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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (22 page)

—Ojalá pudiese creerlo. Pero, ¿cómo ver a Dios en un rorro humano que parece un pez?

—No es un misterio nuevo, Ruth. Es uno muy antiguo. ¿Cómo ver a Dios en un criminal agonizante clavado en una horca?

—No basta decirlo —dijo Ruth Lewin con dureza—. Tiene que haber amor en alguna parte. Tiene que haberlo.

—Verdad… Tiene que haber algo de amor. Si el misterio del dolor no es un misterio de amor, entonces todo esto… —sus manos deformadas abarcaron el cuarto ornamentado y toda la Ciudad Santa tras él—, entonces todo esto es un contrasentido histórico. Y mi misión es la misión de un charlatán.

Su rudeza sorprendió a Ruth. Lo contempló fijamente un instante, fascinada por el contraste entre su rostro torcido, curiosamente burlón, y la formalidad religiosa de sus atavíos. Luego dijo:

—¿Su Santidad cree realmente eso?

—Sí.

—¿Por qué, entonces, no puedo creerlo yo?

—Me parece que sí lo cree —dijo Cirilo el Pontífice dulcemente—. Por eso está aquí y quiso verme. Por eso actúa usted dentro de un contexto de Fe, aunque todavía lucha con Dios.

—Si sólo pudiese saber que soy amada…, que soy digna de ser amada…

—Eso es algo que usted no exige de quien quiere… ¿Por qué debe exigirlo de sí misma?

—Su Santidad es demasiado inteligente para mí.

— ¡No! No soy un hombre inteligente. La comprendo mejor de lo que usted cree, Ruth Lewin, porque he recorrido el mismo camino que usted recorre ahora. Le contaré otra historia, y luego deberé despedirla, porque hay mucha gente esperando verme… Mi fuga de Rusia fue preparada, usted lo sabe. Me liberaron de la prisión y me enviaron a un hospital porque había estado muy enfermo durante cierto tiempo. Los médicos me trataban bien, y me cuidaron solícitamente. Después de diecisiete años de sufrimientos, resultó una experiencia curiosa. Fue como si me hubiese transformado de la noche a la mañana en otro ser humano. Estaba aseado y bien alimentado. Tenía libros para leer, y tiempo, y una cierta libertad. Y todo esto me deleitaba. Me enorgullecía de mi apariencia decente… Tardé algún tiempo en comprender que me estaban sometiendo a una nueva tentación. Me sentía querido otra vez. Deseaba que me quisieran. Aguardaba con ansias la llegada de la enfermera, su sonrisa, sus cuidados. Luego llegó el momento en que comprendí que lo que Kamenev, mi atormentados, no había logrado, lo estaba haciendo yo. Estaba pidiendo una experiencia de amor. A pesar de mi sacerdocio, de mi obediencia, me sentía tentado por la atracción de una simple comunión humana… ¿Comprende lo que estoy tratando de decir?

—Sí, lo comprendo. Es lo que siento todos los días.

—Entonces comprenderá algo más. Que recibir y exigir es sólo una cara de la medalla del amor. Dar es la otra cara, y sólo en ella se demuestra la calidad del cuño. Si yo recibía, no hubiera tenido nada que dar. Si daba, el dar renovaba mi provisión, y era esto lo que me había mantenido entero durante diecisiete años de prisión…

—¿Y el pago del amor?

—Usted es parte de él —dijo Cirilo el Pontífice suavemente—. Usted y esos niños a quienes amaremos juntos, y aquellos a quienes llegue yo de vez en cuando en la Iglesia, porque mi voz resuena en sus corazones… También ahora me siento solo a menudo, como usted. Pero sentirse solo no significa que no se es amado, sino que se está aprendiendo el valor del amor, y que éste toma muchas formas, y que a veces es difícil de reconocer. —Se levantó y alzó ambas manos—. Y ahora debo despedirme, pero nos veremos otra vez.

Ruth había rechazado por mucho tiempo la autoridad que el Pontífice representaba, pero dobló la rodilla y posó sus labios sobre el anillo del Pescador, y escuchó con gratitud las palabras de la bendición:

—Benedictio Dei omnipotentes descendat, Patris et Filii et Spiritus Sancti, super te et ma—neat semper…

Para Cirilo el Pontífice fue una ironía sorprendente que su encíclica sobre la educación cristiana causara mucha menos agitación que su declaración en el Osservatore Romano respecto a las víctimas de la nueva droga. Todos los corresponsales en Roma cablegrafiaron el texto completo de la publicación en el Osservatore, que en Europa y en América se interpretó como una orden clara del Papa para poner los recursos médicos y sociales de la Iglesia a disposición de las madres y niños afectados por la medicina letal.

