—Exacto —dijo Dagenhart y su mirada a Church fue más larga esa vez.
Thomas siguió contemplándolo, buscando palabras que no lograba encontrar, y entonces vio que Dagenhart estaba llorando, en silencio, con su cuerpo quieto, pero era innegable que las lágrimas corrían por sus mejillas. Thomas, inmóvil desde que había accedido al túmulo, se sentó en el borde de una estrecha y larga piedra. En ningún momento dejó de mirar a Dagenhart, y una vez se hubo sentado, comenzó a hablar:
—Usted provocó el incendio del instituto en 1982. No quería matar a nadie. Solo quería que se asustaran y dejaran las copias de la obra atrás. Había tenido una aventura con Daniella Blackstone y esta le había hablado de lo que las chicas estaban haciendo. Probablemente ella no le hubiera dado demasiada importancia, puede que ni siquiera supiera qué había encontrado Alice entre las cosas de su bisabuelo, pero tan pronto como usted la vio lo supo, ¿verdad? Quizá le enseñó una parte…
—Alice me la enseñó —dijo, y su voz sonó vacía como un barril rodando por una bodega—. Se la pedí y me dio una de las copias. Y entonces pensé que si podía esconderla, decir que la había perdido, y deshacerme de las otras copias, podría sacar algo de ella. Para mí. La habían copiado a mano, ¿lo sabía? Esas chicas de dieciséis años habían transcrito cada una de esas palabras, capaces por sí solas de generar un artículo, oraciones capaces de generar un libro, páginas capaces de labrar una trayectoria profesional…
Su voz estaba llena de respeto reverencial al recordarlo, y hubo un momento casi placentero en aquel recuerdo. Pero este no duró.
—Estaban ensayando en el salón de actos —dijo—. Dejaban todas sus cosas, incluidos los textos, en una taquilla cada noche. Pensé que se habían marchado. Eso habría sido lo normal, pero ese día decidieron quedarse hasta más tarde y estaban en los camerinos… Supuse que si podía destruir las demás copias y quedarme con el original, ya estaría todo hecho… Desde la ventana podía ver la taquilla. No había nadie, así que tiré la botella con la gasolina y el trapo, pero…
Paró de hablar, no porque estuviera abrumado. A pesar de las lágrimas, había una falta de vida en su expresión que se asemejaba a la de Church.
—¿Cuándo descubrieron que había sido usted? —preguntó Thomas—. Me refiero a las madres.
—Casi inmediatamente —dijo—. Yo se lo dije.
—¿Y no fueron a la policía?
—No lo hicieron —dijo Dagenhart y su voz sonó totalmente miserable, como si nada deseara más que haber sido llevado ante la justicia—. Vieron lo que la obra había hecho conmigo y una parte de Daniella todavía sentía algo por mí. Llegamos a un acuerdo. Ellas enterrarían la obra y yo me marcharía, con mi odioso trabajo y mi odiosa mujer y su odioso cáncer.
—¿Cáncer? —dijo Thomas, sobresaltado por la palabra.
Dagenhart parpadeó y lo miró como si estuviera confuso.
—Sí. ¿Y? —dijo.
—Sabía que había estado enferma durante bastante tiempo, pero…
—Está muerta —respondió sin más—. Por fin. El acto final, por fin.
Durante unos instantes Thomas permaneció en silencio, confuso, y los tres permanecieron sentados allí, inmóviles, cual piedras, hasta que retomó el tema.
—Pero ¿por qué quieren destruir la obra?
—Porque —dijo Elsbeth Church, hablando por primera vez con un tono similar a como si hubiese dicho aquellas palabras miles de veces—, si sobrevive, la gente sacará provecho de ello: provecho de la muerte de mi Pippa. Mi hija fue arrojada al fuego. No consentiré que nadie gane ni un penique con su muerte.
—¡Pero su hija adoraba la obra! —dijo Thomas—. ¡Quería enseñársela al mundo!
