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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (6 page)

Capítulo 2

En el vestíbulo de mármol blanco del «Club de la Prensa Extranjera», George Faber estiró sus elegantes piernas y emitió su veredicto sobre la elección:

—Un obstáculo para el Este, una locura para el Oeste, un desastre para los romanos.

Una risa respetuosa recorrió la habitación. El hombre que había pasado tantos años a cargo de las noticias del Vaticano tenía derecho a hacer frases, aunque fuesen malas. Seguro de la atención de su público, Faber continuó con voz tranquila y aplomada:

—Míresele como se le mire, Cirilo I significa confusión política. Ha sido prisionero de los rusos durante diecisiete años, por lo que borramos de golpe cualquier esperanza de acercamiento entre el Vaticano y los soviéticos. Y Estados Unidos también está comprometido. Creo que podemos esperar un abandono progresivo de la política neutralista y una alineación gradual del Vaticano con el Oeste. Hemos vuelto a la alianza Pacelli—Spellman. Para Italia… —Y aquí extendió sus manos elocuentes, que abarcaban toda la península—. ¡Bah! ¿Qué sucederá ahora con el milagro de la recuperación italiana? Se hizo en cooperación con el Vaticano: dinero del Vaticano, prestigio del Vaticano en el extranjero, ayuda del Vaticano a la emigración, autoridad confesional de la Iglesia para contener el avance de la Izquierda. ¿Qué sucederá ahora? Si Cirilo I comienza a hacer nuevos nombramientos, los eslabones que unen al Vaticano y la República italiana pueden romperse fácilmente. Puede alterarse el delicado equilibrio entre estos dos poderes. —Su rostro se relajó, y se volvió a sus colegas con una sonrisa simpática y deprecatoria, la sonrisa del hacedor de reyes—. Por lo menos, ése es mi punto de vista, y a él me atendré. ¡Pueden citar mis palabras indicando su origen, y si alguien me roba los titulares, entablaré la demanda correspondiente!

Collins, del Times de Londres, se encogió de hombros quisquillosamente y regresó al bar con un alemán de Bonn.

—Faber es un charlatán, desde luego, pero no se equivoca del todo respecto a la situación italiana. Esta elección me ha dejado estupefacto. Por lo que he oído, la mayoría de los cardenales italianos eran partidarios de ella, aunque ninguno lo dejó traslucir antes de comenzar el Conclave. La elección es un arma maravillosa para la Derecha o la Izquierda. En cuanto el Papa hable de asuntos italianos, pueden tildarlo de extranjero y echarle en cara su intromisión en asuntos de política local… Es lo que sucedió al holandés… ¿quién fue, Adriano VI? La evidencia histórica demuestra que fue un hombre prudente y un excelente administrador, pero cuando murió, la Iglesia se hallaba en un estado aún más caótico que el anterior a su elección. Nunca me ha gustado el tipo de catolicismo barroco que los italianos entregan al mundo, pero en asuntos de Estado tienen gran valor político… como los irlandeses, si comprende usted lo que quiero decir.

—Para los reportajes gráficos, la barba resulta maravillosa —decía una morena de boca ávida, en el otro extremo del bar—. Y puede ser divertido presenciar algunas ceremonias griegas y rusas en el Vaticano. Con todos esos ropajes extraño., y esos hermosos iconos sobre el pecho… Podría lanzarse la idea: ¡dijes colgantes para la moda de, invierno! Un ángulo interesante, ¿no le parece?

Estalló en una carcajada aguda y discordante.

