Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
—Quedaos aquí hasta que os llame —indicó a los otros.
Aceptaron a gusto, frunciendo la nariz por el olor a excrementos y a muerte que se desprendía por la puerta.
En el interior, Arnkel comenzó a desplazarse adosado a la pared de tepe, fuera del ángulo de visión del cadáver. Primero bordeó una pared y luego la otra hasta acercarse al sitial desde la izquierda. Se movía con sigilo, con lentos pasos, aspirando con respiración liviana los hediondos miasmas despedidos por Thorolf. Al llegar al estrado de negra roca, lo subió despacio. Finalmente se halló detrás de Thorolf. Se detuvo un momento e inclinó la cabeza para observar la cara del viejo, venciendo el escalofriante pavor. El Cojo tenía la cara desencajada de dolor. El horrendo corte conservaba un húmedo brillo rojizo aun después de la muerte, sin rastro de curas ni sutura. No había dejado que nadie se le acercara, tal como le había contado el Calvo. La rabia seguía petrificada allí, como si el difunto hubiera mantenido un colérico pulso con la nube de muerte que se había elevado para llevárselo.
El corazón de Arnkel lo traicionó en ese momento, trayéndole a la memoria el recuerdo de uno de los pocos momentos afectuosos que había vivido con el Cojo, en aquella misma sala, muchos años atrás. El hombre le había acariciado la cabeza con una tosca manifestación de cariño la primera vez que su hijo había contenido con pericia una estocada.
—Sal de mi cabeza, canalla —gruñó para sí Arnkel pasándose la mano sobre los ojos—. No me vas a arruinar la venganza.
Agarrando los anchos hombros del Cojo, empujó el cadáver hacia el suelo y con gran esfuerzo lo colocó boca arriba. Luego sacó del cinto un saquito de lana, que le pasó por encima de la cabeza para luego atarlo con un cordel en torno al cuello.
—¡Thorgils, Hafildi! —gritó enderezándose, todavía invadido por la ira.
Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar de sí la imagen de Thorolf riendo, compartiendo con él la cerveza de un mismo pellejo.
Los dos hombres se asomaron con la cabeza gacha.
—Tiene la cara tapada, necios —les dijo, irritado—. Mandad a los clientes y al Calvo a que rompan la pared de detrás del sitial. ¿Han traído hachas o palas?
Thorgils asintió.
Arnkel se situó detrás del sitial y cogió del suelo el hacha de Thorolf. Luego se puso a descargarla contra la gruesa pared de tepe, arrancando pedazos de tierra erizada de hierba. El muro era sólido, compactado por la masa del techo. Al cabo de poco oyó el ruido apagado de las hachas que se hundían en el tepe de fuera. Las recias paredes tenían una profundidad del largo de la pierna de un hombre en la que se hundía escarbando a la manera de un conejo.
Un último hachazo a la altura de la rodilla traspasó el límite de la tierra. La luz del sol se coló por el orificio, junto con una exclamación de sorpresa de los de fuera. Arnkel sonrió de mal talante. Los demás ensancharon el agujero, golpeando en los bordes.
Evitando las armazones de madera despejaron un túnel que no superaba la altura de la cadera de Arnkel, de una amplitud aproximada de dos veces el ancho de sus hombros. No había necesidad de desperdiciar más. Todo boquete que abrieran debería ser reparado sin dilación, a fin de impedir que el Cojo regresara. Los muertos no pensaban: siempre volvían de la misma manera que se habían ido y era fácil engañarlos. Los hombres quitaron los terrones del suelo y Arnkel se agachó para pasar al otro lado.
—Traed la yunta. Poned el trineo aquí.
Thorgils condujo los animales, provocando mugidos de queja por el brusco viraje que los obligó a realizar para doblar la esquina de la casa. Sacaron la tierra del trineo pedazo por pedazo y la apilaron pulcramente a un lado. Era un buen tepe de pantano, bien surcado de raíces, húmedo todavía. Una vez quitada la carga, Thorgils tomó una escoba de la pared y se subió al trineo para barrer la madera. Arnkel lo interrumpió casi enseguida con un ademán.
—Deja eso. Tú, Hafildi y Kili —dijo, señalando al más corpulento de los clientes—, venid aquí adentro conmigo. Lo vamos a sacar.
—El trineo está cubierto de tierra,
gothi
—objetó Thorgils sin soltar la escoba.
—He dicho que lo dejes.
El
gothi
volvió a entrar por el boquete. Incapaz de entrar en la casa, Kili solo alcanzaba a sacudir aterrorizado la cabeza, produciendo un bamboleo en su papada. Thorgils ordenó al Calvo que asumiera su puesto, pero tuvo que arrastrarlo por el brazo para obligarlo.
