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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (63 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Penetramos en el rellano de la escalera y Marius hizo que la viga interior se alzara hasta sus horquillas. Luego, colocó la exterior con sus manos.

—Vamos, joven —me dijo—. Subamos.

Pero cuando apenas habíamos dado unos pasos, escuchamos un seco crujido, seguido de otro. Marius se volvió y miró atrás.

—Lo han hecho otra vez —murmuró. Y una sombra de inquietud hendió su rostro.

—¿Qué? —Retrocedí contra la pared.

—El tabernáculo, lo han abierto. Vamos. Volveré más tarde y lo cerraré antes de que salga el sol. De momento, volvamos al estudio y te contaré mi relato.

Cuando llegamos a la estancia iluminada, me dejé caer en el sillón con la cabeza entre las manos. Marius permaneció inmóvil, mirándome; me percaté de ello y alcé la vista.

—Te ha dicho su nombre —murmuró.

—¡Akasha! —repetí entonces. Era como rescatar una palabra de un sueño que se desvanecía—. ¡Sí, me lo ha dicho! Ahí abajo he dicho Akasha en voz alta.

Miré a Marius, implorando una respuesta, una explicación a la actitud con la que me miraba.

Creí que iba a perder la razón si aquel rostro no recobraba la expresividad enseguida.

—¿Estás enfadado conmigo?

—Chist. Calla —me ordenó.

No pude captar nada en el silencio. Salvo el mar, tal vez. Y acaso el chasquido de la mecha de alguna lámpara de las paredes. Y el viento, quizá. Ni siquiera los ojos de los dos dioses habían parecido tan carentes de vida como los de Marius en aquel instante.

—Haces que algo se agite en ellos —susurró.

Me puse en pie.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Nada tal vez. El tabernáculo sigue abierto y están allí sentados como siempre, nada más. ¿Quién sabe...?

Y de pronto percibí todos sus largos años de querer saber. Siglos, diría, pero no puedo imaginar de verdad lo que eso significa. Ni siquiera ahora. Percibí sus años y años de intentar sacar conclusiones de sus menores signos sin conseguir nada, y supe que se estaba preguntando cómo era que yo había obtenido de ella el secreto de su nombre, Akasha. Ya antes habían sucedido cosas, pero eso había sido en tiempos de la antigua Roma. Cosas oscuras. Cosas terribles. Sufrimientos, unos sufrimientos atroces.

Las imágenes desaparecieron. Silencio. Marius estaba inmóvil en mitad de la estancia como un santo descendido de un altar y plantado en el pasillo central de una iglesia.

—¡Marius! —susurré.

Salió de su ensimismamiento; su rostro se animó lentamente y me miró con afecto, casi con admiración.

—Sí, Lestat —respondió, apretándome la mano en un gesto tranquilizador.

Tomó asiento y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo. De nuevo, los dos quedamos frente a frente, relajadamente. Incluso la luz uniforme de la estancia resultaba reconfortante. Y era reconfortante ver, tras las ventanas, el cielo nocturno.

Marius estaba recuperando su anterior viveza, aquel destello de humor en los ojos.

—Aún no es medianoche y todo está tranquilo en las islas. Creo que, si nada me interrumpe, es el momento de contarte toda la historia.

5

La historia de Marius

«Sucedió cuando tenía cuarenta años, una cálida noche de primavera en la ciudad romana de Massilia, en las Galias, mientras me hallaba en una sucia taberna de los muelles garabateando unos párrafos de mi historia del mundo.

»La taberna estaba deliciosamente desvencijada y abigarrada, un reducto para marinos y vagabundos; viajeros como yo, quería imaginar en una especie de vago amor por todos ellos aunque la mayoría de ellos eran pobres y yo no, y eran incapaces de leer mis escritos cuando miraban por encima de mi hombro.

»Había llegado a Massilia tras un largo y provechoso viaje en el cual había podido estudiar las grandes ciudades del Imperio. Había estado en Alejandría, en Pérgamo y en Atenas, observando y escribiendo sobre las gentes, y me disponía a continuar mi recorrido por las ciudades de las Galias romanas.

»Esa noche, no me habría sentido más satisfecho si hubiera estado en mi biblioteca de Roma. En realidad, me encantaban las tabernas. Allí donde llegaba, buscaba lugares parecidos para escribir, instalaba la vela, el tintero y el pergamino, y lograba mi mejor trabajo a primera hora de la noche, cuando el antro estaba más bullicioso.

»Así las cosas, es fácil deducir que pasaba toda la vida en medio de una actividad frenética. Estaba hecho a la idea de que nada me podía afectar adversamente.

»Había crecido como hijo ilegítimo en una rica familia romana, amado, mimado y consentido. Mis hermanos legítimos tenían que preocuparse del matrimonio, la política y la guerra. A los veinte años, me había convertido en el erudito y el cronista, en el que alza la voz en los banquetes regados de vino para aclarar discusiones históricas y militares.

