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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (5 page)

—Sólo podemos votar en su elección. No hay otro camino.

—Hay otro camino, prescrito por la Constitución Apostólica. El camino de la inspiración. Cualquier miembro del Conclave puede proclamar públicamente al hombre que cree debe ser elegido, confiando en que si éste es candidato aceptable para Dios, Él inspirará al resto de los miembros del Conclave a aprobarlo públicamente. Es un método válido de elección.

—Requiere valor… y mucha fe.

—Si nosotros, los jefes de la Iglesia, carecemos de fe, ¿qué esperanza queda para el resto de los hombres?

—Una censura justa —dijo el cardenal secretario del Sacro Colegio—. Es hora de abandonar mi solicitud de votos y de comenzar a orar.

A la mañana siguiente, muy temprano, los cardenales se reunieron en la Capilla Sixtina para la primera votación. Para cada uno de ellos había un trono, y sobre el trono, un dosel de seda. Los tronos estaban dispuestos junto a las murallas de la capilla, y ante cada asiento había una mesilla que llevaba el escudo de armas del cardenal y su nombre inscrito en latín. El altar de la capilla aparecía cubierto con un tapiz que ostentaba una imagen bordada del Espíritu Santo descendiendo sobre los primeros apóstoles. Ante el altar estaba situada una mesa grande, sobre la cual había un cáliz de oro y una bandejilla, también de oro. Junto a la mesa se veía una sencilla estufa redonda cuya chimenea se proyectaba a través de una ventana pequeña que miraba a la Plaza de San Pedro.

Al efectuarse la votación, cada cardenal escribiría el nombre de su candidato en el papel del voto, lo colocaría primeramente en la bandejilla de oro, y luego lo pondría dentro del cáliz, para significar que había ejecutado un acto sagrado. Después de que se contasen los votos, éstos se quemarían en la estufa, y el humo saldría por la chimenea hacia la Plaza de San Pedro. Para elegir Papa se requería una mayoría de dos tercios.

Si la mayoría no era concluyente, los votos se quemaban con paja mojada, lo que producía nubarrones de humo oscuro. Sólo cuando la votación alcanzaba un resultado definitivo, los votos se quemaban sin paja, para que el humo blanco informase a las multitudes expectantes que tenían un nuevo Papa. Era ésta una ceremonia arcaica y engorrosa para la edad de la Radio y la Televisión, pero servía para subrayar el dramatismo del momento y la continuidad de dos mil años de historia papal.

Una vez sentados los cardenales, el maestro de Ceremonias recorrió los tronos, entregando a cada votante un solo voto. Luego abandonó la capilla y echó llave a la puerta, dejando tras él a los príncipes le la Iglesia en la elección del sucesor de Pedro.

Éste era el momento que habían esperado Leone y Rinaldi. Leone se levantó en su lugar, sacudió su blanca melena y se dirigió al Conclave:

—Hermanos míos, me alzo para hacer uso de un derecho acordado por la Constitución Apostólica. Proclamo ante ustedes mi convicción de que hay entre nosotros un hombre elegido ya por Dios para sentarse en la Silla de Pedro. Como el primero de los Apóstoles, ha sufrido prisión y torturas por la Fe, y la mano de Dios lo ha liberado de su cautiverio para que se nos uniese en este Conclave. Lo proclamo como mi candidato, y a él ofrezco mi voto y obediencia: Cirilo, cardenal Lakota.

Hubo un instante de silencio absoluto, interrumpido por el jadear ahogado de Lakota. Entonces Rahamani el sirio se levantó de su trono y dijo con firmeza:

—Yo también lo proclamo.

—También yo —dijo Carlin el americano. —Y yo —dijo Valerio Rinaldi.

Y luego, de dos en dos, de tres en tres, los ancianos se incorporaron repitiendo esta proclamación, hasta que todos, excepto nueve, se hallaron de pie bajo los doseles, mientras Cirilo, cardenal Lakota, permanecía en su trono con el rostro tenso e inexpresivo.

Luego Rinaldi se levantó y se dirigió a los electores:

—¿Hay aquí alguien que niegue la validez de esta elección, y que una mayoría superior a los dos tercios ha elegido a nuestro hermano Cirilo?

Nadie respondió.

—Sentaos, por favor —dijo Valerio Rinaldi.