—En esto hay un misterio —dijo Boucher, un francés con rostro de zorra—: ¡Un forastero, un desconocido, tras el Conclave más corto de la Historia! Estuve conversando con Morand y con algunos de los nuestros. La impresión general era de desesperación, como si los cardenales viesen el fin del mundo y desearan a alguien muy especial para guiarlos hacia él. Podrían estar en lo cierto. Los chinos han ido a Moscú, y se dice que desean la guerra ahora, o producirán la división del mundo marxista. Y si consiguen su propósito, será el fin de toda política, y nosotros deberemos comenzar a recitar nuestras oraciones…

—Supe una noticia extraña esta mañana. — Feuchtwanger, el suizo, sorbió su café y habló en voz baja con el sueco Erikson—. Ayer llegó a Roma un correo de Moscú, vía Praga y Varsovia. Esta mañana, un funcionario de la Embajada Soviética visitó al cardenal Potocki. Por supuesto que nadie dice nada, pero es posible que Rusia desee algo de este hombre. Kamenev tiene problemas con los chinos, y siempre ha mirado más allá de sus narices…

— ¡Curioso! —terció Fedorov, el representante de la «Agencia Tass»—. ¡Muy curioso! Hoy se siente el influjo de Kamenev en todas partes, incluso aquí… Nómbresele o no, se siente su presencia…

Beron, el checo, asintió prudentemente, pero no dijo nada. El gran Kamenev estaba fuera del alcance de su humilde pluma, y después de veinte años de supervivencia había aprendido que es preferible el silencio de un año a la indiscreción de un instante.

El ruso continuó, con el tranquilo celo del ortodoxo:

—Hace meses escuché el rumor, entonces era sólo un rumor…, de que Kamenev había organizado la fuga de este hombre y que el Presidium pedía su cabeza. Ahora, aunque se nos ha dicho que no lo repitamos, el secreto ha dejado de serlo. Kamenev fue el autor de esa fuga. Y debe de estar riendo al ver en el trono apostólico a un hombre en cuyo rostro ha dejado sus señales.

—¿Y qué piensa de eso el Presidium? —preguntó cautamente el checo.

Fedorov se encogió de hombros y extendió sus rechonchos dedos sobre la mesa.

—Lo aprueban, por supuesto. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Ellos también llevan la marca de Kamenev, el cual, además, es un genio. ¿Quién que no fuese Kamenev hubiera podido lograr lo que no lograron los planes quinquenales: hacer que floreciesen las llanuras siberianas? ¡Contemple su obra desde el Báltico hasta Bulgaria! Por primera vez tenemos paz en las marcas occidentales. Incluso los polacos nos odian menos que antes. Estamos exportando granos. ¡Imagínese! El Presidium y el pueblo aprobarán todo lo que este hombre haga, créalo.

El checo asintió gravemente, y luego hizo otra pregunta:

—Esa marca de Kamenev que menciona usted, ¿qué es?

El hombre de la «Tass» bebió de su vaso pensativamente, y luego dijo:

—Cierto que una vez Kamenev habló de esto. Yo no estuve presente, pero escuché ciertos comentarios al respecto. Dijo: «Cuando se ha destrozado a un hombre durante los interrogatorios, y se han diseminado sus partes sobre la mesa y se han vuelto a unir, sucede algo muy extraño. A ese hombre se le ama o se le odia por toda la vida. Y él también nos odiará o nos querrá en retribución. ¡Es imposible conducir a un hombre o a un pueblo por los caminos del infierno sin desear compartir también el cielo con ellos! » Por eso nuestro pueblo lo quiere. ¡Lo tuvo en el potro durante tres años, y entonces le mostró de pronto un mundo nuevo! —Fedorov vació su copa de un trago y la golpeó sobre la mesa—. ¡Un gran hombre, el más grande que hemos tenido desde Pedro el Emperador!

—Y este Papa, este Cirilo, ¿qué clase de hombre será?

—No lo sé —dijo el ruso pensativamente—. Si Kamenev siente afecto por él, pueden suceder cosas muy extrañas. Pueden suceder cosas muy extrañas a ambos.

Aún no había sido coronado, pero Cirilo el Papa había sentido ya el impacto del poder. Y la conmoción que le producía era mayor de lo que jamás había imaginado. En sus manos se hallaban ahora dos mil años de tiempo y toda la eternidad. Tenía por súbditos a quinientos millones de personas, y sus tributos afluían en todas las monedas del mundo. Si caminaba, como lo hacía hoy, en los jardines del Vaticano, podía medir los confines de su reino en un día; pero sus estrechos dominios eran sólo una plaza fuerte desde la cual su poder se extendía hasta abarcar el planeta inclinado.

