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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (23 page)

—Ya lo pensé.

—Ya lo sé. Usted es un hombre honesto, demasiado honesto para su propia comodidad, o para la mía. Mirémoslo desde otro ángulo. ¿Cómo se propone abordar a sus presuntos testigos?

—He señalado tres nombres en el documento. Cada uno de ellos experimenta una abierta animosidad contra Calitri. Uno es un actor que no ha desempeñado ningún papel de importancia durante doce meses. Otro es un pintor Calitri le financió una exposición, y luego lo dejó entregado a su propia suerte. La tercera es una mujer. Me dicen que es escritora, aunque jamás he visto publicada obra suya alguna. Los dos hombres pasan siempre el verano en Positano. La mujer tiene una casa en Ischia. Me propongo ir al Sur durante las vacaciones de verano y tratar de establecer rápidamente contacto con cada uno de ellos.

—¿Llevará a Chiara?

—No. Quiere ir, pero no me parece muy diplomático. Además, necesito…, necesito probarme lejos de ella.

—En eso, probablemente tiene razón. —Los astutos ojos de Campeggio escrutaron su rostro—. ¿Cree usted que alguno de nosotros se conoce a sí mismo antes de llegar a la edad madura…? Y, ahora, dígame otra cosa. ¿Por qué cree que sus testigos pedirán dinero?

—Así es el mundo— dijo George Faber torcidamente—. Nadie desea con sinceridad verse perseguido por amor a la justicia. Todos quieren obtener algún beneficio en el proceso.

—Usted es católico, Faber. ¿Cómo se siente en conciencia respecto a esta transacción?

Faber enrojeció.

—Mi conciencia ya está comprometida. Estoy con Chiara; no puedo permitirme el lujo de tener escrúpulos.

Campeggio asintió agriamente.

—Un punto de vista muy nórdico. Probablemente más honesto que el mío.

—¿Y cuál es el suyo?

—¿Sobre el dinero? Estoy dispuesto a darle otros mil dólares. Pero no quiero saber lo que hará con ellos.

El frío humor de Faber hizo una de sus poco frecuentes apariciones.

—¿Y eso deja limpia su conciencia?

—Soy casuista —dijo Campeggio, con una leve sonrisa—. Puedo hacer distinciones tan sutiles como las de los jesuitas. Me acomoda permanecer en la duda. Pero si desea la verdad… —Se puso en pie y comenzó a pasearse por la oficina de Faber—. Si quiere saber la verdad, estoy sumido en la mayor confusión. Creo que Chiara tiene a la justicia de su parte. Creo que usted tiene derecho a intentar que esa justicia se haga efectiva. Creo también que la justicia está de mi parte cuando trato de alejar a mi hijo de la influencia de Calitri. Tengo ciertas dudas respecto a los medios, de manera que no deseo examinarlos con demasiada prisa. Por eso estoy cooperando con usted, pero dejo que el peso de la decisión legal y moral recaiga sobre sus hombros… Una treta muy latina…

—Por lo menos ha sido franco conmigo —dijo Faber, con curiosa sencillez—. Se lo agradezco.

Campeggio dejó de pasearse y miró a Faber, derrumbado sobre su silla y vagamente encogido tras el escritorio.

—Usted es un hombre de corazón blando, amigo mío. Merece un amor más sencillo.

—Es culpa mía más que de Chiara… Debo trabajar el doble para poder tomarme esas vacaciones. Me preocupa el dinero. Temo que no pueda controlar las consecuencias de lo que estamos haciendo.

—¿Y Chiara?

—Es joven. La han herido. Se halla en una situación muy incómoda para una mujer… De manera que quiere divertirse… No la culpo. Pero no tengo resistencia para cinco noches semanales en la «Cábala» o el «Papagayo».

—¿A qué se dedica mientras usted trabaja?

Faber dejó escapar una sonrisa breve y triste.

—¿Qué hace cualquier señora joven en Roma…? Almuerzos, desfiles de modas, cócteles…

Campeggio rió.

—Lo sé. Lo sé. Nuestras mujeres son buenas amantes y buenas madres. Como esposas, incluso extraoficiales, les falta algo. Sus maridos las molestan y malcrían a sus hijos.

Por un momento, Faber pareció perderse en una contemplación interior. Dijo abstraídamente:

—Aún nos queremos… Pero siento que ambos estamos comenzando a calcular. Cuando Chiara acudió a mí, estaba casi totalmente quebrantada. Y parecía que yo era capaz de darle todo lo que necesitaba. Ahora ha regresado a la normalidad, y soy yo quien la necesita.

—¿Lo comprende ella?

—Acertada pregunta… Por naturaleza, Chiara es impulsiva y generosa, pero su vida con Calitri la ha cambiado. Es como si… —buscó torpemente las palabras—, como si creyese que los hombres tienen una deuda especial para con ella.

—¿Y usted no está seguro de podérsela pagar totalmente?

—No, no estoy seguro.

—Entonces, si yo fuese usted —dijo Campeggio enfáticamente—, cortaría ahora mismo. Dígale adiós, llore en su almohada, y olvide todo este asunto.