Al sentarse, cada cardenal tiró de la cuerda que sujetaba su dosel, de modo que éste cayese y los cubriera. El único dosel que permaneció levantado fue el del trono de Cirilo, cardenal Lakota.

El camarlengo hizo sonar una campanilla de mano y avanzó para abrir la puerta. Inmediatamente entraron el secretario del Conclave, el maestro de Ceremonias y eI sacristán del Vaticano. Estos tres prelados, con Leone y Rinaldi, caminaron ceremoniosamente hasta el trono del ucraniano. Con voz firme, Leone le preguntó:


Acceptasne electionem?
( ¿Aceptas la elección?)

Todos los ojos se volvieron hacia el forastero alto y enjuto, hacia su rostro marcado y su barba oscura y sus ojos remotos y perseguidos por mil imágenes, Los segundos transcurrieron lentamente, y luego los cardenales le escucharon responder con voz opaca y muerta:

—Acepto…
Miserere mei Deus
… Acepto… ¡Que Dios se apiade de mí!

FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I PONT. MAX.

Ningún gobernante puede escapar al veredicto de la Historia, pero el gobernante que lleva un Diario se expone a maltratos posteriores… No me gustaría que me sucediese lo que al anciano Pío II, que hizo atribuir sus Memorias a su secretario, las hizo expurgar por sus parientes, y quinientos años después reaparecieron en ellas todas sus indiscreciones, restauradas por un par de literatas americanas. Y, sin embargo, comprendo su dilema, que tiene que ser el dilema de todos los hombres que ocupan la Silla de Pedro. Un Papa sólo puede hablar libremente con Dios o consigo mismo: y el Pontífice que habla consigo mismo puede tornarse excéntrico, como lo ha demostrado la historia de algunos de mis predecesores.

Mi debilidad es el temor a la soledad y al aislamiento. De manera que necesitaré válvulas de escape: el Diario, por una parte, un compromiso entre mentirse a sí mismo sobre el papel y contar a la posteridad las realidades que es necesario ocultar a nuestra propia generación. Pero hay una dificultad, por supuesto. ¿Qué se hace con un Diario papal? ¿Se lega a la biblioteca del Vaticano? ¿Se hace sepultar junto a uno en el triple ataúd? ¿O se subasta de antemano para la propagación de la Fe? Tal vez lo mejor es no comenzarlo. Pero, ¿en qué forma es posible asegurarse un vestigio de intimidad, de humor e incluso tal vez de cordura en esta noble prisión a la cual estoy condenado?

Hace veinticuatro horas mi elección hubiera parecido una fantasía. Incluso ahora no comprendo por qué la acepté. Podría haberla rechazado. No lo hice. ¿Por qué…?

Consideremos lo que soy: Cirilo I, obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Supremo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriaca del Oeste, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la provincia romana, soberano de la Ciudad—Estado del Vaticano… ¡y gloriosamente reinante, por supuesto!

Pero esto es sólo el comienzo. El Anuario Pontificio publicará una lista de dos páginas de lo que me está reservado en concepto de abadías y prefecturas, y de lo que «protegeré» en concepto de órdenes, congregaciones y hermandades. El resto de sus dos mil páginas será un verdadero catastro de todos mis ministros y súbditos, mis instrumentos de gobierno, de educación y de disciplina.

Por la naturaleza de mi cargo, debo ser poligloto, aunque el Espíritu Santo ha sido conmigo menos generoso en el don de las lenguas que con el primer hombre que ocupó mi lugar. Mi lengua natal es el ruso; mi lengua oficial es el latín de los escolásticos, una especie de lengua mandarina que se presume conserva mágicamente la más sutil definición de la verdad, como una abeja en ámbar. Debo hablar italiano con mis colaboradores y conversar con todos en ese altisonante «nosotros», que sugiere un diálogo secreto entre Dios y yo, incluso en asuntos tan mundanos como el café que «nosotros» bebemos para el desayuno, y la gasolina que «nosotros» emplearemos en los automóviles del Vaticano.

Pero es la fórmula tradicional, y no debe disgustarme en exceso. El anciano Valerio Rinaldi me lo advirtió sin ambages al ofrecerme a la vez su lealtad y su renuncia una hora después de efectuada la elección, esta mañana. «No trate de cambiar a los romanos, Santidad. No intente combatirlos ni convertirlos. Han manejado Papas durante los últimos mil novecientos años, y lo destruirán antes que usted pueda doblegarlos. Avance lentamente, hable con dulzura, guárdese sus opiniones, y, finalmente, serán cera entre sus manos.»

