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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (64 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Entonces, se echó a reír de la manera más extraña. No supe si era a causa de mi respuesta o a que sabía algo que yo ignoraba. Pareció que hacía una profunda inspiración, dilatando ligeramente las aletas de la nariz, y a continuación serenó la expresión. La apariencia de aquel hombre era realmente espléndida.

»—Los dioses pueden leerlos —susurró.

»—¡Pues ojalá me lo enseñasen! —comenté en son de chanza.

»—¿De veras? —exclamó él con un jadeo de asombro. Se inclinó sobre la mesa y añadió—: ¡Dilo otra vez!

»—Era una broma —respondí—. Quería decir que me gustaría entender los antiguos jeroglíficos egipcios, nada más. Si pudiera interpretarlos, tendría datos veraces acerca del pueblo egipcio, en lugar de todas esas tonterías escritas por los historiadores griegos. Egipto es una tierra incomprendida...

»Me detuve a media frase. ¿Por qué estaba hablando de Egipto con aquel hombre?

»—En Egipto existen todavía dioses verdaderos —afirmó con gesto grave—. Dioses que han estado allí desde siempre. ¿Has descendido a las entrañas de Egipto?

»Era una manera curiosa de expresarse. Le dije que había remontado el Nilo durante un largo trecho, y que había visto muchas maravillas.

»—Pero en cuanto a que existan dioses verdaderos, difícilmente puedo aceptar la verosimilitud de unos dioses con cabezas de animales...

»El galo movió la cabeza de un lado a otro casi con cierta tristeza.

»—Los dioses verdaderos no precisan que se les erijan estatuas —declaró el hombre—. Tienen la cabeza humana y aparecen cuando ellos quieren, y están vivos como lo está la semilla que brota de la tierra, como lo están todas las cosas que existen bajo el cielo, incluso las piedras y la propia Luna, que divide el tiempo en el gran silencio de sus ciclos inmutables.

»—Es muy probable —asentí en un susurro, no queriendo contradecirle. Así pues, era fervor aquella mezcla de inteligencia y juventud que había percibido en él. Debería haberlo sabido. Y mi memoria evocó algo de los escritos de Julio César sobre los galos, sobre si aquellos celtas procedían de Dis Pater, el dios de la noche. ¿Acaso aquel extraño individuo era un seguidor de tales creencias?

»—En Egipto hay viejos dioses —continuó en voz baja— y también aquí están esos viejos dioses para quienes buscan adorarlos. No me refiero a vuestros templos, en torno a los cuales los mercaderes venden los animales a sacrificar y los carniceros venden la carne que queda. Hablo de la verdadera adoración, del auténtico sacrificio al dios, del único sacrificio al que atiende.

»—Te refieres a sacrificios humanos, ¿no es eso? —dije sin alzar la voz. César había descrito con bastante precisión tales prácticas entre los celtas y, al pensar en ello, casi se me heló la sangre. Por supuesto, había presenciado muertes espantosas en la arena del circo en Roma, y en los lugares de ejecuciones públicas, pero los sacrificios humanos a los dioses, si alguna vez habían existido, hacía siglos que no se realizaban.

»Y en ese instante me di cuenta de quién era en realidad aquel hombre extraordinario. Era un druida, un miembro de la antigua casta sacerdotal de los celtas que César había descrito también, una hermandad tan poderosa como no había otra, que yo supiera, en todo el Imperio. Sin embargo, se suponía que ya no existían restos de ella en las Galias romanas.

»Por supuesto, todas las descripciones de los druidas decían que vestían largas túnicas, recorrían los bosques y recolectaban muérdago de los robles con unas hoces ceremoniales, mientras que aquel hombre más parecía un labriego, o un soldado. Pero, ¿qué druida se atrevería a llevar sus ropas blancas en una taberna del puerto? Además, las leyes no permitían a los druidas seguir realizando sus prácticas.

