—Tom Knight —dijo con una sonrisa resplandeciente—. ¡Vaya, vaya! ¿A qué debo esta visita? Rara vez vienen aquí celebridades, excepto algún que otro académico, pero usted y yo sabemos que esos no cuentan.
—Solo quería atar unos cuantos cabos sueltos —dijo Thomas, sonriente y alerta.
—¿Para quién?
—Fundamentalmente para mí.
—¿De veras? —dijo. Se movió en su asiento como si no estuviera segura de la actitud que debía adoptar—. ¿Acaso no es usted el sabueso? Sentí mucho lo de Randall Dagenhart. Muy triste. Y ese joven. Bradley, ¿no?
Lo dijo como si le hubiera costado acordarse del nombre y Thomas apretó los nudillos con fuerza en el reposabrazos.
—Taylor Bradley —dijo Thomas—. Vamos, Julia. Lo conocía tan bien como los demás.
Tragó saliva y se revolvió en la silla.
—Tiene razón, por supuesto —dijo—. Es gracioso, ¿verdad? Algunas personas querían que se creyera que lo conocían mejor de lo que en realidad lo conocían mientras que otras, como yo, querían mantenerse alejadas de él.
—Sí, es gracioso —dijo Thomas.
—Así funciona la naturaleza humana, supongo —dijo ella.
—¿Sí?
—¿Qué?
—No pensaba que usted creyera en la naturaleza humana —dijo Thomas—. Pensaba que todo era temporal y culturalmente específico. Pensaba que la «naturaleza humana» era uno de esos comodines que los blancos usaban para afirmar que sus valores eran universales.
Ella lo miró con perspicacia.
—¿Quiere llegar a alguna parte? —dijo ella.
—Para nada —dijo Thomas con una sonrisa—. ¿Qué le hace pensar eso, mi paloma?
Ella se lo quedó mirando.
—¿Qué?
—«Mi paloma» —repitió Thomas, con una escueta sonrisa, más cauteloso—. Es lo que Bradley le dijo en Stratford. Me sorprendió en su momento porque implicaba una amistad mayor, más intimidad que la que su relación merecía, considerando que él era un mero profesor adjunto en una facultad desconocida y usted una importante académica. Pero también estaba el hecho de que él conocía el cóctel que usted tomaba, aunque estoy seguro casi al cien por cien de que ese cóctel es una creación exclusiva del bar del hotel Drake. Así que ustedes dos pasaron más tiempo juntos del que daban a entender. Aun así… ¿mi paloma?
—Estaba bromeando —dijo ella—. Y también había bebido demasiado.
—Sí, eso pensé yo también —dijo Thomas.
—¿Adónde quiere llegar? —preguntó mientras volvía a moverse en su asiento.
—La cuestión —dijo Thomas, haciendo caso omiso de su impaciencia—, es que no fue tanto la frase como su reacción lo que me sorprendió. Usted parecía, no sé, molesta, pero también algo más. Alarmada.
—¿Y por qué demonios iba a alarmarme? —dijo ella. Su rostro se tornaba lívido por momentos.
—Eso es lo que me he estado preguntando —dijo Thomas—. Pero luego recordé de qué me sonaba esa frase. «No quieras conocerla, mi paloma, hasta aplaudirla.»
Se produjo un largo silencio. Thomas contó los segundos. Tres. Cuatro. Cinco.
—¿Y bien?
—Eso es lo que Macbeth le dice a lady Macbeth después de haber enviado a unos asesinos tras Banquo y su hijo.
Julia lo miró fijamente. Pasaron otros tres segundos y entonces, con voz alta y clara, dijo:
—Creo que es hora de que se vaya, ¿no cree?
—Puede ser —dijo Thomas—. Solo quería saludarla.
—Sin duda ya le habrá contado toda esa basura disparatada a la policía.
—Sin duda —dijo Thomas.
—Y ellos han considerado que no tenía ningún valor, así que decidió venir por sí mismo.
—Lo cierto es que les resultó de lo más interesante, pero probablemente imposible de demostrar. Así que, eliminando pruebas forenses, puntos débiles de su coartada o los registros bancarios y telefónicos, probablemente quedará libre de toda sospecha.
—Naturalmente —dijo, sonriendo cual serpiente.
—Naturalmente —dijo Thomas—. Pero siento curiosidad. ¿Cómo habría compartido la obra? Su descubrimiento solo habría podido relanzar una carrera, y dudo mucho que hubiese sido la de Taylor. No era idiota, y aunque estoy seguro de que usted lo encandiló, tenía que saberlo.
Ella sonrió con suficiencia.
—Taylor no era una persona a la que le gustara llevar la voz cantante. Hablé con él y le convencí de que, bueno, la compartiera conmigo. Era uno de esos jóvenes necesitados y maleables. Aun a riesgo de sonar como Eliot, digamos que no era tanto Hamlet como un miembro de su séquito.
—Qué conveniente.