—Tenía dieciséis años —dijo Dagenhart—. No tenía edad suficiente para ver la obra por lo que realmente era.
—¿Y qué era?
—Una mentira —dijo Dagenhart.
Thomas se lo quedó mirando.
—¿Una mentira? —dijo.
Helo aquí, pensó. El secreto que quieren ocultar.
Esperó durante lo que se le antojó un minuto y luego volvió a preguntar:
—¿Qué mentira?
—Felicidad. Comedia. Amor, la mayor mentira de todas —dijo Dagenhart—. Trabajos de amor perdidos es vida. Muerte, miseria, trabajo, decepción, infructuosidad, vacío. La vieja historia de siempre contada por un idiota, llena de furia, sin ningún valor. —Paró de hablar y miró el libro—. Pero cuando el amor triunfa, cuando sus trabajos se ganan, y cuando las parejas marchan con la bendición del matrimonio, plenas de salud y felicidad, entonces, señor Knight, entonces nos hallamos ante una ficción, una ficción que solo puede generar decepción. El mundo tiene ya suficiente Shakespeare. No necesita más mentiras acerca del poder del amor.
Thomas no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Eso es todo? —exclamó—. ¿Esto era? ¿Ese es el gran secreto que quiere mantener oculto porque no comulga con él? ¿Que Trabajos de amor ganados tiene un final feliz?
—No es que la obra acabe con un final feliz —dijo Dagenhart—. Es la vida la que acaba con un final feliz. El amor lo arregla todo.
—¡Eso es una sandez! —dijo Thomas. En esos momentos estaba hablando a gritos, mucho más enfadado de lo que se podía haber imaginado instantes antes—. Es una historia de amor con un final feliz, ¿y usted la quiere destruir porque su historia no lo fue? La literatura no está ahí para confirmar lo que ya creemos. Está para plantearnos desafíos, abrirnos nuevas posibilidades…
—No me sermonee, Thomas —dijo Dagenhart—. Y no sugiera que mi punto de vista es cínico. El amor se enfría, las amistades se pierden. Todo el mundo lo sabe. Fingimos que no es así porque los escritores y los directores de películas y los malditos fabricantes de tarjetas de felicitaciones nos han dicho que hay algo mejor ahí fuera: el señor o la señora Bien, nuestra alma gemela que se llevará nuestra apestosa e insignificante vida y la convertirá en algo mejor. Salvo que no es así. Acabarán aburriéndose el uno del otro, se enfadarán. Quizá lleguen a pegarse o, más probablemente, se dejarán de hablar: dos personas que coexisten sin más, borrones en la conciencia de ambos. Quizá ella pierda su trabajo, y tú no puedas vender tu casa, o uno de los dos se vea afectado por una terrible y devastadora enfermedad. La vida siempre interviene de un modo u otro, y el amor no puede hacer nada salvo empeorar las cosas.
»¿Se ha dado cuenta, Thomas, de que Shakespeare solo está interesado en el amor antes de que la pareja se case? —prosiguió—. Ahí es donde termina la comedia y empieza la tragedia. Romeo y Julieta están bien hasta que se unen. Piense en las comedias. Mucho ruido y pocas nueces, Como gustéis, Noche de reyes. Una vez llegan al altar, la historia tiene que parar, porque Shakespeare sabía lo que sus comedias fingían no saber: que el amor es insostenible, que todo son frenéticas esperanzas y expectativas imposibles, que arrastra tras de sí miseria y desesperación e inutilidad como una pesada cadena, cada uno de sus eslabones un poema, una película, una obra de teatro…
—¿Y piensa que destruir la obra va a cambiar eso? —dijo Thomas.
—No —dijo Dagenhart—. Pero me niego a añadir un eslabón más a la cadena.
Cogió la lata oxidada de gasolina. Mientras buscaba un mechero en los bolsillos, Elsbeth Church desenvolvió la obra.
