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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (10 page)

En su primera época dentro de la Compañía, el padre Semmering había hecho estudios profundos de Historia, y toda su experiencia posterior había confirmado su creencia en el punto de vista cíclico y climático de ella. Sus años en la Iglesia le habían enseñado que ésta crecía y cambiaba junto con el esquema humano, a pesar, o tal vez a causa, de su perenne conformidad con el Ser Divino. Había períodos de mediocridad y períodos de decadencia. Había siglos de esplendor, cuando el genio parecía surgir de calles y avenidas. Había épocas en las cuales el espíritu humano, largo tiempo abrumado por la existencia material, saltaba de su prisión y se lanzaba libre y ardiente a gritar por los tejados del mundo, de manera que los hombres escuchaban truenos provenientes de un cielo olvidado y veían una vez más los rastros esplendorosos de lo divino.

Al mirar hacia el altar mayor y ver al oficiante, que se movía con rigidez bajo veintisiete kilos de vestiduras doradas, Semmering se preguntó si esto podría ser el comienzo de una nueva época. Recordando la demanda del Papa de hombres con pies alados y corazones ardientes, se preguntó también si no debería ser ésa la primera ofrenda de su Compañía: un hombre que pudiese decir las verdades antiguas en formas nuevas y caminar como un nuevo apóstol en este mundo extraño surgido de un hongo nebuloso.

Y ese hombre lo tenía. Estaba seguro. Incluso dentro de la Compañía se le conocía poco, porque había pasado la mayor parte de su vida en lugares remotos, dedicado a proyectos que parecían tener poco en común con los asuntos del espíritu. Pero sabía que estaba preparado para que se le emplease en otra forma.

Concluida su meditación, el magro y metódico Rudolf Semmering sacó su cuadernillo de notas y escribió en él que debía enviar un cable a Yakarta. Luego, en la cúpula de la Basílica, las trompetas hicieron oír su charanga prolongada y melodiosa, y Semmering alzó la vista para ver cómo Cirilo el Pontítice levantaba sobre su cabeza el cuerpo de Dios, a quien representaba en la Tierra.

La noche de su coronación, Cirilo Lakota vistió la sotana negra y el sombrero de los sacerdotes romanos y cruzó solo la Puerta Angélica para inspeccionar su nuevo obispado. Los guardianes de la puerta lo miraron apenas, habituados a la diaria procesión de Monsignori que entraban y salían del Vaticano. Cirilo sonrió para sí y ocultó su marcado rostro tras un pañuelo mientras apresuraba el paso por el Borgo Angélico hacia el castillo de Sant'Angelo.

Eran las diez y algunos minutos. El aire estaba aún tibio y polvoriento, y las calles, bullentes de vehículos y transeúntes. El Pontífice avanzó libremente, excitado como colegial que escapa de su encierro.

En el puente de Sant'Angelo se detuvo y se inclinó sobre el parapeto, contemplando las aguas grises del Tíber, que durante cinco mil años había reflejado las locuras de los emperadores, el desfile de Papas y príncipes, y las muertes y nacimientos de la Ciudad Eterna.

Era ahora su ciudad. Le pertenecía como sólo podía pertenecer al sucesor de Pedro. Sin el Papado, Roma podía morir otra vez y convertirse en una reliquia provincial, porque su acervo estaba en su historia, y la historia de la Iglesia era la mitad de la historia de Roma. Más aún, Cirilo el ruso era ahora obispo de los romanos, su pastor, su maestro, su monitor en las materias del espíritu.

