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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (25 page)

Una vez más me veo encarando el problema fundamental de mi pontificado: cómo traducir la Palabra en acción cristiana; cómo raspar la capa exterior de la Historia para que la veta de la Fe primitiva se revele en toda su riqueza. Cuando los hombres están verdaderamente unidos con Dios, poco importa qué vestidos llevan, qué ejercicios devotos practican, qué constitución los rige. La obediencia religiosa debería dejar libre al hombre, con la libertad de los hijos de Dios. La tradición debería ser una lámpara para sus pasos que iluminara la senda hacia el futuro. Renunciar al mundo no es abandonarlo, sino restituirle en Cristo la belleza de su diseño primero…; heredamos el pasado, pero estamos entregados al presente y al futuro.

Creo que es hora de hacer investigaciones más profundas y dar definiciones más claras de la función de los seglares en la vida de la Iglesia. El anticlericalismo es un síntoma de insatisfacción en los fieles. Porque es un hecho que la rebelión contra la doctrina de la Iglesia es menos común que la deserción gradual de un clima religioso que parece hallarse en contradicción irreconciliable con el mundo en el cual los hombres deben vivir. Aquellos cuyas aspiraciones exceden las dimensiones de la mentalidad del pastor local, desaparecen gradualmente de los bancos parroquiales y se alejan en busca de sustitutos y verdades parciales, lo que generalmente no les trae paz ni felicidad, pero sí cierta sensación de casi sagrada integridad. El número de estos casos ha aumentado hasta el punto de constituir una especie de posición reconocida dentro de la Iglesia; situación ambigua, pero radicalmente diferente de aquellas cuyo oscurantismo intenta erradicar de la conciencia del hombre la noción de la existencia humana dependiente de Dios…

En este mundo nuestro, cuando los hombres se acercan rápidamente a la Luna, la dimensión del tiempo parece estrecharse diariamente, y me preocupa que no podamos adaptarnos con mayor rapidez al cambio…

Dentro de un par de semanas comenzará la temporada de vacaciones en Europa. Es tradición que el Pontífice abandone el Vaticano y pase las vacaciones en Castelgandolfo. A pesar de mi impaciencia, siento que espero con agrado el cambio. Me dará tiempo para pensar, para sintetizar por mí mismo las mil impresiones diversas de estos primeros meses de Pontificado.

No me he atrevido a mencionarlo al Secretario de Estado, pero creo que aprovecharé la oportunidad para viajar un poco, privadamente, por la campiña… Necesitaré un buen chófer. Sería muy molesto para mí y para el Gobierno italiano si tuviésemos algún accidente en la carretera: ¡bonito cuadro presentaría el Pontífice, descubierto en medio de alguna carretera, discutiendo con algún camionero italiano…! Desearía un compañero agradable para mis vacaciones, pero aún no he tenido tiempo para cultivar ninguna verdadera amistad. Mi aislamiento es aún mayor porque soy más joven que los miembros de la Curia, y, con la ayuda de Dios, no quiero convertirme en un anciano prematuramente.

Ahora comprendo por qué algunos de mis predecesores cayeron en el nepotismo y se rodearon de parientes, y por qué otros cultivaron favoritos en el Vaticano. No es bueno para el hombre estar totalmente solo…

Kamenev es casado y tiene un hijo y una hija. Me agradaría creer que su unión es feliz… Si no lo es, debe de sentirse mucho más aislado que yo. Yo nunca he lamentado mi celibato, pero envidio a aquellos cuyo trabajo en la Iglesia transcurre entre niños…

Un súbito pensamiento lóbrego. Si hay otra guerra, ¿qué será de los pequeños? Son los herederos de nuestros errores, y, ¿cuál será su suerte en el vasto horror de un Armagedón atómico?

¡No debe producirse…, no debe!

En su apartamento de soltero en Parioli, Corrado Calitri, ministro de la República, conferenciaba con sus abogados. El principal de ellos, Perosi, era un hombre alto y enjuto de maneras áridas y académicas. Su ayudante tenía un rostro redondo de «budín» y una sonrisa deprecativa. En un extremo alejado de la habitación, la princesa MaríaRina permanecía en su asiento, tensa y retraída, observándoles con ojos velados y rapaces.

Perosi juntó los extremos de sus dedos como un obispo dispuesto a iniciar un salmo, y resumió la situación:

—…Si he comprendido bien, su conciencia lo ha atormentado durante algún tiempo. Ha pedido consejo a un confesor, y éste le ha indicado que su deber le obliga a cambiar la declaración que usted presentó referente a su matrimonio.

El semblante pálido de Calitri no traslucía emoción alguna, y su voz era inexpresiva.

—Ésa es mi posición, si.

