad no valía nada. Era una pieza intercambiable, colocada ahora en la vía del peligro, prescindible. Había traicionado a Ulfar, su amigo. Lo había traicionado por Arnkel. Había atraído sobre sí aquella opresiva oscuridad por él, y por ese pecado no recibía nada.

Sabía que Auln estaba condenada. Tarde o temprano, le llegaría el final que el
gothi
planeaba para ella.

«Sabe que espera un hijo —pensó—. Tiene que saberlo.»

Subió a un montículo de roca y grava y en lo alto dejó descansar el caballo. Con la lanza apoyada en el muslo, se volvió para contemplar el sol poniente y mantuvo la mirada fija en la reluciente esfera hasta que su fulgor se apagó y pudo ver en su cara el movimiento que contenía. En el momento en que se hundió tras el horizonte, dejándolo cegado, dirigió una oración a Thor pidiendo que le guiara.

La respuesta fue un parpadeo próximo a la tierra, por el norte, del lado de Hvammr.

Elfos.

Solo se podía verlos por el rabillo del ojo, pero él percibió su movimiento, como un rebaño de motas que discurrió ante su vista, en dirección a algo que los atraía.

Volvió a espolear el caballo y descendió al galope la colina. Hvammr quedaba a más de un kilómetro de distancia.

Thorgils llegó al valle de Hvammr cuando casi había anochecido, fiándose de la intuición del caballo para hallar el camino. La luna aún no había salido y solo las estrellas proyectaban una pálida luz. Al detenerse cerca de la casa, oyó gritos que surgían del interior.

Percibiendo también un ruido de hachazos por la pared de atrás, del lado por donde habían sacado el cadáver, se dirigió hacia allí, sobrecogido.

Thorolf se encontraba junto a la pared.

Estaba de cara al tepe recién colocado, empuñando un hacha, a escasos centímetros de la pared, que se veía ahora rota y mellada. Llevaba cota de malla y un yelmo.

Thorgils retrocedió despacio y después desmontó, tomando el arco y su hacha sin despegar la vista de la aparición. Los elfos danzaban en el límite de su ángulo de visión, enloquecidos con la presencia del enfurecido difunto.

Cogió a tientas una flecha y la colocó en el arco, temblando de espanto.

Auln estaba adentro y Thorolf quería entrar.

—¡Thorolf! —gritó, alzando el arco—. ¡Este no es tu sitio! Vuelve a tu tumba. ¡Vete!

El espectro del Cojo siguió allí, inmóvil de cara al tepe. Thorgils disparó la flecha. El proyectil golpeó la cadera del fantasma, produciendo un ruido metálico al chocar con la malla, y después fue a parar al suelo. El espectro se volvió de inmediato y se fue caminando despacio, con el hacha colgando de una mano, hasta que por fin desapareció en la oscuridad.

Thorgils mantuvo otra flecha preparada, con el brazo tembloroso a causa de la tensión, hasta que solo oyó el viento. Después rodeó la casa y, deponiendo el arco, corrió hacia la puerta y la aporreó con el puño.

—¡Auln! —gritó—. ¡Auln! Soy yo, Thorgils.

La puerta se abrió. Con los ojos desorbitados de terror, Auln le tendió la mano y lo hizo pasar adentro.

Una lámpara ardía en el sitial y otra en el escalón del estrado. Thorgils oyó gemidos y descubrió que eran Helga y Halla, que lloraban abrazadas. La anciana estaba petrificada, con la mirada extraviada, y Halla le sostenía la cabeza, como si quisiera consolarla.

—¿Era mi abuelo? —susurró.

Thorgils asintió. Viendo las lágrimas que inundaron las mejillas de la joven, Thorgils dedujo que no iba a pasar ni una noche más en aquella casa.

Una prieta masa de bancos rotos llenaba el espacio de detrás del sitial, alta e infranqueable. Auln sacó un trozo de viga de una alcoba y lo arrojó al montón.

—Es la última que queda dentro. Mañana tendremos que añadir piedras y rocas detrás de esa pared. —Se enderezó y lo miró, todavía con un resto de miedo—. ¿Me ayudarás a ponerlas?

IX

Invierno

Del oso blanco y del descubrimiento de Hrafn

Siete jinetes cabalgaban por la orilla del mar, levantando pellas de húmeda arena negra con los cascos de sus monturas. Tras ellos iban los perros, con las largas lenguas colgando a modo de estandartes, por el esfuerzo de mantener el rimo de la marcha. Eran cuatro, negros y grandes como lobos. Un poco más allá, la nieve era profunda y el hielo se acumulaba en erizadas masas intransitables, pero el viento había barrido la playa, dejando tan solo la helada capa pegada al suelo, ideal para ir a caballo. Después de ir a galope medio durante buena parte de la mañana, los animales estaban casi al límite de su resistencia. Para los hombres había sido una gloriosa pausa, una escapada de la reclusión pegada al fuego y al humo en Helgafell.

El
gothi
Snorri iba en cabeza, seguido de su hijo Oreakja, Falcón, Sam
el Pescador
y otro hombre llamado Styrmir, un campesino que se encontraba por casualidad en Helgafell cuando llegó la noticia de la presencia de la fiera. También los acompañaba Kjartan, un amigo de Oreakja, hijo de uno de los clientes del
gothi
Snorri. El último de la fila era Hrafn, cuya montura sufría más que las otras al tener que soportar su corpulencia.

Se reían de él, como venían haciéndolo todo el invierno, pues Hrafn había vuelto a quedarse atrapado por el hielo ese año pese a que había acudido seis semanas antes. De poco consuelo le servían las explicaciones de los desdentados viejos que aseguraban que fue durante su infancia la última vez que vieron aparecer el hielo flotante a aquella altura del año.