Pese a la luz que penetraba por la reciente abertura, el interior permanecía medio oscuro. El olor a putrefacción impregnaba el aire. Colocado junto a la mole del cadáver del Cojo, el
gothi
señaló un brazo al Calvo y el otro a Hafildi, y a Thorgils le indicó que cogiera las piernas. Después él mismo agarró el cuello del jubón del Cojo y así lo bajaron del estrado. Arnkel, el Calvo y Hafildi retrocedieron de espaldas hacia el túnel. Lo atravesaron apretados unos contra otros, desprendiendo con los hombros tierra de la pared que iba a parar sobre el cadáver o se les prendía al pelo. El cuerpo tenía un peso inmenso y una blanda consistencia que los obligaba a agarrarlo más por la ropa que por los miembros. Finalmente salieron a la luz del exterior. Los clientes que aguardaban se echaron atrás.
—No paréis —gruñó Arnkel—. Arriba, hay que cargarlo en el trineo.
El
gothi
miró de reojo a Kili mientras hacía fuerza, pero no dijo nada.
Se precisó la intervención de todos para levantar el cadáver hasta la altura de las planchas. La manga de la chaqueta de cuero de Thorolf se desgarró por el hombro, en el punto donde lo sostenía el Calvo, dejando al descubierto la roja camisa de abajo, y el esclavo volvió a gemir imaginando la rabia de su amo.
Una vez que tuvieron apoyada la espalda, los tres depositaron despacio los brazos y piernas, como si el hombre estuviera vivo aún. Arnkel, en cambio, cogió la parte de arriba del saco que tapaba la cara y lo soltó sin cuidado. La cabeza del Cojo golpeó la madera. El saco de la cabeza se soltó y su único ojo les asestó una escabrosa mirada. Los clientes retrocedieron empavorecidos al ver el rostro desfigurado.
—¡Por la sangre de Odín —gimió Kili—, me ha mirado!
—Gothi
—musitó Thorgils mientras los clientes seguían observando, invadidos por el terror—. Esto es inapropiado.
Thorolf se levantaría sin duda y buscaría vengarse de ellos por el deshonor con que lo cubría el desprecio demostrado por Arnkel.
—Cállate.
Los hombres miraron con asombro a Thorgils. Ruborizado y lleno de rabia, libró un combate interior entre la indignación y su inherente lealtad, incapaz de decir nada ni hacer nada salvo permanecer allí delante de aquellas personas que presenciaban su vergüenza.
Hasta la sarcástica causticidad de Hafildi quedó sofocada por la escena. Se limitó a rehuir la mirada de Thorgils, presagiando tal vez el destino que lo aguardaba a él mismo un día.
El
gothi
observó airado los escandalizados semblantes de todos, percibiendo el miedo que él inspiraba. Pese al desdén que le merecía, se dio cuenta al instante de que había cometido un error.
—Te pido perdón por estas palabras, Thorgils —dijo por fin, sin ganas, todavía enojado—. La muerte de mi padre me ha puesto nervioso. —Señaló el interior de la sala—. ¿Podrías hacerme el favor de buscar un rollo de
vathmal
para envolver el cadáver para el entierro?
Thorgils se agachó para pasar por el agujero sin pronunciar palabra alguna. Antes de ello, no obstante, se inclinó sobre Thorolf y le cerró la boca y el ojo intacto. Conscientes de que Arnkel debería haberse ocupado de ello, los demás lo miraron con nerviosismo, pensando que se enfadaría por la osadía de Thorgils, pero lo único que hizo el
gothi
fue volver a cubrir la cabeza con el saco y atarlo. Después puso a los hombres a reparar el túnel, disponiendo el tepe en capas, con la hierba hacia abajo, hasta que recuperó la solidez. Mientras trabajaban, Thorgils, Hafildi y el Calvo amortajaron el cadáver. Dado que era imposible levantar el torso, las vueltas de la tela no quedaban bien distribuidas y tensas, pero el
gothi
restó importancia a aquello con impaciente gesto. Cuando estuvo cubierta la cabeza, cortó la tela que sobraba con el cuchillo.
—Hafildi, quédate aquí con el Calvo. Revisa el establo y las casetas para ver qué ganado hay y cuánto pienso. Los animales los llevarás más tarde a Bolstathr. Por la sala no te preocupes, que yo me encargaré luego.
—¿Y qué vas a hacer con Thorolf? —preguntó Hafildi.
El
gothi
se volvió y señaló hacia las colinas. Los clientes guardaron silencio, aliviados de saber que Arnkel pensaba enterrar a su padre y su enfurecido espíritu lejos de sus granjas, pensando a un tiempo que con un poco de esfuerzo más podrían llevarlo más lejos aún, quizás hasta el glaciar. Nadie se atrevió a decir nada. Arnkel era desabrido y peligroso, y no querían atraerse su ira.
