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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (42 page)

—Será mejor que os despojéis de esas ropas —indicó, tendiéndole aquel paquete, que resultó ser una capa similar a la que portaban todos ellos.

La capa, gruesa y cálida, de buen paño y sobre todo seca, le resultó acogedora; una sensación reconfortante recorrió su cuerpo.

—Ellos os sacarán de la ciudad y os conducirán a Verona —dijo Francesco, refiriéndose a aquellos dos hombres que esperaban al margen de su conversación—. Vos iréis en mi caballo. Creo que la vuelta será menos penosa y arriesgada.

—Y tú, ¿qué harás? —preguntó Dante mirándole fijamente a los ojos, esperando tal vez captar en ellos un asomo de emoción.

—Yo no tengo ningún otro sitio donde ir —respondió sin inmutarse—. Cumplo el exilio en mi propia ciudad.

—¿Cómo podré agradecerte todo lo que has hecho por mí? —expresó Dante con sincera gratitud.

—Considerad, simplemente, que cumplo con aquello que se me encomendó —replicó Francesco, restándole importancia—: serviros de escolta y protección. Quizá tuvierais razón y no hago más que seguir el camino que yo mismo he elegido.

Francesco se remitía a aquella conversación, aquel íntimo intercambio de fantasmas y dolor que habían mantenido en esa taberna que hacía poco tiempo no le había querido reabrir sus puertas.

—Y puedes estar seguro —replicó el poeta con solemnidad— de que con tus actos honestos honras la memoria de tu nombre y tu linaje. Tu padre, desde aquel sitio donde haya sido alojado por nuestro Creador, estará muy orgulloso de ti.

Dante observó cómo Francesco se removía inquieto, un movimiento nervioso que interpretó como efecto de la emoción, del latido acelerado de su corazón. Ahora que estaba a punto de partir, el poeta se dio cuenta de que, hasta ese mismo momento, su cabeza apremiaba el deseo de la huida acumulando referencias negativas de Florencia. Iba generando recuerdos que justificaran su desdén y su salida, seguramente para nunca volver a la ciudad que le había visto nacer. Atenazado por la indignación y el pánico no había sido capaz de reparar en que también podía dejar atrás a buenas personas. Gente honrada que, por azar o por verdaderas convicciones, permanecían al otro lado de esa trinchera que se había establecido firme frente a él. Y aquel joven valiente, agresivo pero consecuente con su propia ética, aquel Francesco de Cafferelli que le había recibido con tanta animadversión, le dejaba en el alma un poso imposible de remover. Le nacía prematuramente la nostalgia de alguien destinado a convertirse en un amigo muy querido, a quien debía abandonar justo cuando su espíritu le impulsaba a compartir con él más sentimientos. Dante sintió en su interior una estremecedora ternura y, sin reprimirse o dejarse impresionar por la rocosa dureza de su fachada, le abrazó como si fuera un hijo. Francesco no rechazó aquel abrazo y, aunque fuera tan pasivo como siempre a la hora de mostrar sus sentimientos, Dante intuyó que agradecía ese gesto. Cuando se separaron, creyó observar en su rostro relajación; una tranquila paz de espíritu que dotaba a su figura de una apariencia muy distinta, incluso vulnerable, en contraste con su pose habitual. Titubeaba incluso, como si algo le pugnara por salir al exterior luchando con años de mordazas construidas a base de reticencias. Sin malgastar palabras, introdujo una mano bajo su capa y extrajo un pergamino ya gastado, acomodado en dos dobleces, que tendió hacia el poeta.

—Lo escribí hace muchos años…, al comienzo de mi nueva vida en el destierro —dijo con pudorosa timidez—. Quiero que lo guardéis y lo leáis si algo hace que os acordéis de mí…

Dante lo tomó y lo guardó, sin leerlo ni tratar siquiera de abrirlo, por respeto a sus deseos. Mientras tanto, Francesco hizo un gesto convenido a sus hombres, que se acercaron ligeros. Le ayudaron a montar sobre el caballo y él, con el ánimo encogido, fue incapaz de decir nada más. Al pie de aquel animal, como toda despedida, Francesco pronunció un sencillo:

—¡Suerte, poeta!

