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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (61 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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—No. Nosotros somos más viejos que todo eso, Lestat. Los hombres que me crearon eran adoradores de dioses, es cierto. Y creían en cosas que yo no podía aceptar. Pero su fe se remontaba a una época muy anterior a los templos de la Roma imperial, un tiempo en que se podía derramar a mares sangre humana inocente en nombre del bien. Y en que el mal era la sequía, la plaga de langosta y las malas cosechas. A mí me hicieron lo que soy esos hombres, en nombre del bien.

Aquello era demasiado seductor, demasiado subyugante.

Y, en un coro de vertiginosa poesía, acudieron a mi mente todos los viejos mitos.
Osiris era un buen dios para los egipcios, un dios del trigo. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
Los pensamientos eran un torbellino en mi mente. En una sucesión de imágenes mudas, recordé la noche en que dejé la casa de mi padre en la Auvernia, mientras los aldeanos bailaban en torno a la hoguera de Carnaval y elevaban sus cantos pidiendo que aumentaran las cosechas. Mi madre había tildado de pagana aquella fiesta. Lo mismo había dicho el colérico párroco al que habían echado del pueblo tiempo atrás.

Y todo ello pareció más que nunca la historia del Jardín Salvaje, de bailarines en el Jardín Salvaje, donde no prevalecía ninguna ley salvo la del jardín, que era una ley estética. Que el grano crezca muy alto, que el trigo verdee y luego se vuelva dorado, que luzca el sol. ¡Mirad, fijaos en esa manzana de forma perfecta que ha hecho el árbol! Los campesinos corriendo entre los árboles del huerto, con los tizones ardientes de la hoguera de Carnaval, para hacer que las manzanas crecieran.

—Sí, el Jardín Salvaje —murmuró Marius con una chispa de luz en los ojos—. Y tuve que salir de las ciudades civilizadas del Imperio para encontrarlo. Tuve que acudir a los profundos bosques de las provincias del norte, donde el jardín crecía aún en toda su exuberancia, a las propias tierras de la Galia meridional donde tú naciste. Tuve que caer en manos de los bárbaros que nos dieron a ambos nuestra estatura, nuestros ojos azules y nuestro pelo rubio. Yo los recibí a través de la sangre de mi madre, que procedía de esas gentes, pues era hija de un caudillo celta, casada con un patricio romano. Y tú los has recibido a través de la sangre de tus padres, transmitida directamente desde esos tiempos. Y, por una extraña coincidencia, ambos fuimos escogidos para la inmortalidad (tú por Magnus y yo por mis captores) por idéntica razón: porque éramos el máximo exponente de nuestra sangre y de nuestra raza de ojos azules, porque éramos más altos y bien plantados que otros hombres.

—¡Oh, es preciso que me lo expliques todo! ¡Tienes que contármelo todo! —exclamé.

4

Una escalera al interior de la Tierra.

Una escalera que era mucho más vieja que la casa, aunque no podría decir cómo lo sabía. Unos peldaños desgastados, cóncavos en su centro de los pies que los habían hollado, descendiendo en espiral más y más en la roca.

De vez en cuando, una abertura sobre el mar, toscamente tallada; una abertura demasiado estrecha para que pasara un hombre, y un alféizar en el que anidaban las aves y en cuyas grietas crecían las hierbas silvestres.

Y luego el frío, ese frío inexplicable que se siente a veces en los viejos monasterios, en las iglesias en ruinas, en las habitaciones embrujadas.

Me detuve a frotarme los brazos con las manos. El frío subía de los escalones.

—Ya lo estoy haciendo —replicó él—. Pero, antes de continuar, creo que es el momento de enseñarte algo que será muy importante más adelante.

Hizo una breve pausa para que sus palabras surtieran efecto en mí. Luego, se incorporó lentamente al modo de los humanos, con las manos en los brazos del sillón. Se quedó de pie, mirándome y esperando.

—¿Los Que Deben Ser Guardados? —pregunté. La voz se me había vuelto apenas un balbuceo, terriblemente insegura.

Y advertí otra vez en su rostro un leve aire burlón; o, más bien, un toque de aquel tonillo divertido que nunca andaba muy lejos.

—No tengas miedo —dijo con sequedad, tratando de ocultarlo—. Es muy impropio de ti, ¿sabes?

Yo ardía en deseos de verlos, de saber qué eran, pero no me moví. Nunca había pensado de verdad que verlos significaría...

—¿Es..., es algo horrible de contemplar? —quise saber.

Marius me sonrió plácida y afectuosamente y posó una mano en mi hombro.

—Si te dijera que sí, ¿acaso eso te detendría?

—No —respondí. Pero tenía miedo.

—Sólo es terrible con el paso del tiempo —añadió él—. Al principio, es hermoso.

Aguardó un instante, contemplándome y tratando de tener paciencia. Luego, con suavidad, insistió:

—Vamos.

—Ellos no lo causan —comentó Marius en voz baja. Estaba esperándome unos peldaños más abajo.