A excepción de Hrafn, todos llevaban un par de lanzas de caza provistas de una corta cruceta atada al asta a varios palmos de la cabeza y una tira de valioso hierro enrollada hasta la punta. El
gothi
llevaba un hacha encajada en la silla. Habían tenido conocimiento de la presencia de un oso, que habían detectado en las placas de hielo, proveniente del norte. Vagaba por la costa, hambriento y peligroso. Un aterrorizado campesino, cliente distante del
gothi
Snorri, había acudido a Helgafell el día anterior. Se sabía que la criatura había matado ya una oveja y por ese delito solo merecía morir. Después habían sabido que también había dado muerte a un hombre.

Llegaron por fin a una granja situada muy cerca de la costa, en la península de Snaefellsnes. La diminuta vivienda y el establo quedaban a resguardo del violento viento tras un gran peñasco de basalto negro. El
gothi
Snorri bajó de la silla y se encaminó a la puerta. Llamó con el puño y a voces.

La puerta se abrió y un hombre bajo y barbudo apareció con gesto adusto, empuñando una lanza. Su enojo se disipó enseguida cuando vio quién era el recién llegado.

—Gothi
Snorri —dijo, abatiendo la lanza.

Con cara de sueño, observó a los otros hombres, que seguían montados con las lanzas en ristre y dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.

—Te llamas Teitr, ¿no es así? —consultó Snorri.

—Sí,
gothi
—confirmó el hombre—. Esperaba ver a mi propio jefe, Gudmund. Él está justo en el otro valle.

—Mis propios clientes han reclamado mi presencia aquí —se apresuró a explicar Snorri—. ¿Dónde está el oso? Hay que obrar sin demora, antes de que cause más daños.

El hombre dio unos pasos y señaló los pastos altos que quedaban detrás de su granja.

—La última vez que lo vimos se dirigía a los prados. Seguramente olió en el viento el estiércol seco de oveja. Hoskuld lo encontró fuera de su casa, tratando de pasar por la pared para llegar a las tinas de suero, y lo mató cuando trató de detenerlo.

Snorri asintió.

Emprendieron el ascenso por el camino, una angosta y sinuosa zanja de nieve apisonada, encajonada hasta la altura del vientre de los caballos. En determinado momento vieron huellas, y Falcón se bajó del caballo para examinarlas. Colocó su voluminosa mano encima de la enorme marca de zarpa, que sobresalía por todos lados.

—Por la sangre de Thor —exclamó, sumamente impresionado—. Es muy grande.

En los pastos la nieve se aglomeraba en ventisqueros —que en ciertos casos superaban la altura de una casa— y en hoyas donde era más fácil transitar. Cabalgaban por ellas detrás de los perros, que olían el rastro. Este pronto se desvió entre dos inmensos ventisqueros, más altos que un hombre a caballo, rizados a la manera de las gigantes olas del mar. La nieve estaba tan dura que se podía caminar encima.

Los perros aullaron, impacientes. Snorri observó los heleros y se los señaló a Falcón, que asintió con la cabeza.

—Un buen sitio —dictaminó.

Desmontaron y Snorri pidió a Hrafn que se llevara todos los caballos pendiente abajo y los atara a una estaca clavada en el suelo, bien hundida en la nieve, lejos del camino. Una vez cumplidas las instrucciones, el mercader regresó con paso vacilante y expresión inquieta. Encontró a Snorri de pie en la hoya formada entre los dos ventisqueros, con la lanza en una mano y otra a sus pies, junto con el hacha de doble hoja. Luego vio a Kjartan y Oreakja en lo alto de uno de los heleros, y a Sam y Styrmir en el otro. Los cuatro permanecían de rodillas, oteando la lejanía.

—¿Se ve algo? —preguntó Snorri a su hijo.

Hrafn corrió para colocarse detrás de él, sudoroso y jadeante. Hacía frío, pero no mucho y se había puesto demasiada ropa.

—Veo a Falcón y los perros —repuso Oreakja, tendiendo la mirada hacia las cumbres desde la cresta del ventisquero—. Todavía están dando vueltas. Aún no… ¡Ah, allí está! ¡Ya lo veo!

—¿Va hacia arriba?

Oreakja observó un momento antes de responder.

—No. Aunque sabe que Falcón está allá con los perros. Se encara de su lado olisqueando el aire. Dentro de poco habrán subido más que él.

—¿A qué distancia está?

—A menos de medio kilómetro. En cuanto uno lo ve, se distingue clarísimo.

—¿Qué hacéis? —inquirió Hrafn, acercando la cabeza a la de Snorri.

—Falcón usa los perros para hacer que el oso baje hacia nosotros. Es un oso blanco, y esa clase de animales siempre se dirigen al mar para escapar si los acosan los perros.

—¿Cómo sabéis que vendrá hacia aquí y no se irá por otro lado?

—En muchos aspectos son como las personas: tomará la ruta más fácil para bajar, como ha hecho para subir. ¿Ves el rastro? —Señaló las huellas visibles en la nieve—. Ahora, amigo Hrafn, coge una de esas lanzas y ve a situarte allá arriba con mi hijo. Él te indicará lo que tienes que hacer.

—¡Ya viene! —gritó Oreakja.

El muchacho agarró a Hrafn del brazo cuando este se acercó trepando y lo hizo pegarse al suelo. Los tres permanecieron tumbados sobre la fría nieve, mirando desde el borde lo que ocurría más allá. Los dos hombres apostados al frente también se habían tendido.

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