El
gothi
Arnkel condujo los bueyes hacia el valle de Thorswater. Solo se llevó a Thorgils y dos caballos para ayudar. Los aguardaba una larga y difícil pendiente. El
gothi
conducía la yunta y Thorgils cabalgaba tras él, lúgubre y silencioso. No cruzaron una sola palabra. El camino bordeaba el arroyo, cada vez más angosto y empinado, cubierto de piedras y aceradas puntas de roca negra, interrumpidas aquí y allá por matas de hierba y retazos de arena y gravilla. Aquel era un escarpado terreno, apto solo para los corderos más resistentes. Se encontraban cerca de la casita de Agalla Astuta cuando Arnkel hizo abandonar de repente a los animales el curso del arroyo para emprender la abrupta subida hacia una hendidura rocosa salpicada de oscuras manchas formadas por diversas cuevas naturales. La mayoría no pasaban de ser superficiales concavidades que apenas ofrecían resguardo frente a la lluvia. A las ovejas les gustaba refugiarse allí. Una de ellas era más espaciosa que las demás, con una altura que permitía entrar de pie y un ancho de unos dos metros con una prolongación en ángulo de unos treinta pasos entre la mellada roca. Se decía que unos eremitas irlandeses se habían refugiado allí al principio, durante el
Landnam
, y que sus huesos habían quedado diseminados en algún lugar de la ladera, aunque sus espectros los había dispersado mucho tiempo atrás el viento.
—Esta será la Cueva de Thorolf —decretó Arnkel, señalando la amplia caverna al tiempo que hacía parar a los jadeantes bueyes—. La taparemos con piedras y así no molestará a nadie.
Intentaron mover a Thorolf. El cuerpo había perdido la rigidez de la muerte reciente y colgaba con flacidez, casi imposible de asir. De rodillas, Arnkel logró hacer pasar las manos bajo el tórax y con un potente impulso, hacerlo rodar hasta el suelo. Por un momento Thorgils pensó que la obscena panza del cadáver explotaría con la caída. Luego lo cogieron cada uno por una punta, pero con el abrupto suelo y estando el cadáver amortajado era muy difícil recorrer los más de cincuenta pasos que se precisaban. Después de intentarlo durante poco más de un metro, desistieron.
—Trae un caballo —dijo Arnkel con respiración trabajosa. Sus palabras resonaron en las paredes de roca—. Y cuerdas.
Una liviana lluvia comenzó a caer desde la estrecha rendija gris del firmamento.
El caballo se puso receloso en aquella angostura y al oler a muerto se resistió a avanzar, pero Thorgils logró dominarlo. Arnkel ató con la cuerda la parte más ancha del cadáver.
El suelo era una lima compuesta de piedras afiladas como cuchillos y de grava, de modo que a medida que arrastraban el cadáver, el sudario de
vathmal
se iba desgastando. Para cuando llegaron a la cueva, en la parte inferior del cuerpo solo quedaban jirones de tela. El jubón, al menos, era resistente e impidió que las rocas arañaran la carne. Thorgils condujo el caballo al interior de la cueva hasta que el animal intuyó el peligro en aquel escarpado suelo y se puso a relinchar, remiso a seguir.
Encontraron una repisa en la pared de la caverna lo bastante honda para albergar un cadáver. Presentaba unas marcas que parecían haber sido trazadas con herramientas metálicas mucho tiempo atrás. Colocándose bajo el cuerpo y aplicando un tremendo esfuerzo con brazos y piernas, lograron empujarlo hacia el saliente y después permanecieron encorvados sobre él, recobrando aliento. Arnkel arrancó los restos de la mortaja, reducidos a andrajos. El Cojo yacía con la muda indignidad de la muerte, con la cara todavía tapada, las manos levemente extendidas a ambos lados, como si preguntara por qué debía correr tal destino.
—Hace frío aquí —comentó Thorgils.
—Siempre hace frío —confirmó el
gothi
—, incluso en verano. —Señaló la boca de la cueva—. Colocaremos una pared de piedras en la entrada. Así impediremos que vague su espíritu.
Con las rocas traídas del barranco levantaron una pared que les llegaba a la cintura. Pese a que para las más grandes usaron el trineo, tardaron horas en acabar de obstruir toda la abertura. Luego encontraron un bosquecillo de alisos y abatieron varios. Plantaron los troncos en lo alto de la pared, asegurados con piedras, a fin de bloquear todo resquicio con su denso ramaje.
El
gothi
no dijo nada cuando terminaron. Dio media vuelta con el trineo e inició el descenso, precediendo de nuevo a Thorgils.
La esposa de Agalla Astuta lo observó pasar con semblante desesperado desde la puerta de su casa, con tres escuálidos niños pegados a la falda. Arnkel posó solo un instante una gélida mirada en ella.
—Va a ser duro para ella, viviendo sola aquí arriba con niños pequeños —comentó Thorgils.
El
gothi
lo miró con desdén, pero sin decir nada.
Mandó a Thorgils de vuelva a Bolstathr con los bueyes y el trineo, seguido de Hafildi, para encargarse de los caballos.
—¿Te vas a quedar aquí solo? —preguntó Hafildi dubitativo—. El estuario de Swan no queda muy lejos de aquí, ya sabes.
El
gothi
dio un golpecito a su espada, sonriendo.
—Me voy a quedar con el Calvo. Tendrá que empezar a acostumbrarse a su nuevo amo.
El esclavo tragó saliva, recordando que antaño él y los otros esclavos ya muertos habían matado a los hombres de Einar al lado de Thorolf. El niño al que había aterrorizado entonces se encontraba en la plenitud de la edad y lo poseía, como si fuera una oveja.