—No he matado a nadie, señor Knight —dijo Julia—. Puede que haya compartido intereses profesionales con un hombre que ha resultado una persona inestable hasta el punto de rayar en la sociopatía, puede que haya incumplido algunas reglas al seguirlo a usted hasta Francia, y puede que haya cometido el pecado aislado de omisión al no hacer partícipe de mis temores a la policía, pero eso es todo. Estas acciones no me pesan en la conciencia. Y no, no camino en sueños.
—Por supuesto que no —dijo Thomas.
—Así que dejémoslo estar —dijo ella.
—Podría —dijo Thomas—, pero no dejo de pensar en el primer asesinato. Puedo creer que Bradley acorraló y mató a Gresham en las bodegas, y estoy seguro de que fue él quien mató a David Escolme y quien intentó matarme en mi casa, pero el primer asesinato, el de Daniella Blackstone, fue diferente. Los otros dos fueron metódicos, implacables, pero Blackstone fue asesinada por un impulso, golpeada en la cabeza con un ladrillo. Daniella habló de contratos cinematográficos con Gresham y de derechos de edición con Escolme, pero no entiendo por qué en su búsqueda de un shakesperiano para demostrar la autenticidad de la obra iba a haber acudido a, como usted lo ha llamado, un miembro del séquito. A Escolme le pudo parecer un verdadero shakesperiano porque lo miraba con los ojos de un estudiante pero Daniella, con solo echar un vistazo a su currículum, habría sabido que no le sería de ayuda.
—Debió de hablar con Dagenhart.
—Dagenhart sabía de la existencia de la obra desde hacía veinticinco años y la habría destruido antes de que Daniella, u otra persona, la hubiera sacado a la luz. Había hecho un juramento.
—Sin duda —dijo con una mueca—. Dagenhart fue un estúpido sentimental que siempre encontraba el modo de dignificar sus necesidades más básicas.
—Considero que leía a través del prisma de su propia experiencia —dijo Thomas—. Como hacemos todos.
—Entonces sí que era un estúpido de verdad —dijo ella—. Solo era un libro. Que lo escondiera y destruyera por lo que significaba para él es absurdo y egocéntrico, muy típico de su persona.
—Usted lo habría compartido con el mundo, claro —dijo Thomas.
—Habría hecho lo que la gente hace con Shakespeare en los tiempos que corren: usarlo para hablar de las cosas que les interesan. Bienvenido al mundo académico.
—Creo que Taylor mandó a Daniella a que hablara con usted —dijo Thomas—. Alguien con una reputación que ella respetaría.
Julia se echó a reír, una risa musical, parte deleite, parte desdén.
—Ya le he dicho que no he matado a nadie, así que si está esperando sacarme alguna confesión, puede ir olvidándose.
—Lo siento —dijo Thomas—. Enhorabuena por su nuevo artículo, por cierto.
—¿Qué artículo?
—Sobre la ropa de los sirvientes.
—Oh, el libro de Cambridge —dijo, alegre—. ¿Cómo lo sabe? Ni siquiera he firmado un contrato aún.
—Las noticias vuelan —dijo Thomas—. Eso era en lo que estaba trabajando Chad, ¿no? En la ropa de los sirvientes. Libreas.
Julia entrecerró los ojos.
—Me ayudó en la investigación. ¿Por qué? ¿Qué es lo que le ha dicho?
—Me dijo que todo el trabajo era de usted y que había hecho lo correcto al decirle que omitiera parte de su ponencia de Chicago.
—Bueno, no era su trabajo —dijo. Le mantuvo la mirada, pero esa vez pareció costarle, como si estuvieran participando en un concurso infantil de miradas.
—Sin duda —dijo Thomas—. Pero entonces…
—¿Qué?
Thomas metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó dos cartas de papel de calidad.
—Hoy me han llegado dos respuestas negativas —dijo—. Una del Shakespeare Survey y la otra de Quaterly.
Aquella noticia pareció cogerla desprevenida.
—¿Sigue escribiendo artículos para publicaciones?
—Bueno, esa es la cuestión —dijo.
—No le sigo.
—No entendí por qué Chad había tenido que ir a comprarle una memoria USB —dijo Thomas, dejando las cartas un instante en su regazo.
—Lo siento —dijo con una confusión lo suficientemente genuina—. ¿De qué está hablando?
—En Stratford le mandó a comprar una memoria USB, justo después de que impidiera que respondiera las preguntas sobre la ropa y librea de los sirvientes. Él, como leal lacayo que es, hizo lo que le dijo, pero yo lo vi, y no pude evitar preguntarme el porqué. El único ordenador que vi allí en todo ese tiempo fue el de Randall Dagenhart.
—¿Y?
—Solía dejarlo desatendido. Eso dijo la señora Covington. No sabía qué pensar de él, si era una persona admirablemente confiada o si no vivía en su tiempo.
—¿Y bien?
—Probablemente fuese ambas cosas, creo —dijo Thomas—. La cuestión es que después de que muriera hice que la policía se incautara del ordenador. Tenía la esperanza de que hubiera alguna información que pudiera ayudarles a completar la imagen de lo que había ocurrido, a unir los puntos, digamos, pero no fue así. Lo que había, sin embargo, era su trabajo más reciente.
—¿Y…?
Estaba tensa y su voz sonaba muy baja en esos momentos.
