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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (9 page)

Capítulo 3

Para George Faber, la coronación de Cirilo I significaba tedio en todos sus prolongados detalles. Las ovaciones lo ensordecían, las luces le causaban dolor de cabeza, las sonoridades del coro deprimían su espíritu, y la procesión de prelados, sacerdotes, monjes, chambelanes y soldados de juguete constituían un desfile operístico que le producía resentimiento y no le divertía en absoluto. Las emanaciones de ochenta mil cuerpos hacinados como sardinas en todos los rincones de la Basílica le producían debilidad y náuseas.

Su artículo estaba ya preparado para la transmisión: tres mil palabras ardientes sobre el espectáculo, el simbolismo y el esplendor religioso de esta festividad romana. Lo había visto todo antes, y la única razón para sufrir otra vez ese tedio era tal vez la vanidad de sentarse en el lugar de honor en el palco de la Prensa, magnífico dentro de su levita nueva, con la cinta de su última condecoración italiana prendida en el pecho.

Ahora estaba pagando su vanidad. Sus nalgas estaban comprimidas entre las amplias caderas de un alemán y los muslos angulares de Campeggio, y no había escapatoria alguna durante dos horas o más, hasta que la distinguida congregación saliese a la plaza a recibir la bendición del Papa recién coronado junto a los turistas a los ciudadanos más humildes de Roma.

Exasperado, Faber se encorvó flojamente en su asiento y trató de hallar una migaja de consuelo en lo que este Cirilo podría significar para Chiara y para sí mismo. Hasta ahora la Curia había mantenido al Pontífice a cubierto. Había hecho pocas apariciones públicas, y no se había pronunciado sobre ningún asunto trascendental. Pero corría ya la voz de que el Papa era un innovador, un hombre cuya juventud y extracción diferente le permitían tener opiniones propias y el vigor para expresarlas en sus actos. Se hablaba de palabras duras en el Consistorio, y más de algún funcionario del Vaticano hablaba de cambios no sólo en el personal, sino también en la totalidad de la organización central.

Si se efectuaban cambios, algunos de ellos podrían afectar a la Sacra Rota, donde la petición de nulidad para el matrimonio de Chiara dormía desde hacía dos años en los casilleros. Los italianos repetían una chanza mordaz sobre la labor de este cuerpo augusto: «Non c'é divorcio en Italia… No hay divorcio en Italia…, ¡y sólo los católicos pueden obtenerlo! » Como la mayor parte de los chistes italianos, éste tenía su aguijón. Ni la Iglesia ni el Estado admitían la posibilidad del divorcio, pero ambos aceptaban con aparente ecuanimidad el concubinato en gran escala entre los ricos, y un número creciente de uniones irregulares entre los pobres.

La Rota era por constitución un organismo clerical, pero gran parte de su labor recaía en manos de abogados seglares, especialistas en leyes canónicas, los cuales habían formado para su mutuo provecho un sindicato tan rígido y exclusivo como otro cualquiera en el mundo, de manera que las causas matrimoniales encallaban en un callejón sin salida, sin que se tuviesen en cuenta las tragedias humanas que casi todas ellas escondían.

En teoría, la Rota debía juzgar igualmente a los que podían pagar y a los que no podían hacerlo. En la práctica, el solicitante que pagaba, o aquel con influencias o amistades romanas, podía esperar decisiones mucho más rápidas que sus hermanos de Fe más pobres. La ley era idéntica para todos, pero sus resoluciones llegaban con más celeridad a aquellos que podían costearse el mejor servicio de los abogados.

El chiste tenía también otro sentido. Era mucho más fácil obtener un decreto de nulidad si ambos cónyuges consentían en la primera petición. Si era necesario probar error, en el contrato, o conditio, o crimen, era más fácil hacerlo a dos voces. Pero si sólo uno de los cónyuges presentaba la solicitud y el otro proporcionaba pruebas contradictorias, el caso estaba condenado a un lento avance y a un muy probable fracaso.

En estos casos, la Rota establecía una distinción muy clara, pero escasamente satisfactoria: que en el foro privado de la conciencia, y por tanto de hecho, el contrato podría ser nulo, pero hasta que esto se probase en el foro externo, mediante pruebas documentales, los cónyuges debían considerarse casados, aunque no viviesen juntos. Si la parte agraviada conseguía el divorcio y se casaba fuera del país, la Iglesia excomulgaba y el Estado perseguía por bigamia.

En la práctica, pues, la situación más simple en Italia era el concubinato, puesto que era más cómodo estar condenado dentro de la Iglesia que fuera de ella, y se era más feliz amando en pecado que cumpliendo una sentencia en la cárcel de Regina Coeli.

Ésta era precisamente la situación de George Faber y Chiara Calitri.

Mientras contemplaba al nuevo Pontífice, al cual vestían sus acólitos frente al altar mayor, Faber se preguntaba con amargura cuánto sabía o podría saber algún día el Papa de las tragedias íntimas de sus súbditos, o de las cargas que sus creencias y lealtades echaban sobre sus hombros. Y se preguntaba también si no habría llegado el momento de abandonar la prudencia de toda una vida y romper lanzas, o su propia cabeza, en la causa más contenciosa de Roma: la reforma de la Sacra Rota.

