Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
—Se trata de un proyecto osado —comentó mirándolo con una sonrisa—. Es el tipo de cosa que habría esperado del
gothi
Snorri.
Aquellas palabras de elogio, tan escasas viniendo de él, rompieron un poco el hielo de su corazón, impulsándolo a tomar la mano que le tendía. En su cara vio la edad y en sus ojos, alivio por que su hijo se hubiera hecho cargo por fin de las crudas realidades de la vida.
—Esperemos que no me pase de listo —dijo Thorleif.
—¿No puedo ir contigo? —preguntó Illugi al tiempo que le entregaba las riendas.
—No. Quiero estar solo. Te veré después. —Dirigió una tranquilizadora sonrisa al muchacho—. Halla no está perdida, hermano. Encontraremos la manera de recuperarla.
Primero subió a los pastos más altos, para lo cual invirtió buena parte del día. Allí pasó varias horas seleccionando el rebaño. Con ayuda de los perros, separó todas las ovejas suyas y las llevó a otro terreno, lejos de las otras. Necesitaba tiempo para pensar y, de todas maneras, con la reanudación de las tensiones con el
gothi
, aquella era una medida necesaria. Uno de los clientes de Arnkel se encontraba allí, examinando su propio ganado, pero solo se miraron uno al otro desde cierta distancia. El hombre incluso lo despidió con un gesto cuando Thorleif se fue con su caballo, lo cual le hizo esbozar una tétrica sonrisa. Seguro que no sabía nada de lo que había ocurrido en las tierras bajas.
Thorleif agitó la mano.
El sendero que conducía al otro valle tenía muchas bifurcaciones para comunicar con las distintas granjas y prados. Él tomó la más elevada, que transcurría por las frías pendientes rocosas de la montaña y después por el gélido desierto del interior. Los hombres iban a veces allí para estar en comunión con los dioses. Siguió cabalgando hasta el anochecer, evitando a todo aquel que vio. Pasó una larga noche, dormitando a ratos bajo el abrigo de su piel de borrego, con los perros acurrucados a su alrededor. A veces se despertaba para contemplar las estrellas, dando curso a los diferentes hilos de pensamientos en su cabeza. Los elfos se acercaron en una ocasión, suscitando los gruñidos del más inteligente de los perros, pero al percibir que no tenía nada para ellos en su corazón se fueron. Al amanecer había decidido todo lo que iba a hacer y decir. Los caminos estaban cubiertos de guijarros y pedruscos, y ello lo obligaba a avanzar despacio para no lastimar los cascos de los caballos, pero quería llegar a tiempo. Inició el descenso de un valle alejado del fiordo de Swan y avistando la alquería de mayores dimensiones, se encaminó hacia ella.
Los trabajadores y esclavos acudieron a recibirlo a su llegada, y uno de ellos corrió a avisar a su amo. Este salió de la casa, todavía con restos de queso en la boca, enjugándose las manos en un lujoso paño. Tenía los dedos cubiertos de anillos de oro y vestía una rica túnica de armiño.
—Buenos días tengas,
gothi
Gudmund —lo saludó Thorleif, alzando la mano.
Tras desmontar, descargó el gran barrilete de cristalina miel que había cogido de las reservas de su padre. La ofreció como presente al
gothi
, que la tomó de sus manos y después la entregó a uno de sus hombres sin apenas dedicarle un vistazo.
—Sí, recuerdo haberte visto en la asamblea de Thorsnes,
bondi
, y en la sala del
gothi
Snorri —dijo Gudmund con recia voz—. Te encuentras lejos de tu casa. Yo habría creído que un hombre en tu situación permanecería cerca de ella, para disponer de protección.
—De eso he venido a hablarte,
gothi
—declaró Thorleif—. Veo, por cierto, que estáis muy cerca del río aquí. ¡No os vendría mal disponer de una barca!
Señaló el río, hacia el punto que crecía, proveniente del mar, despidiendo destellos con el agua que chorreaba de los remos. Al volverse, percibió claramente la codicia en los ojos de Gudmund.
De la humillación sufrida por Snorri en la asamblea de Thorsnes, y de Auln
La lluvia se ensañaba, inclemente, sobre ellos mientras se dirigían a la asamblea, y tanto el caballo como el jinete rezumaban el agua que caía a cántaros encima de las capas de lana impermeabilizada con cera, empapándolo todo, desde las botas hasta las túnicas. Con aquel helado y violento aguacero, el
gothi
Snorri se alegraba de disponer de su sombrero de ala ancha que al menos le mantenía secos el cuello y parte de la espalda, aunque no impedía que el frío le calara hasta los huesos. Oreakja, Sam y Klaenger cabalgaban a su lado, encogidos y abatidos. Los seguían más de una cincuentena de clientes suyos que se habían ido incorporando por el camino a la comitiva en reducidos grupos de dos o tres hombres. Aún no habían llegado todos. El viaje lo habían emprendido antes del amanecer.