—Logré convencerlos para que me dejaran llevar a cabo una pequeña prueba. Encontré un artículo que estaba escribiendo acerca de Trabajos de amor perdidos. Le quité el nombre y puse el mío. A continuación lo envié a las principales publicaciones sobre estudios literarios renacentistas. Esta mañana me han enviado las negativas que ya le he mencionado.
—Lamento oír que no les gustara —dijo con ojos y voz ausentes.
—No es que no les gustara —dijo Thomas—, sino que habían recibido recientemente el mismo artículo de otra persona.
Respiró como si llevara tiempo conteniendo la respiración, y a continuación se recostó sobre su silla y la tensión abandonó su cuerpo. Apartó la vista, y cuando sus ojos volvieron a mirarlo, estaba sonriendo.
—Sabía que usted iba a ser un problema —dijo—. Y las cosas empeoraron cuando empezó a sentirse culpable porque yo lo atrajera.
Thomas sonrió al oír aquello.
—La policía no la procesará por plagio, Julia —dijo Thomas mientras se ponía de pie—, y casi con total seguridad no la procesarán por conspiración o asesinato, pero me temo que su carrera como académica está terminada.
—Lo veremos —dijo Julia. Podía haber sonado desafiante, amenazante, pero parecía más bien insegura.
Thomas se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y se dio la vuelta para mirarla.
—Tengo que preguntárselo —dijo—. ¿Por qué lo hizo? Es una crítica reputada y respetada, y sé que no se ha pasado su vida profesional plagiando a otros. ¿Por qué ahora?
Durante unos instantes se limitó a mirarlo, como si estuviera decidiendo si seguir mostrándose desafiante o no. Entonces se encogió de hombros.
—La academia no está interesada en lo que has publicado hace cinco años, Thomas. Cuando estás arriba, todo depende del trabajo que estés haciendo en ese momento, y puede mofarse todo lo que quiera, pero las mujeres no logran sus coronas de laurel con la misma facilidad que los hombres. Un año o dos de silencio profesional y estás muerto. Antes me resultaba sencillo. Me levantaba con un artículo prácticamente escrito en mi cabeza, o con la idea para un libro. Pero las ideas y métodos que estudié ya están anticuados y estar al tanto de las novedades, de lo que se cuece en los estudios shakesperianos en la actualidad, resulta cada vez más dificultoso. Chad es moderadamente inteligente, pero ya está haciendo el trabajo que yo debería estar haciendo. Angela me sobrepasó antes de terminar la carrera. Sé más, y tengo más… más desenvoltura, más profesionalidad, pero mentalmente hablando… puede que no lo parezca, pero me estoy haciendo mayor.
—Todos —dijo Thomas—. «Este voraz devorador, el Tiempo.»
—Un sentimiento verdaderamente humanista —dijo Julia con una sonrisa—. Ahora, si me disculpa, tengo una carta de dimisión que redactar.
Dos meses después
La abadía de Westminster era más oscura de lo que recordaba, más fría, pero el otoño ya había llegado a Londres y el sol se ponía más pronto. Los vigilantes, con chaqueta verde, estaban advirtiendo a los turistas de que la iglesia cerraría en breve para todos aquellos que no fueran a acudir al oficio de vísperas.
Kumi caminaba al lado de Thomas, cogidos de la mano, deteniéndose para hacer algún comentario de un monumento o una tumba, pero por lo general en silencio, absorbiendo el lugar. Se entretuvieron un tiempo ante la corona de amapolas de la tumba al soldado desconocido y Thomas pensó en Ben Williams.
El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien queda frecuentemente enterrado con sus huesos;
Se dirigieron a la capilla dedicada a la virgen María, donde yacían Isabel, María y Jacobo, pasaron junto al trono de Eduardo I, las tumbas de Enrique V y Ricardo II y accedieron al Poets’ Corner. Ron Hazlehurst estaba esperándolos bajo la inscripción a Charles de Saint Denis, lord de Saint Evremond.
Les sonrió a ambos y se estrecharon las manos. Hablaron un rato acerca de sus planes más inmediatos, cuánto tiempo iban a estar en Londres, y la intención de Thomas de llevar a Kumi a ver el Caballo Blanco.
—Me parece una cantidad ridícula de cosas que hacer en cuatro días —dijo Kumi—. Pero es muy insistente. Tiene que enseñarme todo.
Thomas no dijo nada, se limitó a sonreír y a encogerse de hombros, pero en lo más profundo de su ser sabía que tenía que compartirlo con ella o de lo contrario todo aquello sería menos real.
—¿Y cómo se encuentra? —le preguntó el sacristán a Kumi sin preámbulos. Su voz sonó seria, grave incluso—. Si es una pregunta demasiado personal, no la responda, pero siento como si la conociera ya de hace algún tiempo y me importa.
Kumi pareció sorprendida, pero no ofendida. Thomas apartó la mirada rápidamente.
—La operación fue bien —dijo—. Y acabo de terminar el ciclo de radioterapia. Con suerte podremos arreglárnoslas sin quimio. Luego… habrá que esperar. Muchas más pruebas y demás, pero por ahora, estamos bien. Cansados, pero bien.