Después su rostro se deshizo en un gesto inhabitual; en un gesto que en los días de permanencia en la ciudad nunca antes había estado dispuesto a ofrecerle: una amplia sonrisa, limpia y dulce, que transformó su rostro duro en el de un niño; un muchacho alegre y confiado, ese mismo que debía de haber sido apenas unos días antes de partir de su ciudad hacia un exilio insospechado. Justo entonces, sus dos acompañantes, ya a caballo, arrearon las cabalgaduras y se lanzaron bajo la lluvia en un medio trote no demasiado acelerado. Cuando Dante volvió la cabeza, Francesco de Cafferelli ya no estaba y Florencia misma desaparecía difuminándose en contornos imprecisos entre la lluvia.

Capítulo 59

L
a sonrisa de Francesco acompañó a Dante durante todo el viaje de retorno. Las circunstancias de éste ya no eran las mismas que en aquellos azarosos días de septiembre y octubre, en los que fue obligado a regresar a Florencia. Ya no era un prisionero ignorante de su destino, ni existían las precauciones y limitaciones inherentes. Viajaba a lomos de buenos caballos, se alojaba en posadas y mesones más dignos y gozaba, además, de una libertad que hacía de la travesía algo completamente diferente. Con Michelozzo apenas si intercambió unas pocas frases, ninguna demasiado íntima o trascendente como para rascar algo más allá de la capa más superficial. Pero en su cercanía se sentía seguro. Por lo demás, la mayor parte del viaje lo pasó en un aturdido estado de ausencia, porque se acumulaban las cuestiones sobre las que reflexionar y resultaba complicado asimilar todo aquello que le había sucedido. Había salido de Florencia tan subrepticia y clandestinamente como había entrado aquella última vez, convenciendo a los guardianes de la puerta de la muralla en Santa Croce con la misma llave, la que abría tantas puertas en Italia: el dinero.

Pronto dejaron atrás la ciudad y aunque casi intuía que no la vería más, no quiso volver a contemplarla. Imaginaba, tal vez, que si lo hacía ocurriría igual que con Francesco. Todo se habría esfumado. En el fondo, no eran más que imágenes que tendría que ir arrinconando en la memoria. Después de cabalgadas muchas millas, cuando decidieron dar reposo a sus caballos junto a un arroyo del camino, Dante, a solas, con la espalda acomodada en el tronco de un árbol, cerró los ojos y volvió a acordarse de Francesco. Automáticamente, como ese efecto que sigue a la causa en los científicos, rememoró algunas de sus últimas palabras y tanteó en busca de aquel recado misterioso, ese pergamino doblado que transportaba la letra de su frustrado amigo. Desplegó la nota, amarillenta de años, y se encontró con unas líneas en toscano. Una caligrafía casi infantil e imperfecta, unas letras apretadas con irregulares trazos de una pluma no excesivamente bien manejada. Pedazos de una especie de poema, reconoció Dante, aun cuando los fallos de su técnica y estilo delataban la presencia de un ingenuo aprendiz, un mal poeta llamado por Dios a ocupaciones muy distintas a las líricas. Pero se veía un gesto sincero, reflejado con más dolor y sentimientos, con más coraje y honradez que lo que había vislumbrado en muchos otros verdaderos profesionales, reconocidos vates o aprovechados adláteres del movimiento del
dolce stil novo
. Leyó y releyó aquellas líneas:

**Si no conocéis el dolor en todas sus formas, si nunca habéis visto a un hombre destrozado miradme a mí, que lloro por mi amada y sufro porque no soy ni la mitad de hombre que aquel que bajó a los Infiernos para volver a contemplar el rostro de su dama.

Ese mismo que sacrificó familia y gloria para luchar por recuperar todo lo perdido allá en la patria.