Antaño eran los romanos quienes elegían al Papa. Aún hoy decían que el Papa les pertenecía, y, en cierto sentido, así éra. Estaba anclado en su sueño, confinado entre sus murallas hasta el día de su muerte. Los romanos tal vez llegasen a amarlo, como lo deseaba. Podrían llegar a odiarlo, como habían odiado a tantos de sus predecesores. Dirían chistes a su costa, como lo habían hecho por siglos, llamando figli di Papa, hijos del Papa, a los granujas de la ciudad y culpándolos por las limitaciones de sus cardenales y de su clero. Y si se los provocaba suficientemente, incluso podrían tratar de asesinarlo y arrojar su cuerpo al Tíber. Pero les pertenecía, y ellos a él, aunque la mitad de los romanos no ponían jamás los pies en una iglesia, y muchos de ellos tenían tarjetas que probaban que eran hombres de Kamenev y no del Papa. La misión del Pontífice abarcaba al mundo entero, pero su hogar era éste, y como todo otro dueño de casa, debía mantener las mejores relaciones posibles con sus vecinos.

Cirilo cruzó el puente y penetró en la red de avenidas y callejones entre la calle del Espíritu Santo y la Via Zanardelli, y antes de cinco minutos la ciudad lo había engullido. A ambos lados se alzaban edificios grises, descascarillados y dañados por la intemperie. Una lámpara mortecina parpadeaba en el santuario de una Madonna polvorienta. Un gato que escarbaba en un montón de desperdicios se volvió hacia él y bufó. Una mujer embarazada se apoyaba en un portal, bajo el escudo de armas de algún príncipe olvidado. Un muchacho gritó al pasar desde su «Vespa» bulliciosa. Un par de prostitutas que chismorreaban bajo un farol callejero rieron al ver al sacerdote, y una de ellas hizo el ademán prescrito contra el mal de ojo. Un incidente trivial, pero que causó profunda impresión en Cirilo. Ya le habían hablado de esta antigua costumbre romana; pero era la primera vez que la veía. Los sacerdotes llevaban faldas. No eran hombres ni mujeres, sino criaturas extrañas que probablemente tenían mal'occhio. Más valía prevenir que lamentar, y los romanos tendían hacia ellos el índice y el meñique imitando los cuernos diabólicos.

Un momento después, Cirilo desembocó en una estrecha plaza en cuyo ángulo había un bar con mesitas en la acera. Una de las mesas estaba ocupada por un grupo familiar que comía pasteles y parloteaba en duro acento romano; la otra mesa estaba libre, de modo que Cirilo se sentó y pidió un espresso. El servicio era descuidado, y los demás clientes hicieron caso omiso de su presencia. Roma estaba llena de clérigos; uno más o uno menos, tenía poca importancia.

Mientras Cirilo sorbia su café amargo, un hombrecillo marchito, con los zapatos rotos, se acercó a venderle un periódico. Cirilo hurgó en su sotana en busca de algunas moneditas, y en seguida recordó, sobresaltado, que había olvidado coger algún dinero. Ni siquiera podría pagar su café. Por un momento se sintió humillado e incómodo, pero luego vio lo absurdo de la situación y decidió sacar partido de ella. Hizo una seña al camarero y le explicó su situación, dando vueltas a sus bolsillos para demostrar su buena fe. El hombre hizo una mueca malhumorada, y se alejó murmurando una imprecación contra los sacerdotes que chupan la sangre de los pobres.

Cirilo lo cogió por la manga y lo hizo volver.

—¡No, no, me ha entendido mal! Yo quiero pagar, y pagaré.

El vendedor de periódicos y la familia esperaron silenciosamente el comienzo de una agitada comedia romana.

— ¡Bah! —El camarero hizo un ademán de desprecio—. ¡De manera que quiere pagar! Pero, ¿cuándo y con qué? ¿Cómo sé quién es usted o de dónde viene?

—Si usted quiere —dijo Cirilo sonriendo—, puedo dejarle mi nombre y mi dirección.

—¿De manera que tendré que trotar por toda Roma para cobrar cincuenta liras?

—Se las enviaré o se las traeré personalmente.

—Y, entretanto, ¿quién debe pagar? ¡Yo! ¿Cree que tengo dinero suficiente para pagar el café a todos los sacerdotes de Roma?