—Estoy enamorado de Chiara —dijo Faber simplemente—. Estoy dispuesto a pagar cualquier precio por retenerla.

—Entonces vamos los dos en la misma galera, ¿no es así?

—¿Qué quiere decir?

Campeggio se resistió un instante, y luego explicó sus palabras con claridad:

—Al comienzo, la posesión parece siempre el triunfo fundamental del amor. Usted tiene ahora a su Chiara, pero no puede ser totalmente feliz hasta que la posea por contrato legal. Cree que entonces se sentirá seguro. Coge la rosa y la coloca en un vaso en el salón, pero pronto sus colores se marchitan, y la posesión de esa flor desfalleciente deja de tener importancia. Cuando llegan los hijos, constituyen otro tipo de posesión. Dependen totalmente de nosotros. Y los sujetamos a nuestro lado mediante su necesidad de sustento y de seguridad. Al crecer, esos lazos se debilitan, y vemos que ya no los poseemos como antes. Yo quiero tener a mi hijo. Quiero que sea la imagen y la continuación de mí mismo. Me digo que lo que hago es por su propio bien, pero sé, en lo profundo de mi corazón, que lo hago también por mi propia satisfacción. No puedo soportar que se aleje de mí y se entregue a otro, hombre o mujer, a quien considero menos digno… Pero finalmente se irá, para bien o para mal… Míreme ahora. Soy el hombre de confianza del Vaticano. Como director del Osservatore soy el portavoz de la Iglesia. Tengo una reputación de integridad, y creo haberla ganado. Y, sin embargo, hoy estoy comenzando a comprometerme. ¡No por usted! ¡No piense que le estoy culpando! Por mi hijo, a quien perderé de todos modos, y por mí, porque aún no he comenzado a reconciliarme con la vejez y la soledad…

George Faber se alzó pesadamente de su silla y se enfrentó con su colega. Por primera vez pareció adquirir fuerzas y dignidad desusadas. Dijo, con voz sin inflexiones:

—No tengo derecho a atarlo a ningún trato. Su posición es más delicada que la mía. Le dejo en libertad para retirar su ofrecimiento.

—Gracias —dijo, simplemente, Orlando Campeggio—. Pero no puedo retirarme ya. Estoy comprometido…, debido a lo que quiero y a lo que soy.

—¿Y qué es usted? ¿Qué soy yo?

—Deberíamos haber sido amigos —dijo Orlando Campeggio con helada ironía—. Nos hemos conocido durante largo tiempo. Pero perdimos la oportunidad. De manera que temo que ambos seamos sólo conspiradores… ¡Y ni siquiera muy buenos!

Diez días antes de la festividad de San Ignacio de Loyola, Jean Télémond recibió una carta de Su Eminencia el cardenal Rinaldi:

Querido reverendo padre:

Esta no es una comunicación oficial, sino personal. Poco antes de su llegada a Roma, el Padre Santo me permitió separarme de mis funciones, y ahora vivo retirado en el campo. Sin embargo, estoy invitado en la próxima semana a escuchar su disertación ante los alumnos y la facultad de la Universidad Gregoriana. Antes de ese día, desearía vivamente tener la oportunidad de conocerle y de conversar con usted.

Sé ya mucho, probablemente más de lo que usted imagina, de su personalidad y su trabajo. Opino que usted es un hombre favorecido por Dios con lo que sólo puedo llamar la gracia de la entrega.

Esta gracia es un don escaso. Yo carezco de ella, pero tal vez por esta razón la percibo más intensamente en otros. Y comprendo también que para el que la recibe es con más frecuencia cruz que consolación.

Creo que su regreso a Roma puede constituir un acontecimiento de gran importancia para la Iglesia. Sé que para usted es decisivo. Me gustaría, por tanto, ofrecerle mi amistad, mi apoyo, y tal vez mi consejo en sus futuras actividades.

Si le acomoda, tal vez quiera usted tener la gentileza de visitarme el próximo lunes y pasar la tarde conmigo. Me hará usted un gran favor, y espero sinceramente poder serle de alguna utilidad.

Fraternalmente suyo en Jesucristo,

VALERIO RINALDI

Cardenal Sacerdote.

Era un aliento principesco, para un hombre en crisis, y conmovió profundamente a Télémond. Le recordó, cuando más necesitaba recordarlo, que a pesar de su Fe monolítica, la Iglesia era morada de diversos espíritus, entre los cuales reinaba aún la virtud de la fraternidad y la compasión.

En la sociedad bulliciosa, gregaria y clerical de Roma, Télémond se sentía un ser aparte. Sus conversaciones le irritaban. Su ruda ortodoxia lo perturbaba como si le estuviesen reprochando sus veinte años de soledad entre los misterios de la Creación. La melancolía del climaterio lo oprimía. Por una parte, temía el momento en el cual tendría que presentar la especulación de su vida a la luz pública. Por otra, se encontró aproximándose a aquel instante con una especie de cálculo que hacía parecer fútiles y casi culpables los riesgos que había soportado en carne y espíritu.