»Cuando viajaba tenía dinero en abundancia y documentos que me abrían puertas en todas partes. Así pues, decir que la vida se portaba bien conmigo sería poco. Era un tipo extraordinariamente feliz. Pero lo realmente importante era que la vida nunca me había aburrido ni derrotado.

«Llevaba en mí una sensación de invencibilidad, de asombro. Y esto me fue, más tarde, tan importante como lo han sido para ti la rabia y la fuerza, como lo puede ser la desesperación o la crueldad para otros.

»Pero continuaré mi narración... Si algo había que echara en falta en aquella vida tan satisfactoria (y tampoco pensaba mucho en ello) era el amor de mi madre celta, haberla conocido. Ella había muerto cuando yo había nacido y sólo sabía de ella que había sido una esclava, hija de un belicoso galo que combatió contra Julio César. De ella había heredado mis cabellos rubios y mis ojos azules. Y su pueblo, al parecer, había sido de gigantes. A una edad muy temprana, ya sobrepasaba en estatura a mi padre y a mis hermanos.

»Sin embargo, era escasa o ninguna la curiosidad que sentía por mis antepasados galos. Había acudido a las Galias como un romano de pies a cabeza, como un hombre educado, y apenas tenía conciencia de mi sangre bárbara; al contrario, compartía las opiniones corrientes en esa época: que César Augusto era un gran gobernante y que, en esa bendita era de la Pax Romana, las viejas supersticiones estaban siendo reemplazadas por la ley y la razón a todo lo largo del Imperio. No había rincón demasiado remoto para las calzadas romanas, ni para los soldados, los estudiosos y los comerciantes que las seguían.

»Esa noche estaba escribiendo como un poseso, esbozando descripciones de los hombres que entraban y salían de la taberna, hijos de todas las razas cuyas voces hablaban en una decena de lenguas distintas.

»Y, sin ninguna razón aparente, me vi poseído de una extraña idea acerca de la vida, una extraña preocupación que casi se convertía en una agradable obsesión. Recuerdo que fue esa noche porque el hecho pareció guardar relación, de algún modo, con lo que sucedió más tarde. Sin embargo, tal relación no existía. Esa idea ya me había rondado la cabeza anteriormente. Que volviera a hacerse presente en esas últimas horas de mi vida como ciudadano romano libre no fue más que una coincidencia.

»La idea era, simplemente, que existía alguien que lo sabía todo, que lo había visto todo. No me refería con ello a la existencia de un Ser Supremo, sino más bien a que había en la Tierra una inteligencia continuada, una conciencia permanente. Y le di vueltas a aquel pensamiento en unos térmicos prácticos que me excitaron y, a la vez, me relajaron. En algún lugar había una conciencia de todas las cosas que había visto en mis viajes, una conciencia de cómo había sido Massilia seis siglos antes, cuando habían llegado los primeros mercaderes griegos; una conciencia de cómo era Egipto cuando Keops construyó su pirámide. Existía alguien que sabía cómo estaba el cielo la tarde del día en que Troya había caído ante los griegos, y alguien o algo sabía qué se habían dicho los campesinos en la pequeña casa de campo a las afueras de Atenas momentos antes de que los espartanos derribaran las murallas.

»No tenía sino una idea muy vaga de quién o qué podía ser, pero hallé consuelo en la idea de que no se había perdido nada espiritual (y el conocimiento lo era). De que existía un conocimiento perpetuo...

»Y, mientras tomaba otro trago de vino y pensaba y escribía acerca de ello, me di cuenta de que aquello era, más que una creencia personal, una constatación. Sencillamente, sentí que existía una conciencia continuada.

»La historia que estaba escribiendo era una imitación de ésta. Traté de unificar todas las cosas que había visto en mi historia, enlazando mis observaciones de tierras y gentes con todos los comentarios escritos que me habían llegado de los griegos —de Jenofonte, Herodoto y Posidonio— para elaborar una conciencia continuada del mundo en mi tiempo. Era un reflejo pálido, una obra limitada, en comparación con la auténtica conciencia. Sin embargo, me sentí estupendamente mientras continuaba escribiendo en el rincón de la taberna.

»Con todo, a medianoche, empecé a sentirme algo cansado y, cuando levanté la cabeza casualmente tras un largo rato de abstraída concentración, advertí que algo había cambiado en el establecimiento.

»Estaba inexplicablemente silencioso. De hecho, estaba casi vacío. Y, frente a mí, apenas iluminado por la luz vacilante de la vela y dando la espalda al local, estaba sentado un hombre alto de cabello rubio que me observaba en silencio. No me sorprendió tanto su modo de mirarme (aunque esto ya era desconcertante de por sí) como la constatación de que el hombre llevaba allí algún rato, cerca de mí, observándome, sin que yo hubiera advertido su presencia.

»Era un galo, gigantesco como la mayoría de ellos, aún más alto que yo, que tenía un rostro largo y delgado con una mandíbula extremadamente recia y una nariz aquilina, y unos ojos que brillaban bajo sus cejas rubias y tupidas con un aire de diáfana inteligencia. Quiero decir con ello que parecía extremadamente listo, pero también muy joven e inocente. Y, sin embargo, no era joven. El efecto era desconcertante.