»—¿De veras crees en esa vieja religión? —le pregunté, inclinándome hacia adelante—. ¿Has descendido tú, acaso, a las entrañas de Egipto?

»Si estaba ante un auténtico druida vivo, me dije, había hecho un descubrimiento maravilloso. Podía hacer que aquel hombre me contara cosas de los celtas que nadie conocía. Pero, ¿qué relación podía tener Egipto con aquello?

»—No —respondió—. No he estado en Egipto, aunque de allí nos llegaron nuestros dioses. Ni es mi destino acudir allí. No es mi destino aprender a interpretar el antiguo lenguaje. El idioma que hablo es suficiente para los dioses. Prestan oído a mis palabras.

»—¿Y qué idioma es ése?

»—La lengua de los celtas, naturalmente —declaró—. No era preciso que lo preguntaras.

»—Y cuando hablas con tus dioses, ¿cómo sabes que te escuchan?

»Sus ojos se agrandaron de nuevo y su boca se abrió en una inconfundible mueca de triunfo.

»—¡Mis dioses me responden! —afirmó sin alzar la voz.

»Sin duda, era un druida. De pronto, un débil resplandor pareció cubrirle y lo vislumbré con su túnica blanca. Aunque en aquel instante se hubiera producido un terremoto en Massilia, dudo que me habría dado cuenta de ello.

»—Entonces, tú les has oído —dije.

»—He puesto mi mirada en los dioses —asintió—. Y ellos me han hablado, tanto con las palabras como en silencio.

»—¿Y qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que les hace distintos de nuestros dioses? Aparte del carácter de los sacrificios, me refiero...

»Su voz adoptó el tono melodioso y reverencial de una canción al responder.

»—Hacen lo que siempre han hecho los dioses; separar el bien del mal. Conceden bendiciones a todos sus adoradores. Conducen a los fíeles a la armonía con todos los ciclos de universo, con los ciclos de la Luna, como ya he dicho. Los dioses hacen que la tierra dé frutos. Todo lo bueno procede de ellos.

»"Sí" pensé, "es la vieja religión en su forma más simple, y todavía posee una gran influencia entre las gentes del Imperio".

»—Mis dioses me han enviado aquí —dijo entonces—. A buscarte.

»—¿A mí? —pregunté, desconcertado.

»—Ya entenderás todas estas cosas —respondió—. Igual que conocerás la verdadera devoción del antiguo Egipto. Los dioses te enseñarán.

»—¿Por qué harían tal cosa?

»—La respuesta es muy sencilla: porque vas a convertirte en uno de ellos.

»Me disponía a replicar cuando noté un golpe seco en la nuca y el dolor se desparramó por mi cráneo en todas direcciones como si fuera agua. Me di cuenta de que perdía el sentido. Vi que la mesa se me venía encima y vi el techo sobre mí. Creo que quise decir que, si era un rescate lo que buscaba, me llevara a mi casa, con mi criado.

»Pero ya en aquel instante comprendí que las reglas de mi mundo no tenían absolutamente nada que ver con ello.

»Cuando desperté, era de día y me encontraba en un gran carromato que avanzaba a buena marcha por una carretera sin pavimentar, a través de un inmenso bosque. Estaba atado de pies y manos y me habían echado encima una lona suelta. Miré a derecha e izquierda entre los mimbres de los costados del carro y, cabalgando junto a éste, vi al hombre que había hablado conmigo. Había otros con él. Todos iban vestidos con los calzones y los chaquetones de cuero con cinturón, y llevaban espadas de hierro y brazaletes del mismo metal. Tenían el cabello casi blanco bajo las luces y sombras del bosque y no intercambiaban una sola palabra mientras cabalgaban agrupados en torno al carromato.

»El bosque parecía hecho a la escala de los propios Titanes. Los robles eran antiguos y enormes, con las ramas tan entrecruzadas que impedían casi por completo el paso de la luz, y avanzamos horas y horas por un mundo de hojas húmedas de intenso verdor y entre profundas sombras.