Y ahora, de pronto, una mano se tendía hacia él, y una voz le hablaba con acento de rara comprensión y dulzura. No había carecido de amistad en su vida. Su trabajo no había necesitado de protección o de aliento. Pero nadie había visto con tanta claridad lo que significaba realmente. Un riesgo, una entrega a la vida, al conocimiento y a la Fe, con completa convicción de que cada minuto de existencia, cada extensión de conocimiento, cada acto de Fe, era un paso en la misma dirección, hacia el hombre criatura de Dios y el hombre hecho a imagen de Dios.

Lo que más lo perturbó en Roma fue comprobar que, dentro de la Iglesia, algunas personas consideraban su trabajo como una arrogancia. Pero un hombre arrogante no habría podido embarcarse en un viaje así, ni arriesgar tanto en esa entrega total a la búsqueda de la verdad.

No temía el error desde que su experiencia le había enseñado que el conocimiento se corrige a sí mismo y que una investigación bien conducida puede llevar al hombre cerca de las playas de la revelación, aunque sus contornos permanezcan eternamente escondidos de su vista.

Había una actitud ortodoxa que era en sí misma una herejía: que exponer la verdad como había sido expuesta una y otra vez en cada siglo de la Iglesia, era desplegarla para siempre en su total significación. Y, sin embargo, la historia de la Iglesia era la historia de una revelación inmutable que se desenvolvía en mayores y mayores complejidades a medida que las mentes humanas se abrían para captarla más cabalmente. La historia del progreso espiritual del individuo era la historia de su propia preparación para cooperar con mayor voluntad, con más conciencia y con más agradecimiento con la gracia de Dios.

Para Jean Télémond, la carta de Valerio Rinaldi tuvo visos de tal gracia. La aceptó agradecido, y accedió a visitar al cardenal en su retiro campestre.

Ambos se sintieron en seguida a sus anchas. Rinaldi mostró a su huésped los lugares más agradables de la villa, y repitió su historia desde la primera tumba etrusca, en el huerto, hasta el templo órfico, cuyo piso aparecía descubierto en el jardín hundido. Télémond se sintió cautivado por la cortesía y la benevolencia de su anfitrión, y se abrió a él como no lo había hecho durante mucho tiempo, de manera que el anciano vio a través de los ojos de su visitante paisajes exóticos y un desfile de historias nuevas y extrañas.

Cuando terminaron su ronda, ambos sacerdotes se sentaron junto a la pileta de mármol, y bebieron té inglés, y observaron la corpulenta carpa que ramoneaba lánguidamente entre los lirios acuáticos. Y entonces, con gentileza y penetración, Rinaldi comenzó a sondear la mente de Jean Télémond.

—Roma es una ciudad camaleónica. Adquiere diversos matices para cada visitante. ¿Cómo se le aparece a usted, padre?

Jean Télémond meditó un instante la pregunta, y luego respondió francamente:

—Me siento incómodo. El idioma me es extraño. Soy un galo entre romanos, un provinciano entre metropolitanos. Regresé seguro de haber aprendido mucho en veinte años. Ahora siento que he olvidado algo; tal vez alguna forma esencial de expresarme. No sé lo que es, pero su falta me inquieta.

Rinaldi dejó su taza y se enjugó las delicadas manos con una servilleta de hilo. Su rostro patricio, surcado de arrugas, se suavizó.

—Creo que usted se califica con demasiada humildad, padre. Hace ya mucho que las Galias fue una provincia de Roma, y creo que somos nosotros quienes hemos perdido el arte de la comunicación… No niego que tenga usted un problema, pero me inclino a interpretarlo en forma diferente.

Los rasgos enjutos y disciplinados de Télémond se distendieron en una sonrisa.

—Me agradaría mucho escuchar la interpretación de Su Eminencia.

El viejo cardenal agitó una mano elocuente, de modo que el sol brilló en el anillo de esmeralda de su rango.

—Hay algunos, amigo mío, que llevan la Iglesia como un guante. Yo, por ejemplo. Soy un hombre hecho para crecer cómodamente dentro de un orden establecido. Comprendo la organización, sé en qué puntos es rígida y en cuáles puede ser flexible… En esto no hay mérito ni virtud especial. En el fondo, es cuestión de temperamento y de aptitud. No tiene nada que ver con la fe, la esperanza o la caridad. Hay algunos que nacen para ser buenos servidores del Estado. Hay otros que tienen aptitudes para el gobierno de la Iglesia… Es un talento, si usted quiere, pero un talento que tiene sus propias tentaciones, y yo he sucumbido a algunas en el curso de mi vida…

Bajó la vista hacia la lagunilla de lirios, donde nadaban pececillos dorados y rojos, y las flores esparcían sus pétalos cremosos bajo el sol de la tarde. Télémond esperó mientras el viejo príncipe reunía el resto de sus pensamientos.

—Hay otros, amigo mío, que llevan la Iglesia como un cilicio. No creen menos. Aman tal vez más y con mayor intensidad; pero se mueven incómodos dentro de la disciplina, como usted. Para ellos la obediencia es un sacrificio diario, mientras que para mí y para otros como yo es una adaptación, a menudo muy satisfactoria, a las circunstancias. ¿Comprende lo que quiero decir?

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