Durante una semana, el escritorio del Pontífice estuvo cubierto de cartas y telegramas de obispos y de dirigentes laicos, alabando su acción como una demostración oportuna de la caridad de la Iglesia. El cardenal Platino escribió expansivamente:

«…Me parece que Su Santidad ha mostrado en forma muy especial la relevancia de la misión de la Iglesia en todo acto o circunstancia de la vida humana. Es posible que el pronunciamiento de Su Santidad señale el camino a un método misional de gran importancia: la reintroducción de la IgIesia en la vida pública y privada a través de la caridad práctica. Históricamente hablando, este método ha sido el comienzo de la actividad evangélica más permanente, y es, en realidad, una copia fiel de la obra del Maestro, el cual, en las palabras del Evangelio, va curando a los enfermos y haciendo el bien…»

Otro hombre se hubiese sentido halagado por tan espontánea respuesta a una acción ejecutiva, pero Cirilo Lakota estaba preocupado por aquellos aspectos del problema que la Prensa desestimaba o convertía en un drama falso.

Día y noche lo perseguía la imagen de una mujer esperando durante nueve meses de terror e incertidumbre el nacimiento de un monstruo; la del médico apremiado a intervenir antes del momento trágico; la del propio niña, y lo que sería de él cuando llegase a la madurez. Para todos estos seres, la caridad de la Iglesia sólo podía ser, en el mejor de los casos, un apéndice; y en el peor, una indeseada prolongación del dolor y la desesperación.

La misión de la Iglesia hacia todos estos seres no estaba en esta dispensación de bondad. Su misión era confrontarlos con los hechos descarnados de la existencia, con todos sus riesgos y todo su espanto, y también con el hecho de que esa existencia implicaba una relación precisa con el Creador, que les había dado el ser. La Iglesia no podía cambiar esta relación. No podía eliminar una sola de sus consecuencias. Su única función era la de interpretarlas a la luz de la razón y de la revelación, y dispensar la gracia que podía hacer efectiva esta relación.

En teoría, los miles de sacerdotes que bullían por las calles de Roma con sotanas y sombreros negros, eran intérpretes oficiales de la doctrina, dispensadores oficiales de la gracia, y pastores rebosantes de compasión por su rebaño. En la práctica, eran escasos los que poseían el talento o la comprensión necesarios para participar realmente en estas tragedias íntimas de la Humanidad.

Era como si la simbiosis de la Iglesia fallara en cierto punto y la vida de los hombres divergiese desde allí de las vidas del clero. Era como si la interpretación de Dios ante el hombre se convirtiese en un ejercicio didáctico y las realidades de la gracia de Dios se borraran tras las realidades del dolor y la pérdida.

En la metodología de la Iglesia, el sacerdote estaba siempre al alcance de sus feligreses. Si no recurrían a él, era por negligencia o falta de Fe. Éste era, por lo menos, el texto de muchos sermones dominicales, pero la brecha se había producido porque el clero ya no compartía la tragedia de su pueblo; aún más, estaba protegido de ella por su sotana y su educación…

¡Educación! Cirilo regresó a ella por este desvío, viendo con más claridad que nunca que el fruto de su misión ante el mundo no podría juzgarse jamás por apariencias o aclamaciones, sino sólo por su florecimiento en el corazón secreto del individuo.

Aunque sepultado bajo un rimero de felicitaciones, lo cierto es que había cartas más inquietantes, como la del cardenal Pallenberg, en Alemania:

«…Con el mayor respeto, por tanto, ruego a Su Santidad que emprenda la revisión de la presente constitución y el método de trabajo de la Sacra Rota. Su Santidad sabe ya que, debido a nuestras especiales circunstancias en Alemania, cada año referimos una gran cantidad de casos matrimoniales a Roma. Muchos de éstos han sido demorados tres o cuatro años, con la consiguiente angustia y con grave riesgo espiritual para las partes implicadas. Creo yo, y creen mis hermanos obispos, que hay necesidad de pronta reforma en esta materia, ya sea concediendo mayores facultades a los tribunales provinciales o aumentando el número de funcionarios de la Rota, e instituyendo un método más rápido de examen. Sugerimos que en lugar de traducir todos los documentos al latín, procedimiento lento y costoso, éstos se presenten y sean estudiados en el original vernáculo…»

A primera vista, la Sacra Rota estaba a kilómetros de distancia de un infanticidio en un sórdido tercer piso. Y, sin embargo, las causas que llegaban a los lentos archivos de este augusto cuerpo no eran menos dramas de amor y pasión. La Sacra Rota era el último tribunal de apelaciones para los casos maritales dentro de la Iglesia, y cada caso marital era una historia de amor o de carencia de amor, y de una relación humana, defectuosa o no, que debía ser medida junto a la divina.

Para el teólogo y el canonista, la función de la Rota era muy simple. Tenía que decidir si un matrimonio era o no válido según la ley moral y las prescripciones de los cánones. Para muchos, dentro de la Iglesia, este punto de vista parecía excesivamente simple. La Rota cuidaba minuciosamente de que se hiciera justicia. No le importaba que pareciera hacerse. Sus métodos eran anticuados y, a menudo, dilatorios. Cada documento y cada deposición debía traducirse al latín. El personal de clérigos y seglares, absurdamente poco numerosos, veíase incapaz de manipular ese inmenso volumen de trabajo con cierta agilidad. El hombre menos comprensivo no podía dejar de adivinar las angustias que esta lentitud deparaba a quienes apelaban al tribunal.