Los hombres que lo habían elevado dependían ahora de su palabra. Podía gastar a voluntad o derrochar tontamente los tesoros de siglos que habían puesto en sus manos. Su burocracia era más compleja, pero funcionaba con menos gasto que cualquier otra en el mundo. Los soldados de juguete que resguardaban su sagrada persona estaban respaldados por legiones de hombres que habían jurado servirlo con su talento, sus corazones, sus voluntades y todas sus vidas célibes. Otros hombres ejercían el poder por la voz tornadiza del sufragio, por la presión de posiciones partidistas o por la tiranía de juntas militares. Sólo el Pontífice lo ejercía por delegación divina, y ninguno de sus súbditos osaba oponerse.

Pero la conciencia del poder era una cosa; su uso, otra muy diferente. Cualesquiera que fuesen sus planes para la Iglesia, cualesquiera fuesen los cambios que hiciera en el futuro, por el momento debía emplear los instrumentos de que disponía y la organización que sus predecesores le habían legado. Tenía que aprender tanto, con tanta rapidez, y, sin embargo, en los días anteriores a la coronación casi parecía que una conspiración le robara tiempo para pensar y planear. Había momentos en los cuales se sentía como un títere al cual se viste y se hace ensayar para la representación.

Los zapateros acudieron a tomar medidas para sus zapatos; los sastres, para coser sus sotanas blancas. Los joyeros le sometían diseños para su anillo y su cruz pectoral. Los heraldos le presentaban dibujos para su escudo de armas: llaves cruzadas, por la misión de Pedro; un oso rampante sobre campo blanco; sobre él, la paloma del Paráclito, y debajo, la divisa «Ex oriente lux… Una luz que viene del Oriente».

Cirilo lo aprobó a primera vista. Excitaba su imaginación y su sentido del humor. Se necesitaba tiempo para dar forma a un oso…, pero cuando alcanzaba su madurez era un ejemplar formidable. Con el Espíritu Santo para guiarlo, esperaba poder hacer mucho por la Iglesia. Y tal vez el Oriente había permanecido tanto tiempo en las sombras porque el Occidente había dado una forma muy local a un evangelio universal.

Los chambelanes lo llevaron de audiencia en audiencia: con la Prensa; con las familias nobles que reclamaban un lugar junto al trono pontificio; con prefectos y secretarios de congregaciones y tribunales y comisiones. La Congregación de Partes mantenía su mesa de trabajo cubierta de respuestas, en perfecto latín, a todas las cartas y telegramas de felicitación. La Secretaría de Estado le recordaba diariamente crisis y revoluciones y las intrigas de las Embajadas.

A cada paso tropezaba políticamente con la Historia, el protocolo y el ritual, y con la engorrosa metodología de la burocracia vaticana. Adondequiera que se volviese, había algún funcionario junto a él dirigiendo la atención de Su Santidad a esto o aquello: un cargo que llenar, una cortesía que cumplir, un talento que reclama urgentemente preeminencia.

La escenografía era grandiosa; la dirección de escena, diligente, pero tardó una semana en descubrir el título de la obra. Era una antigua comedia romana, popular en otro tiempo, pero caída ahora hasta cierto punto en desgracia: su título era El manejo de los príncipes. El tema era muy simple: cómo dar poder absoluto a un hombre y limitar luego el uso que pudiese hacer de él. La técnica consistía en hacerlo sentirse tan importante y mantenerlo tan ocupado con pomposas trivialidades, que no tuviese tiempo para idear una política o ponerla en ejecución.

Cuando Cirilo el ucraniano captó esta burla, rió secretamente y decidió burlarse también.

Así, dos días antes de su coronación convocó, sin aviso previo, una reunión privada de todos los cardenales en los salones Borgia del Vaticano. Lo brusco de esta convocatoria estaba calculado, como estaba calculado también su riesgo.

