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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (41 page)

Asustado, frotándose el costado herido, intuyó que en Florencia se había puesto en marcha una gran cacería. La matanza sangrienta de inocentes y el cruel linchamiento de los culpables habían dejado paso a la represión violenta de la justicia oficial. El conde de Battifolle dejaba bien patente su determinación de tomar la ciudad, someterla y reducirla a su propia disciplina. Cualquiera que rondara por las calles en esas horas difíciles era algo más que un simple sospechoso: un proyecto de rebelde o incluso un alborotador en activo. Y sus soldados, sin freno, se habían encargados del juicio sumarísimo y hasta de la ejecución incontrolada de la sentencia. Aquello no debía de ser muy distinto a los días que siguieron a la entrada de Carlos de Valois en Florencia en noviembre de 1301. Si Dante se había librado de sufrirlo en aquella ocasión, ahora se estaba convirtiendo en un testigo privilegiado. Reconsideró su estrategia. No sólo no iba a ser fácil encontrar en esas calles inseguras a nadie que sirviera a sus propósitos, sino que, tal vez, le iba a ser hasta imposible mantener la integridad de su propia piel. Los contactos que podían ayudarle debían de estar, ahora, a resguardo en sus refugios. Y si difícil resultaba localizarlos, más aún lo sería conseguir acceso a ellos.

Lugares escondidos, locales secretos… «¡La taberna!», pensó en una súbita explosión de esperanza. Aquel tugurio clandestino que había visitado con Francesco albergaba a un buen número de rufianes como para encontrar lo que precisaba. Dante concentró todo su esfuerzo en llegar allí. Era un trecho largo y penoso, en aquellas circunstancias. Se veía capaz de localizarlo, pero no sabía, en realidad, si el camino le iba a ser propicio o si la fortuna se le acababa allí, en esa marca tallada en la pared por una saeta milagrosamente desviada. Siguió caminando tan deprisa como pudo, siempre con el norte marcado en su horizonte, con la angustia y el miedo por continua compañía. Buscaba callejuelas en las que eludir esa enorme ratonera. Vadeaba arroyos cenagosos que atrapaban sus pies. A veces, oía o creía oír voces, confundía el trueno con galopes o redobles de tambor. Se agazapaba si creía distinguir entre la lluvia la insinuación del contorno de una figura o el resplandor lejano de alguna antorcha. Llegó a volver sobre sus pasos en una vía oscura y serpenteante al escuchar en la distancia el ladrido de los perros e imaginarlos parte de una jauría en su busca. Tropezó y resbaló más de una vez, besó el agua volcada sobre Florencia. Un guiñapo empapado, un conejo asustado, así se reconoció a sí mismo en un acceso doloroso de amargura. Pero siguió batallando contra la adversidad y ese derrotismo negro que le crecía en el pecho y acabó reconociendo ante sí el espacio, inquietantemente desierto, de la plaza de Santa Maria Maggiore. Desde ahí, sólo había un paso hasta aquel discreto tramo de la vía Buia en la que se escondía aquel garito tan anhelado. El tiempo mismo parecía burlarse de su esfuerzo. Ahora que se encontraba tan cerca, cesó casi de llover. Se mantuvo apenas una fina capa húmeda que parecía flotar en el ambiente. Buscó con ansiedad, exprimiendo la memoria de los días pasados, y se detuvo nervioso y jadeante frente a una puerta recia, oscura y con mirilla. Era la misma puerta, la misma fachada con las ventanas cerradas, no había duda. Pero, a un tiempo, algo era muy distinto: no se oía ni una sola voz, ni señales del bullicio amortiguado que anteriormente delataban su presencia. A pesar de todo, Dante se decidió a aporrear la puerta. Nadie hizo caso alguno a su llamada. Con ansiedad desmedida, siguió golpeando hasta que la mirilla se descorrió con un brusco chirrido metálico.

—¡Qué demonios quieres! —gritó una voz ronca e iracunda desde el interior; Dante contempló un par de ojos irritados en el ventanuco.

—¡Ábreme! —replicó, imitando la soberbia exigencia de Francesco que tanto había impresionado al posadero—. Necesito entrar.

—¿Qué dices, bastardo? Aquí no tenemos nada para mendigos —escupió el tabernero con desprecio—. ¡Ve a revolcarte en la mierda, pordiosero!

Dante imaginó con desazón su propio aspecto, el vulgar disfraz aún más ajado por su accidentado camino hasta allí.

—¡Ábreme! Ya he estado aquí antes. Sé que regentas una taberna —insistió el poeta desesperadamente—. Te recompensaré.

El tabernero respondió con una risa ahogada y llena de matices asmáticos. Era casi como un irregular conjunto de estertores. Tosió con los bronquios desgarrados antes de volver a gritarle de nuevo, aún con más desprecio.

—¿Recompensarme? ¡Lárgate de aquí, piojoso, si no quieres que salga con una estaca y te muela a palos!