Faber no era un hombre brillante ni valeroso. Su talento consistía en observar y en escribir cultos reportajes, además de poseer una habilidad casi teatral para congraciarse con la gente educada. En Roma, estas cosas constituían un talento valioso para un corresponsal. Pero ahora, al acercarse al climaterio y a los años solitarios, el talento no le bastaba. George Faber estaba enamorado, y siendo nórdico y puritano en lugar de latino, necesitaba casarse a toda costa.

La Iglesia también deseaba su matrimonio, puesto que le preocupaba la salvación de su alma; pero prefería verlo condenado por rebeldía y contumacia que aparecer poniendo en duda el lazo sacramental que por revelación divina consideraba indisoluble.

De manera que, lo quisiese o no, su propio destino y el de Chiara se hallaba en las manos rígidas de los canonistas y en las palmas suaves y epicenas de Corrado Calitri, ministro de la República. A menos que Calitri cediese, ambos permanecerían hasta el día del Juicio Final en el limbo de los fuera de la ley.

Al otro extremo de la nave, en el recinto reservado a los dignatarios de la República italiana, Faber veía la esbelta figura patricia de su enemigo, su pecho cubierto de condecoraciones, su rostro pálido como una máscara de mármol.

Cinco años antes había sido un diputado joven espectacular, respaldado por dinero milanés y con una carrera ministerial en el futuro. Sus únicas desventajas eran su soltería y su afición a jovencitos alegres y a estetas en tránsito. Su boda con una heredera romana recién salida de un colegio de monjas le conquistó el Ministerio e hizo reír a su espalda a los chismosos de Roma. Dieciocho meses después, Chiara, su mujer, ingresaba en un hospital, víctima de una depresión nerviosa. Cuando se repuso, la separación del matrimonio Calitri era ya un hecho. El próximo paso fue presentar una solicitud de nulidad ante la Sacra Rota, y allí comenzó el tedioso diálogo con la tragicomedia:

«La solicitante, Chiara Calitri, alega, ante todo, defecto de intención —repusieron los abogados por ella—, por cuanto su marido llegó al matrimonio sin la total intención de cumplir con todos los términos del contrato respecto a cohabitación, procreación y relaciones sexuales normales.»

«Yo tuve cabal intención de cumplir con los términos del contrato… —Ésta era la réplica de Corrado Calitri—. Pero mi mujer carecía de voluntad y de experiencia para ayudarme a cumplirlos. El estado matrimonial implica mutua asistencia; no recibí apoyo ni asistencia moral de mi esposa.»

«La demandante alega también que era condición esencial del matrimonio que su marido fuese un hombre de hábitos sexuales normales.»

«Mi esposa sabía lo que yo era —decía Corrado Calitri al efecto—. No intenté ocultarle mi pasado. Gran parte de él era públicamente conocido. Mi esposa se casó conmigo a pesar de ello.»

« ¡Magnífico! —decían los oidores de la Rota—. Ambos fundamentos de la demanda serían suficientes para obtener un decreto de nulidad, pero la simple declaración no constituye prueba. ¿Cómo piensa probar su caso la demandante? ¿Su esposo expresó ante ella u otros sus intenciones viciadas? ¿Se estableció explícitamente esa condición antes del contrato? ¿En qué ocasión? ¿En qué forma? ¿Oral o escrita? ¿Quién puede verificar esa condición?»

De manera que las ruedas de la justicia canónica se detuvieron inevitablemente y los abogados convencieron discretamente a Chiara de que era preferible suspender la causa mientras se buscaban pruebas, en lugar de forzarla hasta una conclusión desfavorable. Los hombres de la Rota mantenían firmemente los principios dogmáticos y las disposiciones de la ley; Corrado Calitri continuó protectoramente casado y alegremente libre, mientras Chiara se encontraba atrapada como una rata en la trampa que su marido le había tendido. Toda la ciudad adivinó su próximo paso antes de que la joven lo hubiese dado. Chiara tenía veintiséis años, y a los seis meses era la amante de George Faber. Roma sonrió con su habitual cinismo ante esta unión y se volvió hacia los alegres escándalos de la colonia cinematográfica de Cinecittá.

Pero George Faber no era un amante satisfecho. Le escocía la conciencia y odiaba al hombre que lo obligaba a refregarla día tras día…

De pronto, el periodista se sintió mareado. Notó que el sudor le empapaba el rostro y las palmas de las manos, y luchó por recuperar su compostura mientras el Papa subía los peldaños del altar, apoyándose en sus ayudantes.

Campeggio lanzó una ojeada astuta a su alterado colega, y luego se inclinó hacia delante y lo golpeó en el hombro:

—Tampoco a mí me gusta Calitri; pero no logrará vencerlo por ese camino.

Faber se irguió tiesamente y lo miró con ojos hostiles.

—¿Qué diablos quiere decir?

Campeggio se encogió de hombros y sonrió.