La colocó sobre una de las piedras cual druida o sacerdote preparando un sacrificio. Se apartó, con los ojos cerrados.
Thomas se puso en pie. El libro era pequeño, marrón y sin ninguna característica distintiva.
—¡Dejadme leerlo! —dijo movido por un impulso.
Dagenhart lo miró y a continuación dio un paso hacia la piedra donde yacía la obra.
—Es usted un adicto, señor Knight, ¿lo sabía? —dijo—. Sáquelo de su vida y vea el mundo tal como es.
Desenrolló el tapón de la lata y, cual sacerdote vertiendo agua sagrada, empapó el libro de gasolina. El aire se llenó con el olor de esta.
—Ahora, señor Knight —dijo Dagenhart—, échese a un lado.
Thomas lo meditó durante un segundo y estaba comenzando a avanzar cuando algo pesado y puntiagudo lo golpeó en la parte posterior de la cabeza. Se llevó la mano a la nunca y vio a Elsbeth Church con los ojos fuera de sus órbitas y la piqueta sujeta con ambas manos.
Pero mientras Thomas la miraba percibió movimientos entre las piedras. Alguien estaba allí. Alguien cuya cabeza, en la oscuridad, parecía deforme, más grande de lo normal.
Había espacio entre los árboles y la luz de la luna reveló su silueta al cruzar por entre las piedras, de lo contrario jamás lo habría visto. Se movía en silencio, con soltura, y Thomas lo reconoció al instante: era el hombre que lo había disparado en el hombro, aquel que ocultaba el rostro tras unas gafas de visión nocturna. Por un instante, antes de la subida de adrenalina, de que el temor a cómo iba a terminar aquello se apoderara de su mente, antes de todo el pánico y el terror, sintió una momentánea punzada de tristeza y se preguntó si Dagenhart no tendría razón después de todo.
Y de los cuatro que estamos aquí en este momento, en la oscuridad, ¿cuántos verán el amanecer? ¿La mitad? Menos, probablemente.
Church y Dagenhart no sabían que el hombre enmascarado estaba ahí, y Thomas no dijo nada. Era como si estuviera esperando a que sucediera algo decisivo antes de pasar a la acción, algo que lo justificase si tenía que emplear la fuerza bruta.
Entonces se oyó un chasquido y el círculo pétreo se iluminó de repente con la llama del mechero de Dagenhart. Para cuando Thomas comenzó a moverse y a gritar, ya era demasiado tarde. Provino de un extremo del círculo y al resplandor le siguió un estallido, como si un rayo hubiera alcanzado a un árbol. Fue sonoro, plano, breve, y terminó antes de poder hacer nada, así que Thomas aún se estremecía por el sonido del disparo cuando se percató de que Dagenhart había caído. La luz de la llama se apagó antes de que Dagenhart cayera al suelo. Mientras Elsbeth Church se volvía hacia las piedras, hacia el lugar desde donde habían disparado, Thomas se giró y fue junto a Dagenhart. Estaba oscuro, demasiado oscuro para ver gran cosa con los árboles tapando la luna, y tampoco había allí el característico resplandor del cielo urbano que Thomas tan acostumbrado estaba a contemplar en las noches más negras de Evanston. Así que fue con sus manos y oídos como descubrió que habían disparado a Dagenhart en el pecho y que estaba medio muerto.
—La próxima persona que intente acercarse a la obra acabará igual que Dagenhart —dijo el hombre del arma—. Y, señorita Church, suelte la piqueta.
Thomas oyó como la soltaba.
La voz del hombre de la pistola no parecía alterada y sonaba tan irreconociblemente serena que Thomas se preguntó si no estaría equivocado, pero sabía que pensaba eso porque quería que fuera verdad, porque deseaba no estar en lo cierto.
—Baja el arma, Taylor —dijo Thomas. Durante unos segundos se hizo el silencio.