»Contribuía aún más a ello el hecho de que no llevaba cortados sus rubios cabellos, ásperos y abundantes, al estilo popular romano —muy cortos—, sino que lucía una melena hasta los hombros. Y, en lugar de la túnica y la capa que eran por esa época la indumentaria habitual en todo el Imperio, lucía el antiguo chaquetón de cuero ceñido con un cinturón que había constituido la prenda habitual entre los bárbaros antes de la llegada de Julio César.

»El individuo parecía recién salido de los bosques. Me miraba taladrándome con sus ardientes ojos grises y sentí un vago placer ante su presencia. Anoté apresuradamente los detalles de su vestimenta, confiando en que el hombre no sabría latín.

»Sin embargo, la inmovilidad y el silencio en que permanecía me ponían algo nervioso. Sus ojos eran anormalmente grandes, y los labios le temblaban ligeramente, como si el mero hecho de verme le excitara. Su mano blanca; limpia y delicada, que tenía apoyada en la mesa con gesto relajado, parecía ajena al resto de su cuerpo.

»Una rápida mirada a mi alrededor me indicó que mis esclavos no estaban en la taberna. Seguramente, me dije, estarían jugando a las cartas en la puerta de al lado, o arriba con un par de mujeres. En cualquier momento aparecerían.

»Dirigí una breve sonrisa forzada a mi extraño y silencioso amigo y volví a mi quehacer. Sin embargo, él empezó a hablarme sin preámbulos.

»—Tú eres un hombre instruido, ¿verdad? —me preguntó. Hablaba el latín vulgar del Imperio, aunque con un marcado acento, y pronunciaba cada palabra con un cuidado que resultaba casi musical.

»Le contesté que, en efecto, tenía la fortuna de haber recibido una educación; tras esto, me puse a escribir otra vez confiando en que mi respuesta lo desanimaría. Al fin y al cabo, el sujeto bien merecía una mirada, pero yo no tenía ningún interés, realmente, en hablar con él.

»—Y escribes tanto en latín como en griego, ¿no es cierto? —insistió, volviendo la vista a la obra terminada que tenía ante mí.

»Le expliqué cortésmente que las palabras que había escrito en griego en el pergamino eran una cita de otro texto, y que las mías eran las latinas. Tras esto, continúe trabajando.

»—Pero tú eres un
keltoi,
¿verdad? —preguntó esta vez, citando la palabra griega equivalente a "celta".

»—Te equivocas. Soy romano —respondí.

»—Tu aspecto es el de uno de nosotros, los
keltoi
—insistió—. Tienes nuestra estatura y caminas como nosotros.

«Aquella afirmación resultaba desconcertante. Yo llevaba horas allí, sin hacer otra cosa que dar sorbos al vino. No me había puesto en pie ni había dado un paso. No obstante, le expliqué que mi madre era celta, pero que no la había conocido. Mi padre era un senador romano.

»—¿Y qué es eso que escribes en latín y en griego? —quiso saber—. ¿Qué es eso que despierta tu pasión?

»No respondí enseguida. El individuo empezaba a intrigarme, aunque, con mis cuarenta años a cuestas, sabía por experiencia que la mayoría de la gente que uno conoce en una taberna resulta interesante durante los primeros minutos y luego empieza a producir un aburrimiento insoportable.

»—Tus esclavos dicen que estás escribiendo una gran historia —anunció con voz grave.

»—¿Eso dicen? —repliqué, un poco tenso—. Por cierto, ¿dónde están mis esclavos? —Eché otro vistazo a la taberna. No vi a nadie. Después, asentí a mi interlocutor y reconocí que, efectivamente, lo que estaba escribiendo era una historia.

»—Y has estado en Egipto —añadió él, al tiempo que extendía la mano y la aplastaba contra la mesa.

»Guardé silencio y volví a mirarle detenidamente. Había en él, en su modo de sentarse, de utilizar aquella mano para gesticular, algo que no era de este mundo. Era ese recato que suelen tener los pueblos primitivos y que les hace parecer depositarios de una inmensa sabiduría cuando, en realidad, lo único que poseen es una inmensa convicción.

»—Sí —respondí con cierta cautela—. He estado en Egipto.

»Su alegría al escuchar mis palabras fue patente. Los ojos se le abrieron un poco mas, para entrecerrarse luego, y aprecié en sus labios un leve movimiento, como si estuviera hablando consigo mismo.

»—¿Y conoces la lengua y la escritura de Egipto? —preguntó en tono serio, frunciendo las cejas—. ¿Conoces las ciudades de Egipto?

»—Sí, conozco la lengua como se habla hoy, pero, si por escribir te refieres a los viejos jeroglíficos, la respuesta es negativa. No puedo interpretarlos ni conozco a nadie que pueda. Según he oído decir, ni siquiera los sacerdotes del antiguo Egipto sabían leerlos. La mitad de los textos que copiaban eran indescifrables para ellos.

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