El cielo sabe que es muy prematuro hablar aún de éxito en la mutua acogida entre Roma y yo, pero Roma ya no es el mundo, y el resultado no me preocupa trascendentalmente…, de manera que puedo utilizar la experiencia de aquellos que me han jurado fidelidad como príncipes cardenales de la Iglesia. Hay algunos de ellos en los cuales tengo gran confianza. Hay otros… Pero no debo juzgar precipitadamente. No todos pueden ser como Rinaldi, un hombre sabio y benévolo, con sentido del humor y conciencia de sus propias limitaciones. Entretanto, debo tratar de sonreír y mantener el buen humor mientras encuentro mi camino en este dédalo que es el Vaticano… Y debo confiar mis pensamientos a un Diario antes de exponerlos a la Curia o al Consistorio.

Tengo una ventaja; por supuesto nadie sabe con certeza hacia dónde iré; ni siquiera lo sé yo. Soy el primer eslavo que ha ocupado el trono de San Pedro, y el primer Pontífice extranjero desde hace cuatro siglos y medio. La Curia me observará con cautela. Los cardenales pueden haberse sentido inspirados al elegirme, pero ya deben de estar preguntándose qué especie de tártaro han ungido, y en qué forma alteraré sus nombramientos y sus esferas de influencia. ¿Cómo pueden saber hasta qué punto siento temor y dudas de mí mismo? Espero que algunos de ellos se acuerden de orar por mí.

El Papado es el cargo más paradójico del mundo; el más absoluto y, sin embargo, el más limitado; el más rico en rentas, pero el más pobre en ganancia personal. Lo instituyó un carpintero nazareno que no tenía dónde reposar la cabeza, pero se halla rodeado de pompa y panoplia excesivas para este mundo hambriento. No reconoce fronteras, pero está siempre sujeto a las intrigas nacionales y a las presiones partidistas. El hombre que lo acepta afirma tener garantía divina contra el error, pero tiene menos seguridad de salvación que el más mísero de sus súbditos. De su cinto cuelgan las llaves del Reino, pero puede encontrarse desterrado para siempre de la paz, de la elección y de la comunidad de los Santos. Si dice que no le tientan la autocracia y la ambición, es un embustero. Si no avanza a veces aterrorizado, ni ora a menudo en la oscuridad, entonces es un necio.

Lo sé ya…, o, por lo menos, estoy comenzando a saberlo. Fui elegido esta mañana, y esta noche estoy solo en el Monte de la Desolación. Aquel cuyo Vicario soy esconde Su rostro de mí. Aquellos cuyo pastor debo ser no me conocen. El mundo se extiende ante mis ojos como un mapa de campaña, y veo piras funerarias en cada frontera. Hay ojos ciegos que miran a lo alto, y un caos de voces que invocan a lo desconocido…

« ¡Oh, Dios, dame luz para ver, y fortaleza para saber, y valor para soportar la servidumbre de los siervos de Dios…! »

Mi ayuda de cámara ha estado aquí hace un momento, para preparar mi dormitorio. Es un hombre melancólico, que se parece mucho a un guardián siberanio que noche tras noche me insultaba llamándome perro ucraniano, y todas las mañanas me tildaba de cura adúltero. Pero éste, en cambio, pregunta humildemente si Mi Santidad necesita algo. Luego se arrodilla y me pide que lo bendiga a él y a su familia. Muy confuso, se atreve a sugerir que si no estoy demasiado fatigado, tal vez pueda dignarme aparecer otra vez ante la gente que aguarda aún en la Plaza de San Pedro.

Las multitudes me aclamaron esta mañana cuando se me condujo fuera para dar mi primera bendición a la ciudad y al mundo. Pero parece que mientras mi luz esté encendida, habrá siempre algunos que esperan Dios sabe qué señales de poder o benevolencia desde las habitaciones papales. ¿Cómo puedo decirles que nunca deben esperar demasiado de un hombre maduro que use pijamas de algodón listado? Pero esta noche es diferente. «En la Plaza hay una multitud de romanos y de turistas, y sería una cortesía… ¡Perdón, Santidad, una gran condescendencia…! aparecer y darle una breve bendición…»

Condesciendo, y me reciben con nuevas olas de aclamaciones y estrépito de cornetas. Soy un Papa, su Padre, y me invitan a vivir largo tiempo. Los bendigo y les tiendo los brazos, y me aclaman otra vez, y mi corazón se detiene durante un momento extraño, y me parece que mis brazos abarcan al mundo y que mis fuerzas no alcanzan a sostenerlo. Entonces mi ayuda de cámara… ¿o mi carcelero…? me hace retroceder, cierra las ventanas y corre las cortinas, de manera que, al menos oficialmente, Su Santidad Cirilo I está en cama y dormido.

