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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (4 page)

—Venga —susurré después de unos minutos—. ¿Por qué tardará tanto?

Ratón dejó escapar un gruñido tan bajo y pausado que casi no lo oí, pero sentí la tensión repentina del perro y la cautela temblorosa que subía por mi mano mutilada, sacudiendo mi brazo hasta el codo.

Agarré mi bastón y miré alrededor. Ratón estaba haciendo más o menos lo mismo hasta que sus oscuros ojos empezaron a seguir algo que yo no podía ver. Fuese lo que fuese, a juzgar por la mirada de Ratón, se estaba acercando. De pronto hubo un sigiloso y apurado ruido y Ratón se agachó, alargó el hocico, orientándolo hacia mi tumba abierta, y mostró los dientes.

Di un paso hacia mi tumba. Trozos de niebla fluían hacia abajo dentro de ella provenientes de los verdes campos. Hablé entre dientes, saqué mi amuleto y envié algo de mi voluntad a la estrella de cinco puntas, provocando que desprendiese una tenue luz azulada. Me coloqué el amuleto entre los dedos de mi mano izquierda, mientras agarraba el palo con mi mano derecha e intentaba atisbar el interior de la tumba.

La niebla de dentro se unió de repente y formó el cadáver marchito de una mujer, escuálida y seca, que parecía haber estado durante años enterrada. El cadáver llevaba una toga verde y una túnica negra, al estilo medieval. La tela era simple algodón, es decir, confección moderna y estilo antiguo.

El bufido de Ratón se convirtió en un gruñido mucho más escandaloso.

El cadáver se reacomodó, abrió sus ojos blancos como la leche y me miró fijamente. Levantó una mano en la que sostenía un lirio blanco y me lo ofreció. Después habló con una voz que no era más que un susurro.

—Mago Dresden, una flor para tu tumba.

—Mavra —le dije—, llegas tarde.

—Había viento en contra —me contestó la vampira. Giró la muñeca y el lirio salió disparado, dibujando un arco, y cayó en mi lápida. Ella lo siguió con el mismo movimiento, tan pausadamente que me recordó a la gracia fantasmagórica de una araña. Me di cuenta de que llevaba una espada y una daga colgadas en un cinturón para armas. Parecían viejas y usadas y me apostaría lo que fuera a que estaban hechas con materiales no actuales. Se paró y me miró desde mi tumba. Yo apenas podía verle la cara, tan lejos de la luz azul de mi amuleto, pero vi que sus ojos enfermos con cataratas estaban fijos en Ratón.

—¿No perdiste la mano? Después de aquellas quemaduras pensé que te la habrían amputado.

—Es mía —le contesté—. Además, no es tu problema. Me estás haciendo perder el tiempo.

Los labios del cadáver de la vampira se tensaron en una sonrisa. Escamas de carne muerta le cayeron por las comisuras. Su pelo encrespado como paja seca estaba completamente roto a un dedo de longitud, pero tenía mechones más largos por el medio, del color del pan de molde, que rozaban los hombros de su vestido.

—Estás permitiendo que tu mortalidad te vuelva impaciente, Dresden. ¿Estás seguro de que quieres desaprovechar esta oportunidad hablando de tu asalto a mi plaga?

—No. —El amuleto me resbaló otra vez y apoyé la mano en la cabeza de Ratón—. No he venido a relacionarme en sociedad. Tienes información sobre Murphy que podría perjudicarla y quieres algo de mí. Vayamos al grano.

Su risa era ronca y su sonrisa estaba llena de telarañas.

—Siempre olvido lo joven que eres hasta que te vuelvo a ver —dijo—. La vida es efímera, Dresden. Si insistes en vivir la tuya, tienes que divertirte.

—Tiene gracia que lo digas, porque precisamente el intercambio de insultos con una superzombi egotista no es la idea que tengo yo de diversión —le reproché. Ratón puntuó mi frase con otro sonoro gruñido. Le di la espalda y empecé a caminar—. Si esto es todo lo que querías decirme, me voy.

Se rió con más fuerza y el sonido de su risa me aterrorizó. Puede que fuera el ambiente, pero había algo raro, no tenía motivos para reírse de esa manera… No había calidez, ni humanidad, ni amabilidad, ni alegría en aquella risa. Era como la propia Mavra, tenía una marchita carcasa humana, pero en su interior todo era como en una pesadilla.

—Muy bien —dijo Mavra—. Seamos breves pues.

Volví a mirarla, cauteloso. Había algo en su actitud que acababa de cambiar y estaba activando todas mis alarmas.

—Encuentra la Palabra de Kemmler —dijo. Se dio la vuelta rápidamente, su falda negra se iluminó y apoyó una mano en la espada con gesto descuidado, preparándose para desaparecer.

—¡Oye! —dije con voz ahogada—. ¿Eso es todo?

—Eso es todo —dijo sin darse la vuelta.

—¡Espera un momento! —grité. Se detuvo.

—¿Qué carajo es eso de la Palabra de Kemmler?

—Es el camino.

—¿Y adónde lleva? —le pregunté.

—Al poder.