»No recuerdo que viera ciudades. Ni pueblos. Sólo recuerdo una tosca fortaleza. Una vez dentro de sus puertas, observé dos hileras de casas de techos de paja y, por todas partes, a aquellos bárbaros vestidos de cuero. Y cuando fui conducido a una de las casas, un lugar oscuro y de poca altura, y me dejaron a solas en él, apenas pude incorporarme debido a los calambres en las piernas. Me sentía tan furioso como precavido.

»Me di cuenta de que estaba en un enclave ignoto de los antiguos
keltoi,
los mismos guerreros que habían saqueado el gran templo de Delfos hacía apenas unos siglos, y la propia Roma no mucho después. Los mismos seres belicosos que se lanzaron a la batalla contra César completamente desnudos sobre sus caballos, haciendo resonar las trompetas y lanzando sus poderosos gritos, que causaban espanto en los disciplinados soldados de Roma.

»En otras palabras, estaba lejos de cualquier posible ayuda y, si aquellas palabras acerca de convertirme en uno de los dioses significaban que iba a ser sacrificado sobre un altar bañado en sangre en mitad del bosque de robles, sería mejor que intentara escapar de allí inmediatamente.

6

»Cuando mi captor apareció de nuevo, vestía la mítica túnica blanca, llevaba la áspera cabellera rubia cepillada y ofrecía un aspecto inmaculado, impresionante y solemne. Otros hombres altos con túnicas blancas, unos viejos y otros jóvenes, pero todos con el mismo cabello rubio resplandeciente, penetraron detrás de él en la pequeña estancia en sombras.

»Me rodearon en un círculo silencioso y, tras una prolongada espera, se elevó de sus labios un rumor de murmullos.

»—Eres perfecto para el dios —dijo el más anciano, y advertí la muda complacencia del que me había llevado a aquel lugar—. Eres lo que el dios había pedido —continuó el anciano—. Permanecerás con nosotros hasta la gran fiesta de Samhain; luego serás conducido al bosque sagrado y allí beberás la Sangre Divina y te convertirás en padre de dioses, en restaurador de toda la magia que, misteriosamente, nos ha sido arrebatada.

»—¿Y morirá mi cuerpo cuando eso suceda? —quise saber. Admiré sus rostros finos y angulosos, sus ojos inquisitivos, la sombría gracia con que me rodeaban. Qué terror debía provocar esa raza cuando sus guerreros irrumpían entre los pueblos mediterráneos. No era extraño que se hubiera escrito tanto sobre su intrepidez. Pero aquéllos no eran guerreros. Eran sacerdotes, jueces y maestros. Eran instructores de los jóvenes, guardianes de la poesía y de unas leyes que jamás habían sido escritas en lengua alguna.

»—Sólo la parte mortal de ti morirá —dijo el que se había dirigido a mí hasta entonces.

»—Mala suerte —respondí—. Eso es prácticamente todo lo que soy.

»—No —replicó él—. Tu forma permanecerá y será glorificada. Ya lo verás. No temas. Además, nada puedes hacer por cambiar estas cosas. Hasta la fiesta de Samhain, te dejarás crecer el cabello y aprenderás nuestra lengua, nuestros himnos y nuestras leyes. Nos ocuparemos de ti. Mi nombre es Mael y yo mismo me encargaré de enseñarte.

»—Pero yo no quiero convertirme en dios —protesté—. Seguro que los dioses no quieren a alguien que no desea serlo.

»—El viejo dios decidirá —sentenció Mael—. Pero sé que cuando bebas la Sangre Divina te convertirás en el dios y todo quedará claro para ti.

»La huida era imposible.