Rieron todos, y quedaron satisfechos. El padre de familia buscó en su bolsillo y echó expansivamente algunas monedas sobre la mesa.

—¡Déjeme pagar su café, padre! Y también el periódico.

—Gracias… Le estoy muy agradecido. Pero quisiera pagárselo.

— ¡No es nada, padre, no es nada! —el pater familias agitó una mano tolerante—. Y disculpe usted a este Giorgio. Tiene problemas con su mujer.

Giorgio gruñó apesadumbrado y se echó las monedas al bolsillo.

—Mi madre quería que fuese sacerdote. Tal vez tenía razón.

—Los sacerdotes también tienen sus problemas —dijo Cirilo mansamente—. Incluso el Papa los tiene, me han dicho.

—¡El Papa! ese sí que es divertido!

El que hablaba era el vendedor de periódicos, que, por vender noticias, reclamaba su derecho a comentarlas.

—Esta vez sí que nos han aviado. ¡Un ruso en el Vaticano! ¡Ahí tienen ustedes una bonita historia! —Extendió el periódico y apuntó dramáticamente a un retrato del Pontífice que cubría casi la mitad de la primera página—. Y ahora, díganme si no es un Papa extraño para los romanos. Miren ese rostro y esa… —Se interrumpió y contempló fijamente el semblante barbudo del recién llegado. Su voz se hizo un susurro—: Dio! Es igual a usted.

Los demás se inclinaron sobre su hombro, examinando el retrato.

—Extraño —dijo Giorgio—, muy extraño. Podría ser su doble.

—Soy el Papa —dijo Cirilo, y todos lo miraron boquiabiertos, como si fuese un fantasma.

—No lo creo —dijo Giorgio—. Se parece al Papa, seguro. Pero usted está sentado aquí, sin una lira en el bolsillo, bebiendo café, y ni siquiera es buen café.

—Es mejor que el que me dan en el Vaticano.

Y viendo su confusión y su apuro, pidió un lápiz y escribió sus nombres y sus direcciones en el reverso de una cuenta del bar.

—Les diré lo que voy a hacer. Enviaré una carta a cada uno de ustedes invitándolos a almorzar conmigo en el Vaticano. Y entonces les pagaré lo que les debo.

—¿No se está burlando de nosotros, padre? —preguntó el vendedor de periódicos ansiosamente.

—No, no me estoy burlando. Ya tendrán noticias mías.

Se puso en pie, dobló el periódico y se lo metió en el bolsillo de la sotana. Luego puso las manos sobre la cabeza del anciano y murmuró una bendición.

—Y ahora, dígale a todos que el Papa lo ha bendecido. —Hizo la señal de la cruz sobre el pequeño grupo—. Y ustedes digan a sus amigos que me han visto y que no tenía dinero para pagar el café.

Todos lo miraron, estupefactos, y Cirilo se alejó, una figura delgada y oscura, pero curiosamente triunfante de este primer encuentro con su pueblo.

Era un triunfo insignificante, por supuesto, pero oró desesperadamente para que fuese presagio de otros mayores. Si la Creación y la Redención tenían algún significado, este significado era una relación de amor entre el Hacedor y Sus criaturas. Si así no fuese, toda la existencia se convertiría en una horrorosa ironía, indigna de la Omnipotencia. El amor es cosa del corazón. Su lenguaje es el lenguaje del corazón. Los gestos del amor son los gestos simples de las relaciones cotidianas, y no el ritual barroco del teatro eclesiástico. Las tragedias de amor son las tragedias de un camarero con los pies doloridos y a quien su mujer no comprende. El terror del amor es que el rostro del Amado está siempre oculto tras un velo, de manera que al alzar los ojos en busca de esperanza, sólo vemos el rostro oficial de un sacerdote, o un Papa, o un político.