—Quiero que dejemos claramente establecida nuestra situación. La petición de nulidad de su mujer se acogió a los términos del Canon 1.086, que establece dos cosas: primera, el consentimiento interno de la mente se presume siempre de acuerdo con las palabras o signos que se emplean en la celebración del matrimonio; segunda, si una de las partes, o ambas, por un acto positivo de la voluntad, excluyen el propio matrimonio, o el derecho al acto conyugal o cualquier propiedad esencial del matrimonio, el contrato matrimonial es nulo. —Movió sus papeles y continuó con voz profesional—: La primera parte del Canon no nos concierne directamente. Simplemente expresa una presunción de la ley que puede ser rebatida por una prueba contraria. La demanda de su mujer se basa en la segunda parte. Afirma que usted excluyó deliberadamente de su consentimiento el derecho de la esposa al acto conyugal, y que usted no aceptó el contrato como inquebrantable, sino como una forma de terapia que podría omitirse si la terapia fracasaba. Si esa demanda pudiese comprobarse, el matrimonio sería declarado nulo. ¿Comprende?

—Lo he comprendido siempre.

—Pero usted negó bajo juramento, en una declaración escrita, que su intención haya estado viciada.

—Sí, lo negué.

—Ahora, sin embargo, está dispuesto a admitir que su declaración era falsa y que, por tanto, constituía un perjurio.

—Sí. Comprendo que he cometido una grave injusticia y quiero repararla. Deseo que Chiara quede libre.

—¿Está dispuesto a hacer otra declaración jurada admitiendo el perjurio y la intención viciada?

—Sí.

—Hasta aquí vamos bien. Esto nos dará una base para reiniciar la causa ante la Rota —Perosi oprimió sus pálidos labios y frunció el ceño—. Desgraciadamente, no bastará para obtener un decreto de nulidad.

—¿Por qué no?

—Por una cuestión de procedimiento contenida en el Canon 1.971, y por comentarios al código, fechados en marzo de 1929, julio de 1933 y julio de 1942. La parte de un matrimonio que es causa culpable de la nulidad se halla privada de sus derechos a impugnar el contrato. No puede fundamentar su posición ante el tribunal.

—¿Qué solución nos queda?

—Necesitamos uno o más testigos que puedan declarar que usted les expresó clara y explícitamente sus intenciones viciadas antes de que el matrimonio se efectuase.

La voz gastada y enérgica de la princesa terció en la conversación.

—Creo que puede usted dar por sentado que tal testimonio puede encontrarse.

—Entonces —dijo el abogado Perosi— creo que tenemos un caso bien fundamentado, y que podemos aguardar con cierta confianza un resultado favorable.

Se echó atrás en su silla y comenzó a ordenar sus papeles. Como si ésta fuese la señal estipulada, el abogado auxiliar añadió un comentario a la discusión:

—Con el respeto debido a mi colega, quisiera hacer dos sugerencias. Sería conveniente contar con una carta de su confesor, indicando que usted actúa según sus consejos al tratar de reparar la injusticia cometida. Y también ayudaría que usted escribiese una carta amistosa a su mujer, reconociendo su falta y pidiéndole perdón… Ninguno de estos documentos tendría valor como prueba, pero podrían…, digamos…, podrían ayudar a crear el ambiente…

—Haré lo que usted sugiere —dijo Calitri con la misma voz descolorida—. Ahora desearía hacerle algunas preguntas. Reconozco una falta, reconozco un perjurio. Por otra parte, debo proteger mi reputación y mi posición pública.

—Todas las deliberaciones de la Rota y las declaraciones que ante ella se hacen están amparadas por el más riguroso secreto. No necesita inquietarse en tal sentido.

—Perfectamente. ¿Cuánto cree usted que tardará todo esto?

Perosi consideró la pregunta por un momento.—No demasiado. Nada puede hacerse durante el período de vacaciones, por supuesto, pero si todas las deposiciones se hallan en nuestras manos a fines de agosto, podríamos preparar la traducción en dos semanas. Luego, en vista de su posición y de la larga suspensión de la causa, creo que obtendríamos que el caso se viese rápidamente… Unos dos meses. Y tal vez menos aún.

—Le estoy agradecido —dijo Corrado Calitri—. Tendré preparados los papeles a fines de agosto.

Perosi y su colega se inclinaron antes de salir.

—Siempre a las órdenes del ministro.

—Buenos días, señores, y gracias.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, la princesa echó atrás su cabeza de pájaro y rió.

—Ya lo ves. Te lo dije, ¿no es así? Simple como pelar guisantes. Por supuesto que tendremos que encontrar un confesor. Hay un Monsignore encantador y muy comprensivo que me asiste en Florencia. Sí, creo que es el indicado. Es inteligente, cultivado y lleno de celo, a su manera, por supuesto. Hablaré con él y concertaré la entrevista… Y ahora, sonríe. Dentro de dos meses serás libre; y un año después dirigirás el país.

—Lo sé, tía, lo sé.

—¡Ah! Otra cosa. Tu carta a Chiara. No necesitas mostrarte excesivamente humilde. Dignidad, reserva; deseo de reparar, sí. Pero nada comprometedor. No confío en esa muchacha. Nunca lo hice.

Calitri se encogió de hombros con indiferencia.