El nombre de mi ayuda de cámara es Gelasio, también nombre de un Papa. Es un buen muchacho, y me agrada ese minuto en su compañía. Hablamos durante algunos momentos, y luego me pregunta, tartamudeando y sonrojado, por mi nombre. Es el primero que ha osado preguntármelo, exceptuando al viejo Rinaldi, quien al anunciarle que deseaba mantener mi nombre bautismal, asintió sonriendo irónicamente y me dijo: «Hay nobleza en ese nombre, Santidad, y también desafío. Pero, por el amor de Dios, no permita que se lo traduzcan al italiano.»

Seguí su consejo, y expliqué a los cardenales, tal como ahora lo explico a mi ayuda de cámara, que conservé mi nombre porque perteneció al apóstol de los eslavos, al cual se atribuye la invención del moderno alfabeto cirílico y que fue defensor obstinado del derecho de su pueblo a guardar su propio idioma en la Fe. También les expliqué que prefería que mi nombre se emplease en su forma eslava, como testimonio de la universalidad de la Iglesia. No todos lo aprobaron, pues comprenden que los primeros actos de un hombre fijan el molde para los siguientes.

Sin embargo, ninguno opuso objeciones, a excepción de Leone, el cual dirige el Santo Oficio y tiene la reputación de un moderno san Jerónimo, aunque no sé aún si la debe a su amor por la tradición y la vida espartana o a su carácter reconocidamente áspero. Leone preguntó mordazmente si un nombre eslavo no estaría fuera de lugar en el latín purísimo de las encíclicas papales. Aunque Leone fue el primero que me proclamó en el Conclave, tuve que responderle suavemente que me interesaba más que la gente leyese mis encíclicas, no halagar a los latinistas; y que habiéndose transformado el ruso en la lengua canónica para los marxistas, no nos perjudicaría tener un pie puesto en el otro campo.

Aceptó el reproche con ecuanimidad, pero no creo que lo olvide fácilmente. Los hombres que sirven profesionalmente a Dios tienden a considerarlo un bien personal, vedado a los demás. Algunos de ellos también querrían transformar al Vicario de Dios en su bien personal. No digo que Leone sea uno de ellos, pero debo tener cuidado. Tendré que trabajar en forma diferente a la de mis predecesores, y no puedo someterme a los dictados de hombre alguno, por alto que esté colocado o por bueno que sea.

Nada de esto, por supuesto, es para los oídos de mi ayuda de cámara, quien se llevará a casa sólo un sencillo relato de santos misioneros y se sentirá un gran hombre por haber recibido las confidencias del Pontífice. El Osservatore Roinano repetirá mañana la misma historia, mas para él será «un símbolo de la solicitud paternal de Su Santidad por aquellos que se aferran, aunque de buena fe, a comuniones cismáticas…». Tendré que hacer algo, lo antes posible, respecto al Osservatore Romano… Si mi voz ha de oírse en el mundo, debe oírsela en sus tonos auténticos.

Ya sé que se han suscitado interrogantes en torno a mi barba. He escuchado murmullos acerca de mi «aspecto demasiado bizantino». Los latinos son más sensibles que nosotros a tales costumbres, de manera que tal vez lo cortés sería explicarles que me rompieron la mandíbula durante los interrogatorios, y que, sin la barba, mi rostro aparece algo desfigurado… Es un asunto baladí, pero ha habido cismas que comenzaron por nimiedades mayores.

Me gustaría saber lo que dijo Kamenev al conocer mi elección. No sé si tendrá humor para enviarme sus saludos.

Estoy cansado, terriblemente cansado, y tengo miedo. Mi misión es muy sencilla: mantener la pureza de la Fe y traer al rebaño a las ovejas dispersas. Pero sólo puedo adivinar hasta qué extraña región puede esto conducirme… No nos dejes caer en la tentación, oh, Señor, sino líbranos del mal. Amén.

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