»Me tenían custodiado noche y día. No me permitían tener ningún cuchillo con el que cortarme el cabello o causarme algún daño. Buena parte del tiempo lo pasaba en la estancia oscura y vacía, ebrio de cerveza de trigo y ahíto de las deliciosas carnes asadas que me ofrecían. No tenía nada con que escribir y eso me torturaba.

»Por puro aburrimiento, escuchaba a Mael cuando éste acudía a instruirme. Dejaba que me cantara himnos y me recitara viejos poemas y me hablara de aquellas leyes, sin burlarme de él más que de vez en cuando con el hecho obvio de que un dios no tenía por qué ser aleccionado de aquel modo.

»Mael asentía a esto último, pero, ¿qué podía hacer él sino tratar de hacerme comprender lo que iba a sucederme?

»—Puedes ayudarme a escapar de aquí. Puedes venir conmigo a Roma —le proponía—. Tengo una villa en los acantilados sobre la bahía de Nápoles. Nunca verás un lugar más hermoso, y te dejaré vivir allí toda la vida si me ayudas, a cambio solamente de que repitas estos cánticos y plegarias y leyes para que pueda tomar nota de ellos.

»—¿Por qué intentas corromperme? —decía él, pero me daba cuenta de que el mundo del que yo procedía le tentaba. Me confesó que había pasado semanas buscando la ciudad griega de Massilia antes de mi llegada y que le gustaba el vino romano y las grandes naves que había visto en el puerto, y los manjares exóticos que había probado.

»—No intento corromperte —replicaba yo—. No comparto tus creencias y me habéis hecho vuestro prisionero.

»No obstante, continué prestando atención a sus plegarias, por aburrimiento y curiosidad, y por el vago temor ante lo que me reservaba el futuro.

»Empecé a aguardar su llegada, a esperar que su figura pálida y espectral iluminara la estancia desnuda como una luz blanca, a que su voz serena y mesurada continuara vertiendo aquellas viejas palabras melodiosas y sin sentido.

»Pronto advertí que sus versos no desarrollaban las historias de los dioses como las conocíamos en las mitologías griega y romana. No obstante, la identidad y las características de los dioses empezaron a cobrar forma en las innumerables estrofas. Deidades de todo tipo formaban parte de la tribu celestial.

»Pero el dios en el que me iba a convertir ejercía un supremo poder sobre Mael y sus acólitos. Aquel dios no tenía nombre, aunque le daban numerosos títulos, el más frecuente de ellos el de Bebedor de la Sangre. También era El Blanco, el Dios de la Noche, el Dios del Roble y el Amante de la Madre.

»Aquel dios recibía sacrificios cruentos cada luna llena, pero, en Samhain, en la noche de los Difuntos, aceptaba la mayor cantidad de tales sacrificios ante la tribu entera para aumentar las cosechas, además de anunciar toda clase de predicciones y juicios.

»Y aquel dios era un servidor de la Gran Madre, la que no tenía forma visible pero estaba presente en todas las cosas, la Madre de todas las cosas, de la tierra, de los árboles, del cielo, de todos los hombres, del propio Bebedor de la Sangre que anda por su jardín.

»Mi interés fue aumentando, pero también mi temor. El culto a la Gran Madre no me resultaba desconocido, ciertamente. La Madre Tierra y la Madre de Todas las Cosas eran adoradas bajo una decena de advocaciones distintas de un confín a otro del Imperio, igual que su hijo y amante, su Dios Agonizante, el que sólo alcanzaba la madurez como las cosechas, para ver segada su vida como ellas, mientras la Madre permanece eterna. Era el antiguo y dulce mito de las estaciones.

»Pero la celebración no era ni había sido, en ningún tiempo ni lugar, en absoluto apacible. Pues la Madre Divina también era la Muerte, la tierra que se traga los restos de ese joven amante, la tierra que nos engulle a todos. Y, en consonancia con esta antigua verdad, tan vieja como el acto mismo de plantar la semilla, surgía en un millar de sangrientos rituales.

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