—Es lo que quieres.

—Sí.

—Y quieres que lo encuentre yo.

—Sí, tú solo. No le hables a nadie de nuestro trato ni de lo que pretendes.

Cogí aire despacio.

—¿Y qué pasaría si te digo que te vayas al infierno?

Mavra levantó un brazo en silencio. Había una foto entre sus dedos disecados e incluso a la luz de la luna pude ver que era de Murphy.

—Te detendré —vaticiné—. Y si no puedo, te perseguiré. Si le haces daño te mataré y te haré sufrir tanto que tus diez últimas víctimas se recuperarán milagrosamente.

—No tendré que tocarla —señaló ella—. Mandaré las pruebas a la policía y las autoridades mortales la procesarán.

—No puedes hacer eso —le dije—. Puede que magos y vampiros estemos en guerra, pero debemos mantener a los mortales al margen de todo esto. Si metes a las autoridades mortales, el Consejo se meterá también. Y luego los Rojos. Podrías intensificar los conflictos hasta generar un caos global.

—Tal vez, si intentase contratar a las autoridades mortales contra ti —dijo Mavra—. Tú eres del Consejo Blanco.

El estómago me dio un vuelco cuando empecé a entender lo que estaba ocurriendo. Yo era miembro del Consejo Blanco de magos, un ciudadano consagrado en los reinos sobrenaturales.

Pero Murphy no lo era.

—¡La protectora de la gente! —Mavra no estaba siendo nada sutil—. La defensora de la ley se convertirá en una asesina convicta y la única explicación que podrá dar hará que parezca que ha perdido el juicio. Está preparada para morir en el campo de batalla, mago. Pero yo no la mataré sin más. La destrozaré. Destruiré su corazón echando por tierra todo el trabajo de su vida.

—¡Zorra! —exclamé.

—Claro. —Me miró por encima del hombro—. Y a menos que estés decidido a cargarte la civilización mortal, o por lo menos gran parte de ella, para imponer tu voluntad, no hay nada que puedas hacer para pararme.

Una explosión de ira se liberó en mi pecho y se extendió como una bola de fuego por todo mi cuerpo y mis pensamientos. Ratón avanzó un paso en dirección a Mavra, peleando con la niebla que nos rodeaba y gruñendo cada vez más, no me di cuenta hasta pasado un rato de que estaba siguiendo mi ejemplo.

—¡Y una mierda que no hay nada que pueda hacer! —gruñí—. Si no hubiese aceptado la tregua…

Los dientes amarillos del cadáver de Mavra se mostraron en una espantosa sonrisa.

—Mátame cuando quieras, mago, pero no te hará ningún bien. A menos que le ponga freno a todo esto, las fotos y las otras pruebas serán enviadas a la policía. Solo me detendré si me siento satisfecha cuando me entregues la Palabra de Kemmler. Encuéntrala. Tráemela antes de que pasen tres medias noches más y todas las pruebas serán tuyas. Tienes mi palabra.

Dejó caer la foto de Murphy y no sé qué luz morada asquerosa se encendió alumbrándola durante un segundo hasta que cayó al suelo. Un olor acre, como de productos químicos chamuscados, inundó el ambiente.

Cuando volví a mirar a Mavra ya no había nadie.

Caminé despacio hacia la foto, luchando por dejar mi ira a un lado lo suficientemente rápido como para lograr desplegar con mi mano mis poderes sobrenaturales. Ya no sentía en absoluto la presencia de Mavra a mi alrededor, y durante los siguientes segundos, los gruñidos del perro fueron cesando poco a poco, desde prudentes bufidos de incertidumbre hasta el profundo silencio. Aunque no tenía muy claros los detalles, Ratón no era un perro normal y si él no notaba a los malos acechando era porque los malos no estaban por allí.

La vampira se había ido.

Recogí la foto. Se había estropeado. La energía oscura había hecho unas quemaduras con forma de números en la cara de Murphy. Un número de teléfono. Qué monada.

Mi justificado ataque de ira se iba apaciguando y ya lo estaba echando de menos, porque sabía que en cuanto desapareciese daría paso a la preocupación enfermiza.

Si no trabajaba para una de las peores personas con las que jamás había tratado, a Murphy la colgarían hasta dejarla seca.

Esa mala persona buscaba el poder y, por si fuera poco, había un plazo que cumplir. Si Mavra necesitaba algo así tan rápido, significaba que algún tipo de lucha de poder se nos venía encima. Y aquella fecha: dentro de tres medias noches era la noche de Halloween. Además de arruinarme el cumpleaños, significaba que la magia negra entraría en juego en un futuro cercano, y a esta altura del año eso solo quería decir una cosa: nigromancia.

Me quedé allí de pie, en el cementerio, observando mi tumba, hasta que empecé a tener escalofríos. En parte, por el frío.

Me sentí muy solo.

Ratón suspiró aunque no parecía preocupado. Se apoyó contra mí.

—Vamos, chico —le dije—, vamos a llevarte a casa. Con que uno de nosotros se ocupe de todo esto, es suficiente.

3

Necesitaba más respuestas.