Después, cerró la portezuela dejando bien claro al extraño visitante que no iba a atender de ninguna forma a sus demandas. Aunque así fuera, el poeta estaba convencido de que no había nadie en el interior. Precavido y temeroso de aquellas horas difíciles, el tabernero debía de haber decidido cerrar temporalmente su negocio, negar asilo o diversión a elementos sospechosos que pudieran comprometerle en un registro. Dante se apoyó desmadejado contra el muro. Sus rodillas le pedían desplomarse. Su corazón desbocado parecía dispuesto a estallar allí mismo, acabar con la agonía, remontar con su alma inmortal ese callejón sin salida que cerraba su horizonte. Se sentía burlado, un ridículo bufón pretencioso tiritando de frío, amortajado prematuramente en un sudario de criado. El cielo mismo le dedicó la estruendosa carcajada del trueno y le escupió, inmisericorde, otra andanada de lluvia gruesa y fría. Quiso llorar, bañar su rostro de dolor y expulsar así su amargura, pero las lágrimas, que le brotaban con fatiga, apenas podían mantenerse en su cara, arrastradas en marea por la lluvia que se mezclaba con ellas y las lanzaba contra el suelo. Engullidas por un charco, navegaban calle abajo como una parte más de la riada. Imaginó que acababan tragadas por el Arno con indiferencia, disueltas entre tantas otras lágrimas derramadas. Sólo alzó la cabeza al advertir la presencia de una silueta plantada allí mismo, en la calle. Se aclaró los ojos empañados para distinguir la figura. Ni huir ni defenderse eran ideas que pudieran ya formar parte de sus planes. Derrotado, fatigado en exceso para agarrarse siquiera al consuelo de haberlo intentado, sólo quería ver quién estaba frente a él. Afrontó cara a cara a ese hombre alto, cubierto con una amplia capa de color oscuro y un capuchón calado sobre el rostro. Un hombre que portaba en su mano derecha una daga desenvainada y presta para el ataque.

—En verdad, no es fácil dar con vos —dijo el extraño y su voz sonó como un eco lejano filtrado por la lluvia—. Y menos aún con esa habilidad que mostráis para cambiar de aspecto —añadió burlón.

—Esto también debí de imaginarlo —respondió Dante con desgana—. ¿Quién mejor para esta labor y este final?

Se sintió vencido, resignado a su suerte. Pensó que su sangre, junto con sus lágrimas, navegaría hacia ese enorme y verdoso fin que era el río que partía en dos su patria. Desplomó la mirada hacia sus pies, separándola de Francesco de Cafferelli.

Capítulo 58

F
rancesco se desprendió de su capuchón con la mano izquierda, indiferente a esa lluvia que volvía a caer con fuerza. Observaba a Dante, analizaba con curiosidad su figura cansada y abatida.

—Secuestrador, guardián y finalmente verdugo —siguió hablando el poeta, débilmente, con la amargura de quien siente la traición de alguien a quien ha estado a punto de considerar como un amigo—. El perfecto final inesperado de esta burla que ha tenido al poeta necio, al ingenuo Dante Alighieri, como protagonista.

Francesco, sin expresión definida, dirigió la mirada hacia su brazo derecho. Parecía ser consciente justo ahora de lo amenazadora que resultaba su presencia, con aquella misma daga que ya había probado la sangre del desdichado Birbante atenazada en su mano. Lentamente, enfundó el arma bajo sus ropajes, tras haber hecho el gesto mecánico de secar la hoja en una capa empapada por la lluvia. Después, volvió a fijarse en aquel personaje cabizbajo, repentinamente envejecido. Era muy diferente al soberbio Dante Alighieri, altanero incluso en la desgracia, que había conocido apenas unos días atrás.

—Si en algo tiene razón el conde sobre vos, es en resaltar esa debilidad vuestra por llegar a conclusiones precipitadas —dijo Francesco de repente.

El poeta alzó la cabeza con una mezcla de extrañeza y enfado.

—¿Precipitadas? —dijo haciendo acopio de parte de la soberbia perdida—. ¿Acaso esa daga es un símbolo de amistad?

—Tal vez podríais interpretarlo como uno de defensa —replicó Francesco sin inmutarse—. Siempre la he llevado encima cuando iba con vos y nunca os he hecho daño alguno. ¿Por qué pensáis que quiero hacerlo ahora?

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —preguntó Dante con perplejidad—. Ya no tienes que servirme de escolta ni hay nada que investigar…

—Quizá porque a mí también me intriga vuestra presencia aquí, o que hayáis salido a escondidas del palacio con este tiempo, desafiando el evidente peligro de las calles. Quizá porque creo que estáis huyendo de algo o de alguien.

—¿Y si así fuera? —replicó el poeta, provocador—. ¿Y si fuera mi vida en peligro lo que me ha impulsado a huir? ¿Qué cambiaría eso para ti?

—Si así fuera —contestó con sencillez—, os estaría buscando para ayudaros.

—¿Socorrerme contra tu propio señor? —dijo el poeta con intención y sacudiendo escépticamente la cabeza.

Francesco, sin variar en nada su seriedad, apretó los dientes con fuerza. Apenas eran unos músculos contraídos en el rostro, un leve relieve casi imperceptible bajo la lluvia, pero Dante se dio cuenta de cuánto le afectaba aquello. Parecía confirmar con dolor algo que ya había estado sospechando.