Todos los cardenales, excepto los de la Curia; abandonarían Roma el día siguiente de su coronación y regresarían a sus respectivos países. Cada uno de ellos sería un auxiliar bien dispuesto o un discreto obstáculo a la política papal. No se llegaba a ser príncipe de la Iglesia sin cierta ambición y cierto gusto por el poder. No se envejecía en estos cargos sin cierto endurecimiento del corazón y la voluntad. Eran más que súbditos estos hombres clave; eran también consejeros celosos de su sucesión apostólica y de la autonomía que ella les confería. Incluso el Papa debía avanzar con tiento entre ellos, sin forzar excesivamente su prudencia, su lealtad o su orgullo patrio.

Cuando Cirilo los vio sentados ante él, viejos y astutos, sagazmente expectantes, se descorazonó y se preguntó por centésima vez qué ofrecer a ellos o a la Iglesia. Y entonces, una vez más, pareció que las fuerzas renacían en él, e hizo la señal de la cruz, invocó al Espíritu Santo y se lanzó de lleno a los asuntos del Consistorio. No usó el «nosotros» de autoridad, sino que habló íntimamente, personalmente, como ansioso por establecer una relación de amistad:

—Hermanos míos, mis colaboradores en la causa de Cristo… —Su voz era poderosa, pero curiosamente tierna, como si les suplicase fraternidad y comprensión—. Vosotros me habéis hecho lo que soy. Pero si lo que creemos es verdad, no habéis sido vosotros, sino Dios, quien me ha instalado en la Silla del Pescador. Noche y día me he preguntado qué puedo ofrecer a Dios y a su Iglesia…, tan poco es lo que tengo, ya lo veis. Soy un hombre devuelto a la vida, como Lázaro, y que ha retornado a Él por la mano de Dios. Todos vosotros sois hombres de vuestro tiempo. Habéis crecido en él, habéis cambiado con él, habéis contribuido a cambiarlo para bien o para mal. Es natural que cada uno de vosotros guarde celosamente ese lugar, y ese conocimiento, y esa autoridad que habéis ganado en el tiempo. Ahora, sin embargo, debo pediros que seáis generosos conmigo y que me cedáis lo que tenéis de conocimiento y experiencia en nombre de Dios. —Su voz tembló levemente y los ancianos creyeron por un momento que el Pontífice iba a llorar. Pero Cirilo se recobró y pareció crecer en estatura, mientras su voz adquiría mayor fuerza—. Por el contrario, yo no soy un hombre de mi tiempo…, porque he estado diecisiete años en prisión, y el tiempo se ha deslizado junto a mí. Hay tanto del mundo que me resulta nuevo… Lo único que no es nuevo es el hombre, y a éste le conozco y le amo, porque he vivido muchos años con él en la sencilla intimidad de la supervivencia. Incluso la Iglesia me es desconocida, pues tuve que prescindir durante tanto tiempo de todo lo que en ella es innecesario, y aferrarme a lo que constituye su naturaleza y su esencia: el depósito de Fe, el sacrificio y los actos sacramentales.

El Pontífice sonrió por primera vez a los cardenales, percibiendo su inquietud y tratando de calmarla.

—Sé lo que estáis pensando: que vuestro Papa puede ser un innovador, un hombre ávido de cambios. No es así. Aunque es preciso hacer muchos cambios, debemos efectuarlos juntos. Sólo estoy intentando explicaros mi posición, para que podáis comprenderme y ayudarme. Me es imposible asirme con el mismo celo de otros al ritual y a las formas tradicionales de devoción, porque durante años me apoyé sólo en las plegarias más simples y en los elementos esenciales de los sacramentos. Sé bien, creedme, sé muy bien que hay seres para quienes el camino más recto es el más seguro. Quiero que ellos encuentren el máximo de libertad dentro de la Fe. No deseo cambiar la prolongada tradición de un clero célibe. También yo soy célibe, como vosotros. Pero he visto mantener la Fe ante la persecución a sacerdotes casados, que la legaron a sus hijos como una joya envuelta en sedas. No puedo exaltarme por los legalismos de los canonistas o las rivalidades de las congregaciones religiosas, porque he visto a mujeres violadas por sus carceleros y he traído al mundo a sus hijos con estas manos consagradas.

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