Cirilo el Pontífice comprendía el problema más claramente que otros, pero ya había aprendido que para efectuar una reforma en Roma había que prepararse lentamente y actuar con energía en el momento indicado; de otra manera, terminaría disputando con la burocracia, lo que equivalía a disputar consigo mismo.

Hizo una anotación en su calendario, para discutir el asunto con Rinaldi, el cual, habiéndose apartado de la política de la Iglesia, tal vez podría aconsejarle cómo derrotarla.

De Rugambwa, el cardenal negro de Kenya, había una carta aún más apremiante:

«…Los acontecimientos en África se producen con rapidez que no parecía posible hace dos años. Creo que dentro de los próximos doce meses veremos un sanguinario levantamiento de negros contra blancos en Sudáfrica. Ésta es una consecuencia casi inevitable de las brutales medidas represivas adoptadas por el Gobierno sudafricano bajo la divisa del "Apartheid", y por los métodos feudales arcaicos de los portugueses. Si esta revolución tiene éxito —y con el apoyo de otras naciones africanas hay razones para creer que lo tendrá—, posiblemente traerá el fin del Cristianismo durante cien años en el África del Sur. Estamos preparando catequistas con la mayor rapidez, pero no podemos preparar un número ni siquiera mínimo de sacerdotes nativos en el tiempo de que disponemos. Sé que esto puede parecer una sugerencia revolucionaria, pero me pregunto si no debemos considerar muy seriamente un nuevo programa de preparación en el cual el idioma local y no el latín sea la base de la enseñanza, y en el que toda la liturgia se celebre en lengua vernácula. Si se aprobara esta medida, sería posible preparar a un sacerdote nativo en casi la mitad del tiempo que se necesita ahora para adiestrarlos de acuerdo con el sistema impuesto por el Concilio de Trento.

»Comprendo perfectamente que esto significaría un clero menos instruido que el de otras tierras, pero el problema estriba en decidir si tendremos esos sacerdotes para predicar la Palabra y dispensar los Sacramentos válida y religiosamente, o si no tendremos sacerdotes. Su Santidad comprenderá que hablo de medidas desesperadas para una época desesperada, y que…»

Una vez más Cirilo se encontró ante el tema de su carta, la educación de los ministros de la Palabra. Una vez más se vio encarando la X intangible que dominaba todo el pensamiento de la Iglesia; la infusión del Espíritu Santo, que provee lo que falta en el hombre para mantener vivo el Cuerpo Místico. ¿Hasta qué punto era legítimo poner la Palabra y los Sacramentos en manos de hombres parcialmente instruidos, confiando en que el Paráclito supliría lo que faltase? ¿Y quién sino el Pontífice podría decir cuál instrucción era parcial y cuál suficiente? ¿Obraba más débilmente el Espíritu Santo ahora, en el siglo xx, que en la Iglesia primitiva, cuando doce pescadores recibieron el Depósito de Fe y la misión de predicarlo a todas las naciones…?

Fuera, el día moría. Las campanas de la ciudad tañían su vano llamamiento a la meditación y al retiro. Pero la ciudad estaba llena de otros sonidos, y tocó a Cirilo el Pontífice reunir junto a él a los miembros de su casa para las vísperas y un recordatorio del Dios oculto.

—Ha hecho un trabajo muy concienzudo, amigo mío —Campeggio dejó la hoja mecanografiada y miró a George Faber con nuevo respeto—. Éste es el informe más completo que he visto respecto a Corrado Calitri y sus amigos.

Faber se encogió de hombros en gesto que indicaba profunda desdicha.

—Me inicio como cronista de crímenes. Tengo habilidad para este tipo de cosas… Pero no me siento muy orgulloso.

—El amor es asunto caro, ¿no es así?

Campeggio sonrió al decirlo, pero no había humor en sus ojos oscuros y astutos.

—Iba a hablarle de eso. La información contenida en ese documento me costó mil dólares. Probablemente necesitaré gastar mucho más.

—¿En qué?

—En obtener una declaración oficiosa firmada por una o más personas de las mencionadas en el expediente.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que costará?

—No. Pero, por lo que he averiguado hasta ahora, varios de ellos están escasos de dinero. Yo solo no puedo aportar otros mil dólares. Quiero saber si usted está dispuesto a poner más.

Campeggio guardó silencio algunos instantes, con los ojos fijos en el desordenado escritorio de Faber. Finalmente, dijo con deliberación:

—Yo no discutiría la proposición en esos términos.

—¿Qué quiere decir?

—Desde el punto de vista de la Rota y de la ley civil, podría constituir soborno de testigos.

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