—¿Quieres convencerme de que no sabías nada? —añadió ahora Dante, dulcificando su tono—. ¿Quieres decir que tú también has sido un peón ignorante en esta partida de ajedrez que ha jugado el conde de Battifolle en Florencia? Es difícil de creer, Francesco…

Cafferelli trató de restablecer su gesto. Se le veía atenazado por algo parecido a una ira melancólica, un sentimiento de engaño que Dante ya conocía desde antiguo.

—Ya os dije una vez que no soy el confesor del conde —replicó seco Francesco—. Y también en esto sabía tanto del asunto como vos…, o quizá menos.

—Es igual, Francesco —insistió el poeta, anclado en su abatimiento—, ¿qué puede cambiar?
Messer
Guido de Battifolle es un hombre que sabe atenuar conciencias a base de lealtades.

—Mi lealtad no incluye la traición o la injusticia —remarcó con rabia.

Dante se quedó perplejo, casi boquiabierto. Estaba paralizado bajo la lluvia, con un rictus de sorpresa marcado en el rostro. No era capaz de articular una palabra. Era todo tan confuso, tan absurdamente variable e inestable. La irracionalidad misma que se había asentado en Florencia había impregnado hasta la médula a sus propios habitantes. Resultaban esquizofrénicos personajes que se movían siempre al borde de lo imprevisible; ciudadanos honrados y pacíficos que enloquecían hasta convertirse en bestias sanguinarias por unas horas; piadosos penitentes que, en realidad, se dedicaban a llevar a cabo los más cruentos asesinatos. O un vicario que, para pacificar una ciudad en discordia, se había implicado en una trama que masacraba inocentes en el nombre del bien común. Nada era lo que parecía o quería parecer en aquella ciudad enloquecida. Nadie creía estar actuando de forma diferente a la que debía. Un absurdo en el que ahora participaba el propio pupilo del conde de Battifolle, que se posicionaba abiertamente contra su señor y se mostraba dispuesto a implicarse en su ayuda. Era un socorro espontáneo, tan caído de las alturas como esa lluvia persistente que le calaba hasta los huesos. Y tan oportuno que llegaba justo cuando el poeta había soltado con desidia las riendas de su destino. Algo tan inesperado que Dante pensó, con ilusiones renacidas, que no podía tener otro origen que no fuera la energía de la incipiente amistad. Francesco se sacudió el agua del rostro, pasó la mano por su pelo empapado y miró hacia el cielo, como si antes no hubiera sido consciente de lo que éste estaba descargando sobre él.

—Os podéis seguir mojando aquí o aceptar esa ayuda —dijo de repente, rompiendo la situación enquistada.

—¿Incluso para salir de Florencia? —preguntó Dante.

—Si eso es lo que deseáis… —se limitó a responder Francesco.

Sin esperar más respuesta, el joven emplazó al poeta a seguirle, lo que insufló nuevas fuerzas en sus músculos entumecidos. Despreciando las intensas punzadas que le atravesaban las articulaciones cansadas, trató de seguirle en su camino. En realidad, no hubo mucho que recorrer, apenas un par de callejuelas hacia el norte. Bajo unos soportales, en una logia pequeña pero suficiente para amparar de las inclemencias a un grupo pequeño, vislumbró la silueta de dos hombres a pie, al cuidado de tres caballos. Cuando llegaron, los hombres, corpulentos y embozados en capotes similares al de Francesco, se retiraron al extremo más alejado con las monturas y dejaron un espacio de intimidad para los recién llegados. A pesar de ir tan cubierto, el poeta reconoció con sorpresa a uno de ellos. Se trataba de Michelozzo, aquel enorme bruto, con innegables rasgos de humanidad, que había formado parte del grupo que le trasladara a Florencia. Dante sintió una extraña alegría, como si acabara de encontrarse con un viejo conocido. Tuvo la impresión de que aquel hombre le dedicaba una sonrisa fugaz, uno de esos gestos bovinos tan propios, a modo de saludo y de señal de simpatía. Así pues, el simple Michelozzo no se había dejado llevar por el rencor, a pesar de que Francesco había segado la vida de su amigo y paisano. Comprendía, pues, la naturaleza de las decisiones que, a veces, un hombre tiene que tomar: luchar para vencer o morir dignamente en un juego en el que siempre se respeta al ganador. Sintió algo de vergüenza porque él mismo no había sido siempre capaz de comprender a aquel Francisco de Cafferelli que, pese a todo, ponía su seguridad y fidelidad por debajo de su honor para salvarle a él y a su pellejo.

—Esperadme aquí —dijo Francesco apenas habían entrado ambos en la protección de la techumbre.

Se dirigió hacia sus hombres y Dante fue testigo de una corta conversación entre ellos. Casi un monólogo, inaudible para él, en el que Francesco llevaba la voz cantante. Sin duda, pensó, repartía instrucciones o consignas a los otros. Luego rebuscó entre las bolsas de una de las sillas de montar, para acabar rescatando un bulto oscuro de tela con el que se encaminó de nuevo hacia el poeta.

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