Y tiempo para dejarme caer por el laboratorio.

Ratón y yo volvimos al apartamento en mi fiel corcel: un Volkswagen Escarabajo azul, viejo y castigado. Decir que es azul es hablar un poco metafóricamente. Al coche se le han cambiado varias puertas por piezas de diferentes colores: blancas, amarillas, rojas y verdes. Mi mecánico, Mike, se las arregló para devolverle su forma original aporreando el capó, ya que lo había abollado considerablemente al chocar contra uno de los malos. No había tenido dinero para volverlo a pintar, así que ahora el coche tenía imprimaciones grises.

Ratón se había puesto a ladrar insistentemente para transmitirme sus ganas de bajar del coche. Ocupaba casi todo el asiento trasero y para salir tenía que pasar primero por el asiento del conductor y descender desde allí. Cada vez que se repetía esta situación, venía a mi mente un vídeo en el que un elefante marino se movía torpemente por un aparcamiento en Nueva Zelanda. Sin embargo, Ratón salió muy contento, dando golpes con las patas y saludando con el rabo con mucho entusiasmo. Le encantaba ir a los sitios en coche. Que el sitio resultara ser una reunión clandestina en un escalofriante cementerio no pareció arruinarle la excursión. Lo que le gustaba era el viaje, no el destino. Ratón tenía un alma muy zen.

Míster no había vuelto todavía, y Thomas tampoco. Traté de no pensar mucho en aquello. Míster vivía solo cuando lo encontré y muy a menudo se iba por ahí de expedición. Sabía cuidarse solo. Thomas se las había arreglado para sobrevivir durante toda su vida sin mí, salvo los últimos meses. También sabía cuidarse solo.

No tenía que preocuparme por ninguno de los dos, ¿vale?

Sí, vale.

Desactivé los conjuros que protegen mi casa de las posibles intrusiones sobrenaturales y entré con Ratón. Avivé un poco el fuego y el perro se tumbó frente a él, suspirando satisfecho. Dejé mi abrigo por ahí, cogí mi vieja y gruesa bata de franela, una Coca-Cola y bajé las escaleras.

Mi apartamento está en un sótano, pero hay una trampilla debajo de una de las alfombras. Desde ahí, una escalera plegable de madera lleva al subsótano, a mi laboratorio. Allí abajo hace mucho frío todo el año y por eso me pongo esa bata tan gorda. Entiendo que cada vez que me la pongo le quito un poco de romanticismo a la imagen del mundo de los magos, pero es que es tan cómoda…

—¡Bob! —Alcé la voz al llegar al laboratorio, negro como la boca del lobo—.

Calienta los bancos de memoria. Tengo trabajo.

Las primeras luces de la habitación que se encendieron fueron las velas, cuyas llamas eran de color dorado anaranjado. La luz surgió de las cuencas de los ojos de una calavera y poco a poco fue cobrando más potencia. Finalmente, la estantería sobre la que reposaba se iluminó por completo; no era más que un conjunto de tablas de madera contra la pared, con velas por todos lados, novelas de amor, pequeños cachivaches y una pálida calavera humana.

—Dame tiempo —dijo la calavera—. Hace semanas que no me necesitas.

—Y la razón es —dije— que la mayoría de los trabajos de Halloween acaban pareciendo iguales después de unos años. No necesito consultarte cuando ya conozco las respuestas que busco.

—Si fueses tan listo —murmuró Bob—, no me necesitarías ahora.

—Tienes razón —cedí. Saqué del bolsillo de mi bata una caja de cerillas de cocina y empecé a encender velas. Empecé por unas que estaban en la mesa de metal y fui hasta las del centro de la habitación—. Tú eres un espíritu del conocimiento y yo soy solo un humano.

—Es verdad —dijo Bob arrastrando las palabras—. ¿Te encuentras bien, Harry?

Seguí con lo mío. Es decir, seguí encendiendo las velas que había en las estanterías metálicas y en los bancos de trabajo de las tres paredes, colocadas en forma de ce, rodeando la gran mesa de acero. Los estantes se hallaban repletos de cosas: platos de plástico, tapas, latas de café, bolsas, cajas, latas, frascos, termos y todo tipo de pequeños recipientes imaginables. Todos estaban llenos con diferentes clases de sustancias, tan mundanas como las pelusas y tan exóticas como la tinta de pulpo. Tenía libros y cuadernos valorados en varios cientos de libras, algunos colocados ordenadamente y otros apilados de manera negligente donde los había dejado por última vez. Hacía tiempo que no bajaba al laboratorio y las hadas tenían prohibido el acceso, así que había un poco de polvo por encima de todo.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Bueno —dijo Bob con tono cauteloso—, me acabas de hacer un cumplido, cosa que nunca ha significado nada bueno. Y además, has encendido con cerillas todas las velas.

—¿Y?

—Pues que puedes encender todas las velas con el estúpido conjuro que te inventaste —dijo Bob—. Y por culpa de tu mano quemada se te está cayendo la caja todo el tiempo. Total, que has gastado ya siete cerillas intentando encender las dichosas velas.

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