A Kjartan y Ketil los habían mandado adelantarse junto con Cwern y dos esclavos más. Habían partido de madrugada, con la larga reata de ponis cargados de tiendas, leña y comida. Así al menos dispondrían de ciertas comodidades cuando llegaran. Oreakja había querido acompañarlos, pero Snorri no quiso. La herida de la cara había sanado bien, dejándole una larga marca roja en la que comenzaba a asomar la nueva piel bajo los residuos de costra. El ligero frunce de la cicatriz confería al chico un aspecto feroz.
—No te lo prohíbo por tu salud, hijo —le había explicado Snorri—. Lo que me preocupa son tus tendencias impulsivas. Todos los de Bolstathr van a estar allí y temo que actúes con precipitación si no estoy a tu lado, sobre todo con esos nuevos trucos que has aprendido de Hrafn.
Oreakja le sonrió con dureza. Sabía que su padre solo temía que Arnkel acabara de una vez con él. No expresó, con todo, ninguna objeción ante la excusa aducida por su padre. Después de la muerte de Falcón había pasado muchos días tendido en su camastro, corroído por el dolor de la herida. Él no había podido asestar ni un golpe, se repetía. Aquel pensamiento lo había llenado de vergüenza y lo había hecho madurar.
Había buscado a Hrafn.
El mercader había regresado unas semanas atrás, después de la retirada del hielo, con tiempo de sobra para asistir a la asamblea, asegurando que ese era el momento idóneo para vender sus artículos de lujo. Oreakja, que estaba al corriente de su pasado guerrero y era consciente de la lealtad que profesaba a su padre, lo había abordado en un momento de calma.
—De modo que quieres aprender el manejo de las armas, ¿eh? —le había contestado desde el borde de su cuerno—. No me extraña, teniendo la cara así.
Oreakja había torcido el gesto, ruborizándose, pero Hrafn se había apresurado a levantar la mano.
—No pretendía insultarte, chico. Yo también conozco al
gothi
Arnkel. Tienes muchísima suerte de seguir vivo y sin una herida que te vaya a dejar tullido de por vida. —Se puso en pie y descolgó una lanza de la pared. Primero la sujetó con ambas manos para después alargar el brazo y tocar la punta—. Te daré la primera lección —anunció—. Una espada es más que la acerada punta del extremo de un asta. Cuando se lucha, no solo sirve para clavarla, sino también para cortar. ¿Lo sabías?
—No.
—En ese caso empezaremos con esto.
El primer día lo pasó aprendiendo a asestar tajos con el filo de la cabeza con forma de hoja, para lo cual debía mover el arma con astucia, aplicando una trayectoria curva o en zigzag, al tiempo que empleaba el asta para bloquear posibles golpes, teniendo como imaginario blanco una pierna, cara o garganta.
—Si les dan a elegir qué pieza de armadura quieren llevar aparte del escudo, los guerreros expertos siempre elegirán el yelmo —le explicó a continuación el mercader—. Si a un hombre le parten el cráneo, o la cara, está perdido. Ese es el momento propicio para traspasarlo con el arma.
Snorri observaba las clases, al igual que muchos de sus hombres, que acabaron por copiar los ejercicios que practicaba Oreakja, aunque no con tanta diligencia. Hasta el
gothi
había tomado una espada para entrenar. Hrafn había puesto a Kjartan a practicar con Oreakja con palos y espadas de madera, a la manera de los niños. Haciendo caso omiso de las risas de los demás, ellos se lo tomaban muy en serio. Los dos muchachos se habían vuelto más sensatos desde aquel horrible día en el Crowness en que tuvieron que reconocer, humillados, que no eran tan fuertes como creían.
El
gothi
Snorri había constatado con satisfacción la madurez de que hacía gala su hijo. A solas en la montaña había sacrificado un ternero a Odín, dándole las gracias por haberle salvado la vida.
Los jinetes llegaron a un altozano y vieron la verde y achatada colina de la asamblea, brumosa tras la cortina de lluvia.
La parte baja estaba salpicada de tiendas, distribuidas en grupos. De la mayoría de ellas brotaba una columna de humo proveniente de las hogueras en torno a las cuales se acurrucaban los hombres refugiándose del inclemente tiempo.
Descendieron escrutando el terreno en busca de Ketil y Kjartan y de las tiras rojas de la tienda principal del
gothi
. Este mandó diez hombres a explorar y, al cabo de poco, uno de ellos regresó con malas noticias, levantando grandes salpicaduras de agua con los cascos de su montura.
—Los hombres del
gothi
Olaf están por allí —informó con cara de preocupación otro, un fornido campesino llamado Hordur—. Dicen que unos individuos desperdigaron nuestros caballos de carga. Ketil y Kjartan están reuniéndolos por el lado de la costa. Algunos aseguran que fueron los hombres de Arnkel.
Aquella noticia suscitó gritos de enojo, y algunos clientes del
gothi
lo urgieron a atacar en el acto a Arnkel. La mayoría manifestaban un claro nerviosismo. Snorri mandó callar con un gesto a los exaltados, bajo los chorros de agua que manaban de su sombrero.