—No se enfade, amigo mío; es un secreto a voces. Y aun si no lo fuera, lo lleva escrito en el rostro… Por supuesto que usted odia a Calitri, y no le culpo. Pero hay más de una manera para desollar a un gato.

—Me gustaría saber cuáles —dijo Faber con irritación.

—Invíteme a almorzar algún día, y se lo diré.

Y Faber tuvo que contentarse con estas palabras, pero la esperanza zumbaba en su mente como un abejorro mientras Cirilo el Pontífice entonaba la misa de Coronación y las voces del coro resonaban en la cúpula de la Basílica.

Rudolf Semmering, padre general de la Compañía de Jesús, permanecía rígido como un centinela en su puesto de la nave y se entregaba a una meditación acerca de la coyuntura y su significado.

Una vida entera de disciplina en los ejercicios ignacianos le habían procurado la habilidad suficiente para proyectarse fuera de los términos del tiempo y el espacio hacia una soledad de contemplación. No oía la música, ni el murmullo de la concurrencia, ni el sonoro latín de la ceremonia. Sus sentidos amortiguados rechazaban toda intrusión. Una gran quietud lo circundaba mientras las facultades de su espíritu se concentraban sobre la esencia del momento: la relación entre el Creador y Sus criaturas, confirmadas y renovadas por el advenimiento de Su Vicario.

Aquí, en su símbolo, ceremonia y acto de sacrificio, se desplegaba la naturaleza del Cuerpo Místico: Cristo el Dios—Hombre como Cabeza, con el Pontífice como Vicario, dando vida a todo este Cuerpo con Su presencia permanente y a través de la infusión del Paráclito. Aquí estaba todo el orden físico que Cristo había establecido como símbolo visible e instrumento visible de Su obra en la Humanidad: la iglesia, la jerarquía de Papa, obispos, sacerdotes y fieles, unidos en una Fe única por un sacrificio único y en un único sistema sacramental. Aquí estaba resumida toda la misión de la redención: el retorno del hombre a su Creador mediante la gracia y las enseñanzas del Nuevo Testamento.

También aquí radicaba la oscuridad de un misterio monstruoso: por qué un Dios omnipotente había hecho instrumentos humanos capaces de rebelión, que podrían rechazar el designio divino, o destruirlo, o inhibir su avance; por qué el Todopoderoso permitía que aquellos a quienes había hecho a su imagen avanzasen a tientas hacia Él por un camino estrecho como el filo de una navaja, en diario peligro de perderse para siempre de Su rostro. Aquí estaba finalmente el misterio del ministerium, de esa servidumbre a la cual algunos hombres —él entre ellos— se sentían llamados, para asumir una mayor responsabilidad y un riesgo mayor, y para mostrar en ellos la imagen de la Deidad para la salvación de sus semejantes.

Y así llegó la mente de Semmering a la aplicación de todas estas meditaciones: lo que debía hacer él, personalmente, por el servicio del Pontífice, de la Iglesia y de Cristo, a los cuales se hallaba unido por votos perpetuos. Era, por elección, el jefe de cuarenta mil hombres célibes sometidos a la voluntad del Pontífice en la misión que éste quisiese señalarles. Bajo sus órdenes estaban algunas de las inteligencias más eminentes del mundo, algunos de los espíritus más inspirados, los especuladores más osados. Y su tarea no era sólo emplearlos como instrumentos pasivos, sino ayudar a cada uno de ellos a crecer de acuerdo con su naturaleza y su talento, y con el espíritu de Dios obrando dentro de él.

Tampoco era suficiente que presentase al Pontífice la sólida organización de la Compañía y esperase sus órdenes para ponerla en movimiento. Como toda organización o individuo en la Iglesia, la Compañía de Jesús debía buscar y proponer nuevos caminos y nuevos esfuerzos para promover la misión divina. No podía entregarse al temor a lo nuevo o a la comodidad de los métodos tradicionales. La Iglesia no era un cuerpo estático. Era, según la parábola del Evangelio, un árbol cuya vida está implícita en una semilla diminuta, pero que debe fructificar y crecer año a año con forma diversa, mientras más y más pajarillos anidan en sus ramas.

Pero ni siquiera los árboles crecen siempre al mismo ritmo o con idéntica profusión de hojas y flores. Hay ocasiones en las cuales parece que la savia es más escasa, o el suelo menos nutritivo, y el jardinero debe acudir entonces para abrir la tierra e inyectar nuevo alimento en las raíces.

Hacía va tiempo que Rudolf Semmering estaba inquieto por los informes provenientes de todas partes del mundo y que hablaban de una disminución de la influencia de su Compañía y de la Iglesia. Eran muchos los estudiantes que abandonaban las prácticas religiosas durante sus primeros años universitarios. Los candidatos al sacerdocio y a las Órdenes religiosas disminuían. El impulso misionero parecía carecer de vitalidad. Las prédicas desde el púlpito habían decaído hasta convertirse en una simple fórmula…, y todo esto mientras el mundo entero vivía bajo la sombra de la destrucción atómica, y los hombres preguntaban con voz cada vez más apremiante con qué objeto se los hizo y por qué debían concebir hijos para un futuro tan incierto.

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