Las que querían aparentar ser las palabras de un hombre destrozado, no dejaban de ser, en realidad, más que la expresión dolorosa de un chiquillo amargado por la pérdida de su primer y gran amor. Era el juego de la autohumillación, el desahogo de la frustración regodeándose en su impotencia. Más allá de eso, era un canto de admiración, de reconocimiento absoluto hacia un hombre que no podía ser más que él mismo, Dante Alighieri. Era una confirmación explícita de que el honrado y desafortunado Gherardo de Cafferelli había sabido imprimir en su vástago sus creencias y sus firmes determinaciones, a pesar de que éste se mostraba tan reacio a reconocerlo. La intención de Francesco, al hacerle conocer sus garabatos escritos tantos años atrás, era la mejor prueba y testimonio de amistad que el joven podía hacer a aquel hombre cada vez más convencido de haber perdido el respeto, el afecto y la comprensión de los hombres de su tiempo.

Conducido por sus guías con distante cortesía, llegó a Verana una mañana de mediados de octubre, sin mayor novedad. A pesar de lo imprevisto de su ausencia, una vez reinstalado en la ciudad del Adige, no explicó a nadie los motivos ni relató lo que había vivido o sufrido en esos días. Y nadie, ni siquiera su protector y amigo Cangrande, que conocía su carácter y esquivo temperamento, indagó más allá de lo mínimamente razonable en busca de esos motivos. Al ver que, a la postre, retornaba sano y salvo, acabaron por pensar en rarezas de erudito empeñado en sus obras. En su profunda introspección y desgana, no fueron capaces de diferenciar nada que antes no hubieran considerado consustancial a su compleja personalidad. Si antes era difícil conseguir unas palabras del meditabundo Dante Alighieri, ahora incluso rehusaba respetar las mínimas reglas de la conversación. Tampoco habría de durar mucho esa situación en los dominios de Cangrande, porque el poeta ya había meditado y decidido dejar atrás también la ciudad prealpina. Quería alejarse de aquella corte exigente y, a veces, un tanto relamida y abigarrada. Deseaba zanjar su estancia en aquel palacio que tanto le recordaba su perpetua condición de exiliado. Y no es que no guardara siempre una intensa gratitud a aquel Scaligeri que le había acogido y provisto a sus hijos de medios para estudiar, pero quería refugiarse en un lugar tranquilo, sosegado, y reposar su conciencia. Anhelaba estar rodeado, por fin, de su familia, de sus hijos Pietro, Jacopo y Antonia, que tomaría los hábitos adoptando el simbólico nombre de sor Beatrice; quería ocupar su propia casa eludiendo su papel de hospedado de lujo. Y eso lo iba a encontrar en Ravena, la ciudad cercana al Adriático donde gobernaba su amigo y hombre de letras como él, Guido Novello da Polenta, rodeado de un selecto grupo de artistas y escritores. Éste le recibió con los brazos abiertos y el entusiasmo de quien comprende lo valioso que resulta tener cerca de sí a un hombre tan destacado en el pensamiento y en la ciencia como aquel poeta vagabundo.

Capítulo 60

N
i en su última morada, la de Ravena, llegó a hablar nunca con nadie de todo aquello. Nunca reflejó siquiera un rastro de sus vivencias en alguna de sus obras posteriores, como si ese periodo no tuviera que contar entre sus experiencias, ni dejar huella más allá de las cicatrices de su alma. Sin embargo, sí que las guardó escritas en la ladera escondida de sus emociones, en esa selva oscura y tenebrosa donde alguna vez se había sentido perdido; allí donde almacenamos lo que apenas nos place recordar, pero, a un tiempo, sabemos que no debemos ni podemos olvidar sin desprendernos de una parte vital de nosotros mismos. Al abrigo tranquilo de Ravena, se afanó en dar un adecuado fin a su
Comedia
, en honrar a su nuevo anfitrión Guido Novello da Polenta con la conclusión del último y más delicado de sus cánticos, el «Paraíso», sin olvidar la difusión de otros trabajos donde su rencor hacia aquellos que habían acabado por dividir su patria con una brecha insalvable —teorizadores podridos al servicio de Aviñón, defensores de ilegítimas pretensiones absolutas sobre lo terrenal— alcanzara una altura intelectual indiscutible y complicada de rebatir para los decretalistas y toda esa corte de paniaguados papales.
[24]