—Lo único que sabemos lo debemos a las palabras de otros. Antes de desenvainar las espadas, debemos localizar a Kjartan y Ketil.
Se dirigieron pues a la costa y los encontraron, junto a los tres esclavos, cuando emprendían el regreso tras haber reunido a los ponis. Los tres hombres evidenciaron un gran alivio al ver al
gothi
y sus numerosos clientes. Estaban exhaustos, empapados y helados, después de haber pasado la noche entera buscando a los animales.
Ketil explicó lo ocurrido con vehemente rabia. Después de disponer una tensa soga para atar los caballos, habían descargado la tienda del
gothi
. Mientras clavaban los piquetes para esta alguien se había acercado con sigilo y había cortado la soga y espantado los ponis a gritos y restallidos de látigo. Atemorizados, los animales habían huido, incluidas sus monturas, por lo que se habían visto obligados a efectuar la búsqueda a pie.
—¿Habéis visto quién ha sido?
—No,
gothi
. Aún estaba oscuro.
Habían dejado la tienda tal cual, con la mitad de las estacas clavadas, pero cuando llegaron, se encontraron con que habían cortado las cuerdas para tensar la encerada lona, cerca de las arandelas. Habría que volver a sujetarlas.
El
gothi
volvió a pedir calma con un ademán.
—Una broma, una broma pesada. No vamos a ponernos a vociferar y darles la satisfacción de enterarse de que nos afecta. En cualquier caso, no antes de saber quién ha sido.
Montaron la tienda, y también las otras, y después Snorri ordenó encender leña de la reserva en cada una de ellas. Pronto los hombres comenzaron a calentarse gracias al fuego y así se apaciguaron un poco los ánimos.
La elección de los jueces se postergó hasta el día siguiente.
El
gothi
Hromund había advertido de ello enviando un mensajero provisto con la escultura de hueso de ballena que acreditaba su carácter oficial. Snorri recibió con alivio la información. Otros años había tenido que elegir candidatos y participar en juicios soportando la lluvia y la humedad, pero ese día el agua caía sin tregua, ejerciendo presión en la lona y creando regueros de agua que atravesaban el suelo de la tienda. No había forma de hacer nada con semejante tiempo. El mensaje especificaba que al día siguiente tendría lugar la elección de los jueces, el sacrificio y el inicio de las vistas. Sería un largo día, pero no tendrían más remedio que recuperar tiempo.
Al cabo de un poco salió con Ketil para hablar con sus aliados habituales, a fin de preparar la labor del día siguiente. El
gothi
Olaf le dispensó una ruidosa y cálida acogida con el cuerno en la mano. Estuvieron charlando un rato. El cazador de ballenas había estado bebiendo todo el día en su tienda y a duras penas articulaba las palabras. Snorri lo observó con inquietud, planteándose la conveniencia de advertirlo de que se moderara un poco, ya que el día siguiente les aguardaba un arduo trabajo, pero consideró que podría tomárselo como un insulto.
En el cuerno del
gothi
había un brebaje nuevo que no olía a cerveza.
—¡Vino! —explicó con su potente vozarrón—. ¡Por todos los dioses que no está nada mal! —Apuró el contenido del cuerno, dejando chorrear la roja bebida por el cuello, con lo que creó la impresión de que lo habían acuchillado. Después llamó a gritos a uno de los esclavos para que se lo volviera a llenar—. Unos clientes tuyos me lo han traído esta mañana, los hijos de Thorbrand. ¿Cómo se llama el mayor? ¿Thorleif? Dice que se lo proporcionó tu amigo mercader. —Miró a Snorri, entornando los ojos con suspicacia—. ¿Qué crees que querrá de mí?
Luego, al llegar el esclavo con el pellejo de vino, se olvidó de inmediato de la pregunta.
Snorri acabó marchándose, irritado. Las últimas palabras que le dirigió para recordarle que al día siguiente se vería su acusación contra Arnkel quedaron apagadas bajo el estruendoso saludo que dispensó Olaf a su cliente predilecto.
Ketil lo miraba con cara de preocupación cuando salieron a la lluvia.
La vasta tienda del
gothi
Gudmund estaba abarrotada de visitas y clientes. Su fino tejido de gruesa capa impermeabilizante la convertía en el lugar más seco de toda la explanada. El calor y el olor de los cuerpos volvían casi agobiante el interior. Snorri aguardó con impaciencia un rato, fingiendo beber cerveza con Ketil, hasta que resultó evidente que el
gothi
no iba a reparar en él, bien porque estaba demasiado ocupado o porque no le interesaba. Sentado en una gran silla de madera, Gudmund reía con los hombres que tenía al lado. Aquel asiento lo habían armado allí con las piezas que habían trasladado desmontadas, con gran esfuerzo, hasta la sede de la asamblea. A Snorri le fastidiaba tener que acercarse a él como un suplicante ante un trono real, y aún más previendo que debería apelar a su vanidad. Estaba mojado y cansado, con la paciencia a punto de agotársele.