La semioscuridad descomponía su rostro en suaves contornos de luces y sombras; ello producía la ilusión de una edad mortal que no existía en realidad.

—Ya estaba aquí mucho antes de que los trajera —añadió—. Muchos han acudido a esta isla en peregrinación. Tal vez también ya existía antes de que ellos llegaran.

De nuevo, me invitó a seguir con su característica paciencia. Había compasión en sus ojos.

—No temas —repitió mientras reanudaba la marcha.

Me dio vergüenza no seguirle. Los peldaños continuaban más y más.

Pasamos junto a aberturas más grandes y llegó a nosotros el ruido del mar. Noté salpicaduras de la fría espuma en las manos y en la cara, vi el brillo de la humedad en la roca, pero seguimos descendiendo, y escuchábamos el eco de nuestras pisadas en el techo abovedado, en las paredes toscamente horadadas. La escalera bajaba más allá de cualquier mazmorra; aquello era el hoyo que un niño hace en la tierra cuando hace alarde ante sus padres de que cavará un túnel hasta el centro mismo de la Tierra.

Finalmente, al llegar a un rellano, vi un estallido de luz. Un par de lámparas ardía ante una puerta de doble hoja.

Grandes recipientes de aceite alimentaban la mecha de las lámparas, y una enorme viga de madera atrancaba la puerta. Para levantarla habrían sido precisos varios hombres y, posiblemente, cuerdas y poleas.

Marius la alzó y la dejó con facilidad a un lado. Tras esto, dio un paso atrás y miró fijamente la puerta. Escuché el sonido de otra viga que se movía en la parte interior. Las hojas de la puerta se abrieron lentamente y advertí que se me detenía la respiración.

No era sólo que Marius lo hubiera hecho sin tocarlas, pues ya había visto aquel truco anteriormente. Lo que me dejó sin habla fue que la estancia que se abría tras ella estaba llena de las mismas flores deliciosas y las mismas lámparas iluminadas que había visto en la casa. Allí, a gran profundidad bajo el suelo, había azucenas blancas y de brillo ceroso, relucientes con las gotitas de humedad, y rosas en todos los tonos, del rojo al rosado más pálido, a punto de caer de sus  tallos. Aquella cámara era una capilla, con el suave parpadeo de las lámparas votivas y el perfume de mil ramos de flores.

Los muros estaban pintados al fresco como los de una antigua iglesia italiana, con pan de oro en los dibujos. Sin embargo, las imágenes no eran las de unos santos cristianos.

Palmeras egipcias, el desierto amarillo, las tres pirámides, las aguas azules del Nilo. Y los hombres y mujeres egipcios con sus barcas de gráciles formas surcando el río, los peces multicolores de sus  profundidades, los pájaros de alas púrpura en el aire.

Y el oro presente en todo ello, en el sol que brillaba en los cielos, y las pirámides que relucían a lo lejos, en las escamas de los peces y las plumas de las aves, y en los ornamentos de las esbeltas y delicadas figuras egipcias que permanecían inmóviles, mirando al frente, en sus largas y estrechas embarcaciones verdes.

Cerré los ojos un momento. Los abrí lentamente y vi el conjunto de la cámara como una gran santuario.

Hileras de lirios sobre un altar bajo de piedra que sostenía un inmenso sagrario de oro, un tabernáculo labrado de refinados bajorrelieves con los mismos dibujos egipcios. Y una corriente de aire que llegaba entre profundas grietas de la roca, agitando las llamas de las lámparas perpetuas y meciendo las grandes hojas, como palas verdes, de los lirios que se alzaban en sus recipientes de agua, despidiendo su perfume embriagador.

Casi podía escuchar himnos allí dentro. Casi oía los cánticos y las antiguas invocaciones. Y dejé de tener miedo. Aquella belleza era demasiado majestuosa, demasiado confortadora.

Pero miré hacia las puertas doradas del tabernáculo. Era más alto que yo y hacía tres veces mi anchura de hombros.

Marius también estaba mirando en la misma dirección. Noté el poder que surgía de su interior, el leve calor de su fuerza invisible, y escuché abrirse la cerradura interna de las puertas del tabernáculo.

Si me hubiera atrevido, me habría acercado un poco más a él. Casi no respiraba cuando las puertas de oro se abrieron por completo, retirándose hasta dejar a la vista dos espléndidas figuras egipcias, un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro.

La luz bañó sus rostros finos, delicadamente esculpidos, y sus blancas extremidades, decorosamente dispuestas. Y destelló en sus ojos oscuros.

Eran tan hieráticas como todas las estatuas egipcias que había conocido, escasas en detalles, hermosas de contornos, espléndidas en su sencillez: sólo la expresión franca e infantil de los rostros aliviaba la sensación de frialdad y severidad. Sin embargo, a diferencia de cualquier otra, ambas figuras llevaban telas y pelucas de verdad.

Ya había visto santos ataviados de aquella manera en algunas iglesias italianas, terciopelos sobre mármol, y el efecto no siempre era agradable.