—¿Me esperabas? —dijo Taylor Bradley.
—Sí.
—¿Y eso a qué se debe?
—A David Escolme —dijo Thomas. Estaba intentando ganar tiempo—. Me dijo que le había dado algunos nombres a Daniella Blackstone. Gente que pudiera ayudarle a autentificar la obra de manera discreta. Yo era uno de ellos porque había sido su profesor en el instituto. Dagenhart era otro, pero era la última persona a la que Daniella quería involucrar en sus planes para la obra. No se me ocurría a quién más podía conocer David, pero entonces recordé que había estado en una de las presentaciones orales de Dagenhart, una de esas clases a las que siempre acuden los profesores adjuntos y los estudiantes de doctorado…
—Vale, muy bien —dijo Taylor—. Sí, yo fui el adjunto de Escolme y acudió a mí porque Daniella le había dicho que no hablara con Dagenhart.
—Vamos, Taylor —dijo Thomas—. Baja el arma. Más muertes solo empeorarán las cosas.
—¿De veras? —dijo Taylor Bradley—. ¿Qué era lo que decía Macbeth? «Estoy tan adentro en un río de sangre que, si ahora me estanco, no será más fácil volver que cruzarlo.» Acumulo ya una lista considerable, Thomas, y no me han atrapado. Te perdoné la vida en Evanston por los viejos tiempos. Pero has puesto las cosas difíciles. No tengo nada que ganar perdonándote la vida esta vez, y sí mucho que perder.
—¿Sabes cómo supe que eras tú? —dijo Thomas—. En ningún momento me preguntaste por qué estaba aquí. Te conté lo de Kumi, ¿recuerdas? Estábamos en el Dirty Duck y te lo conté… todo, y tú la conocías. Nos conocías como pareja aún. Pero en ningún momento dijiste: «Eh, Tom, ¿por qué no vas con ella?». Me resultó muy raro incluso entonces. Quizá no quiera meterse donde no lo llaman, elucubré. Pero incluso así, ¿como es que no me anima a ir a Japón o a trasladarla a Estados Unidos? Pero tú me querías aquí. En Chicago estuviste dispuesto a matarme porque pensabas que ya tenía la obra, pero una vez fuiste consciente de que seguía escondida, querías que anduviera merodeando para ver si daba con ella. Entonces me matarías, pero no antes. Por eso no me sugeriste que debería ir con mi mujer mientras la abrían en canal para extirparle un cáncer.
Había empezado a hablar para tenerlo ocupado, una artimaña prestada de muchas de las novelas de suspense que había leído, pero al comenzar a hablar algo había ocurrido. Las palabras que confirmaban sus sospechas y que había estado portando en su mente se asentaron en sus huesos y desataron su ira.
Bradley no pareció percatarse. Se dirigió hasta el centro del túmulo y cogió la obra, sacudiéndola para quitarle parte de la gasolina.
—¿Por qué deseas tanto tenerla? —dijo Thomas.
—Oh, vamos, Thomas —dijo Bradley—. No te pongas en plan Agatha Christie. Sabes por qué la quiero. Soy un profesor adjunto muy mal pagado en una diminuta facultad con estudiantes que apenas saben leer, mi carga docente es de cuatro clases por semestre y mi contrato es revisado cada tres años, y si no consigo «un importante logro académico» en los dos años que restan, no lograré la interinidad. ¿Puedes creerlo? ¡Un importante logro académico! Se refieren, claro está, a un libro. Ninguno de esos profesores podrían entender ese maldito libro si lo escribiera y mis estudiantes están demasiado ocupados copiándose los unos a los otros y plagiando sus trabajos y artículos de la red para saber siquiera que disponemos de una biblioteca, por lo que lo de consultar libros mejor ni hablamos. Pero un libro es lo que quieren, y mis trabajos teatrales no son considerados «productos académicos susceptibles de revisión».