Una vez, y por un corto tiempo en la Tierra estrecha, Dios mostró su rostro a los hombres en la persona de su Hijo, y éstos lo vieron como pastor amante, curando a los enfermos y alimentando a los hambrientos. Luego Dios se ocultó otra vez, dejando a la Iglesia como una extensión de sí mismo a través de los siglos, y dejando también a sus vicarios y a su sacerdocio para que fuesen otros Cristos para la multitud. Si desdeñaban el comercio con hombres sencillos y olvidaban el lenguaje del corazón, muy pronto se hallarían hablando en el desierto…

Las callejas se cerraron otra vez a su alrededor y se encontró deseando poder mirar tras sus puertas inexpresivas y sus ventanas ciegas, dentro de las vidas de sus habitantes. Sintió una curiosa y momentánea nostalgia por los campamentos y la prisión, donde había respirado el aliento de sus compañeros de sufrimientos y despertado en la noche con los balbuceos de sus sueños.

Se hallaba a medio camino, en una callejuela maloliente, cuando se encontró atrapado entre una puerta cerrada y un automóvil estacionado. En aquel momento se abrió la puerta y un hombre salió por ella, haciéndolo vacilar contra el automóvil.

El hombre masculló una disculpa, y luego, viendo la sotana, se detuvo. Dijo brevemente:

—Allá arriba se está muriendo un hombre. Tal vez usted pueda hacer por él más que yo…

—¿Quién es usted?

—Un médico. Nunca nos llaman a tiempo.

—¿Dónde está el hombre?

—En el segundo piso… Tenga cuidado. Es un enfermo infeccioso. Tuberculosis… Neumonía secundaria y neumotórax.

—¿No hay nadie cuidándolo?

—Sí, una mujer joven. Muy eficiente… Vale más que dos de nosotros en un momento así. Apresúrese. No le doy más que una hora de vida.

Y, sin decir más, dio media vuelta y se alejó rápidamente por la calla ja, mientras sus pasos resonaban sobre los adoquines.

Cirilo el Pontífice empujó la puerta y entró. El edificio era uno de esos viejos palacios deteriorados, con el patio en desorden y una escalera que olía a repollo y a alimentos rancios. Los peldaños crujían bajo sus pies, y el pasamanos se notaba grasoso al tacto.

En el segundo rellano encontró a un grupo de personas apiñadas alrededor de una mujer que lloraba. Le lanzaron una mirada inquieta, de soslayo, y, ante sus preguntas, uno de los hombres señaló con el pulgar hacia una puerta abierta.

—Está allí.

—¿Ha venido algún sacerdote?

EJ hombre se encogió de hombros y se volvió hacia otro lado; los sollozos de la mujer continuaron sin interrupción.

El apartamento constaba de un cuarto grande, mal ventilado, abarrotado de objetos como un baratillo y con un morboso olor a enfermo flotando en el ambiente. En un rincón estaba el gran lecho matrimonial, y en él yacía un hombre descarnado y encogido bajo un cobertor manchado. Estaba sin afeitar; su cabello ralo y húmedo se pegaba a la frente, y su cabeza se agitaba de lado a lado sobre un montón de almohadas. Su respiración era entrecortada, dolorosa, con grandes estertores, y en las comisuras de la boca había una espuma sanguinolenta.

Junto a la cama se hallaba una joven, absurdamente elegante en tal lugar, que secaba el sudor de la frente del agonizante y limpiaba sus labios con una esponja de hilas.

Al entrar Cirilo, la mujer alzó la vista, y el Pontífice vio un rostro joven, curiosamente sereno, y un par de ojos oscuros e interrogadores.

—Encontré al médico allá abajo —dijo Cirilo—. Pensó que tal vez yo podría ayudar en algo.

La muchacha sacudió la cabeza.

—Temo que no. Está en coma. No creo que dure mucho.

Su voz educada y sus modales tranquilos y profesionales intrigaron al sacerdote. La interrogó otra vez con curiosidad:

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