A veces eran las ocupaciones que le encargaba su señor las que ocupaban de lleno su conciencia: estudios o labores diplomáticas, negociaciones con vecinos que aún se dejaban influenciar por la cuota de prestigio intacta de aquel insigne poeta exiliado de su patria, pretendida señal de garantía de honestidad y lealtad. Pero siempre que su mente alcanzaba el reposo o se retiraba a descansar en algún lugar escondido donde nadie pudiera importunarlo, sus pensamientos volaban hacia su ciudad y crecía la sombra de los últimos días allí pasados. En verdad, no volvió a sentir el miedo, ese hálito frío de la muerte pegado a la nuca, que le había perseguido, a menudo, durante su exilio y especialmente durante esos tenebrosos días de estancia en Florencia. No le abandonaron sus visiones, esas pesadillas recurrentes que en otros tiempos le habían hecho aborrecer la quietud de la noche; sin embargo, acabaron por convertirse en algo tan familiar y confuso entre otros muchos recuerdos que su mente los aceptó con la resignación con que el lisiado asume su discapacidad y sus limitaciones. Si aquellas premociones llegarían a verse cumplidas algún día era algo que ya apenas le preocupaba. Consumido, corriendo las últimas etapas de su vida azarosa, no había hogueras a las que pudieran temer ya sus huesos cansados. Y, a fin de cuentas, su memoria podía acoger por igual imágenes de canes rabiosos ataviados con sagradas vestiduras que demonios mudos con las uñas azules, linchamientos y cadáveres desgarrados o cubiertos de mierda. A veces, incluso, llegaba a pensar que todos formaban parte del mismo delirio, que su imaginación se había extraviado en el curso de sus ocupaciones y preocupaciones fabulando conspiraciones y diabólicos planes. Cuando eso ocurría, bastaba con desplegar aquella nota de Francesco que siempre llevaba consigo. Releyendo esas palabras edificaba el recuerdo veraz de todo cuanto había ocurrido en compañía de aquel joven orgulloso. Entonces, todo aquello volvía a ser real. Borrados los perfiles difusos de la fantasía, se hacía nítido y denso como el tacto áspero y gastado de aquel pergamino.

No volvió a saber nada más de aquel Francesco de Cafferelli. De él, para su sorpresa, porque había sido el único e insospechado gesto de alegría que le había permitido conocer, prevalecía el recuerdo fugaz de su última sonrisa. Le deseó, desde aquella distancia forzada, todo lo mejor que su espíritu pudiera recoger. Rezó porque sus dudas y penas no acabaran por encallecer su corazón, embarcándole en un triste camino sin retorno. Sí que supo de aquel vicario astuto y retorcido,
messer
Guido Simón de Battifolle. Según las noticias que se empeñaban en hacerle llegar por su triste condición de florentino en el exilio, había conseguido cumplir sus objetivos casi con más éxito y precisión de lo que él mismo hubiera soñado. En la elección de priores, que tanto se había afanado en manipular, Battifolle consiguió que, de los trece acordados, casi todos fueran de la parte del Rey. Se cambió el Estado de Florencia sin ninguna otra turbación o expulsión de gente. Para el soberano napolitano, la actuación de su vicario no sólo le iba a garantizar los cinco años pactados de señoría, sino una nueva prórroga de cuatro años más en los que proseguir sus fructíferos acuerdos con los principales banqueros florentinos. De creer en las voces que llegaban de la ciudad del Arno, los nuevos gobernantes consiguieron mantenerla durante un largo periodo de tiempo en un estado desusadamente tranquilo y pacífico, contribuyendo a que avanzara y mejorara bastante. En abril de 1317, el rey Roberto había conseguido, además, que la entelequia de la paz entre Florencia, Siena, Pistoia y toda la liga güelfa de la Toscana con las tradicionalmente gibelinas Pisa y Lucca se hiciera realidad. Se alegró por su ciudad, o por la que desde su infancia lo había sido y a la que tanto había amado, aunque le hubiera condenado a no poner nunca más los pies sobre su suelo.

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