—Es una niña, tía. No hay maldad en ella.

—Los niños crecen…, y en toda mujer hay maldad cuando no obtiene lo que desea.

—Por lo que he oído, lo está obteniendo. —Con el decano de la Prensa extranjera. ¿Cómo se llama ese hombre?

—George Faber. Representa uno de los periódicos neoyorquinos.

—El más grande —dijo la anciana princesa con energía—. Y no puedes desprenderte de él como de un resfriado. Ahora eres demasiado vulnerable, hijo. Tienes contra ti al Osservatore, y a Chiara en el lecho de la Prensa americana. No puedes permitir que esa situación se prolongue.

—No puedo cambiarla.

—¿Por qué no?

—El hijo de Campeggio trabaja para mí. Me tiene simpatía, y no se la tiene a su padre. Chiara se casará probablemente con ese Faber en cuanto obtenga el decreto de nulidad. No puedo hacer nada para variar estas dos situaciones.

—Creo que puedes. —La princesa le observó fijamente con ojos astutos y legañosos—. Considera, ante todo, al joven Campeggio. ¿Sabes lo que haría yo?

—Me gustaría oírlo.

—Asciéndelo. Hazlo subir con la mayor rapidez posible. Prométele algo aún mejor después de la elección. Átalo a ti por la amistad y la confianza. Su padre te odiará, pero el muchacho te adorará, y no creo que Campeggio luche contra su propio hijo… Y en cuanto a Chiara y a su amigo americano, déjamelos a mí.

—¿Qué te propones hacer?

La vieja princesa dejó escapar su aguda risa de pájaro y sacudió la cabeza.

—No tienes talento para tratar a las mujeres, Corrado. Quédate tranquilo, y deja a Chiara en mis manos.

Calitri tendió sus manos elocuentes en un gesto de resignación.

—Como quieras, tía. Te la dejaré.

—No lo lamentarás.

—Seguiré tu consejo, tía.

—Sé que lo seguirás. Y ahora, dame un beso y anímate. Cenarás conmigo mañana. Quiero que conozcas a algunas personas del Vaticano. Ahora que has vuelto al seno de la Iglesia, pueden comenzar a serte de utilidad.

Corrado Calitri besó la ajada mejilla de la anciana y la contempló alejarse, admirándose de que aquel cuerpo tan frágil albergase tanta vitalidad, y preguntándose si él tenía la suficiente para mantener el trato que había hecho con los que lo apoyaban.

Durante toda su vida había hecho tratos así. Y siempre pagó el precio con la misma moneda: otro pedazo de sí mismo. Cada defección lo dejaba menos seguro de su identidad, y sabía que al fin se encontraría totalmente vacío y que las arañas hilarían su tela en la cavidad de su corazón.

La depresión cayó sobre él como una nube. Se sirvió una copa de licor, y la llevó al asiento de la ventana desde el cual podía bajar la vista hasta la ciudad y ver el vuelo de las palomas sobre sus antiquísimos tejados. El cargo de Primer Ministro tal vez valiese una misa, pero nada, nada valía la condenación a una vida huera.

Era verdad que había hecho un contrato. Sería el Caballero Blanco sin miedo y sin tacha, y los democratacristianos le dejarían que los encabezara en el poder. Pero en este contrato había espacio para una nota al pie, y la princesa MaríaRina la había deletreado… Confianza y amistad… ¡Y tal vez más aún! En el trato amargo que había aceptado hubo de pronto un pequeño destello de dulzura.

Cogió el teléfono, marcó el número de su oficina, y pidió al joven Campeggio que trajese la correspondencia a su apartamento.

A las diez y media de una mañana sin nubes aterrizó en el aeropuerto de Fiumicino el cardenal arzobispo de Nueva York, Charles Corbet Carlin. Un funcionario de la Secretaría de Estado lo recibió al pie de la escalerilla y lo guió rápidamente a través de las oficinas de Aduanas e Inmigración, instalándolo finalmente en un automóvil del Vaticano. Una hora y media después, Carlin se hallaba reunido con Cirilo el Pontífice y con Goldoni, el Secretario de Estado.

Carlin era, por naturaleza, un hombre concluyente, y comprendía los usos del poder. En seguida apreció los cambios que algunos meses de pontificado habían producido en el Papa. No había perdido nada de su encanto ni de su cordialidad instantánea e intuitiva, pero parecía haber alcanzado una nueva dimensión de autoridad. Su rostro marcado parecía más enjuto; su voz era más enérgica; sus maneras revelaban apremio y preocupación. Sin embargo, comenzó la discusión en forma característica, con una sonrisa y una explicación:

—Agradezco a Su Eminencia que haya acudido con tanta prontitud. Sé cuán atareado está. Quise haber sido más explícito, pero no podía confiar la información ni siquiera a un cable cifrado.

Luego, en frases firmes y enfáticas, explicó el motivo de su llamada y enseñó a Carlin el texto de ambas cartas.

El americano las recorrió con ojo astuto y calculador, y luego las dio al Pontífice.

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