Pero éstas habían sido vestidas con gran cuidado.

Las pelucas eran de largos y tupidos rizos negros, con el flequillo muy corto en la frente y coronadas con rodetes de oro. En los brazos desnudos llevaban pulseras y brazaletes como serpientes, y varios anillos en los dedos.

Las ropas eran del lino blanco más fino. El hombre, desnudo hasta la cintura y con una especie de faldilla; y la mujer, con un vestido largo, ajustado y bellamente plisado. Ambos llevaban numerosos collares de oro, algunos de ellos incrustados de piedras preciosas.

Los dos eran casi de la misma estatura y estaban sentados de manera muy similar, con las manos extendidas sobre los muslos, y los dedos al frente. Y aquella semejanza me desconcertó de algún modo, igual que su austero encanto y el brillo de sus ojos, como gemas.

Nunca, en ninguna escultura, había apreciado una actitud más llena de vida, pero, en realidad, no había la menor vitalidad en las figuras. Tal vez se trataba de un efecto óptico causado por la vestimenta, por el centelleo de las luces en los anillos y collares, de la luz reflejada en sus ojos relucientes.

¿Eran acaso Isis y Osiris? ¿Era una escritura en caracteres minúsculos lo que venía en sus collares, en los rodetes de sus cabellos?

Marius no dijo nada. Sencillamente, estaba mirándoles igual que yo con una expresión inescrutable, de tristeza tal vez.

—¿Puedo acercarme a ellas? —susurré.

—Desde luego —asintió.

Avancé hacia el altar como un niño en una catedral, dando cada nuevo paso con más vacilación. Me detuve a apenas unos palmos de las estatuas y las miré directamente a los ojos. ¡Ah!, eran demasiado perfectas en profundidad y brillo. Demasiado reales.

Cada una de las negras pestañas, cada pelo azabache de sus cejas levemente arqueadas, habían sido colocados con infinito cuidado.

Con infinito cuidado se habían moldeado sus bocas entreabiertas, de modo que se viera el reflejo de sus dientes. Y los rostros y los brazos se habían pulido tanto que ni la menor imperfección perturbaba su lustre. Y, como sucede con todas las estatuas y figuras pintadas que miran directamente al frente, los dos rostros parecían observarme.

Me sentí confuso. Si no eran Isis y Osiris, ¿a quién representaban aquellas estatuas? ¿De qué vieja verdad eran símbolos? ¿Por qué aquel imperativo en el viejo apelativo, Los Que
Deben
Ser Guardados?

Contemplé las esculturas detenidamente, con la cabeza un poco ladeada.

Los blancos de sus ojos tenían un aspecto húmedo, como si estuvieran cubiertos con la laca más transparente, y admiré las pupilas negras y profundas en el centro de sus ojos, pardos en realidad. Los labios eran dos líneas rosa ceniciento de un tono palidísimo.

—¿Se puede...? —susurré, volviéndome hacia Marius, pero la falta de confianza me hizo dejar la frase a medias.

—Sí, puedes tocarlas —dijo él.

No obstante, me pareció un sacrilegio hacerlo. Contemplé las figuras un momento más, admirando sus manos abiertas sobre los muslos y sus uñas, que guardaban un sorprendente parecido con las nuestras, como si estuvieran hechas de cristal e incrustadas en sus dedos.

Me dije que, si acaso, podría tocar el revés de la mano de la figura masculina sin que ello pareciera tan sacrílego; sin embargo, lo que deseaba hacer realmente era tocar el rostro de la mujer. Por fin, alcé los dedos hasta las mejillas de la estatua femenina. Y con gesto titubeante, dejé que las yemas rozaran la blanca piedra. A continuación, clavé la mirada en sus ojos.

Lo que estaban tocando mis dedos no podía ser piedra. No podía... Más bien tenía el mismo tacto que... Y en los ojos de la mujer había algo..., algo que...

Antes de que mi mente pudiera reaccionar, mis pies retrocedieron.

En realidad, me brinqué y aparté de la figura, derribando con mi gesto los jarrones de lirios y yendo a golpear la pared del tabernáculo, junto a la puerta.

Me entró tal temblor, que las piernas apenas me sostenían.

—¡Están vivos! —exclamé—. ¡No son estatuas! ¡Son vampiros como nosotros!

—En efecto —asintió Marius—, aunque ellos no reconocerían esa palabra.

Marius estaba justo delante de mí y seguía contemplando las figuras, con los brazos extendidos a los costados como había permanecido todo el tiempo.

Le vi volverse lentamente; se acercó a mí y me tomó la mano derecha.

La sangre había afluido a mi rostro. Quise decir algo pero no pude. Continué mirando las figuras y luego volví la vista hacia Marius y hacia la blanca mano que me sujetaba.

—No sucede nada —murmuró casi con tristeza—. No creo que les disguste tu contacto.

Por un instante, no le comprendí. Después, supe a qué se refería.

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