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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (39 page)

—Como bien has dicho —señaló Khardan con calma lanzando una mirada hacia la antecámara donde había sido cacheado—, algunas cosas han cambiado.

El amir dejó escapar una sonrisa —una sonrisa que hizo que una de sus comisuras se hundiera profundamente entre su barba— y volvió a examinar el papel, acariciándose la barbilla con gesto meditativo. Khardan permaneció en pie ante él con los brazos plegados por delante de su pecho, mirando a cualquier parte menos al imán. Achmed, olvidado en un costado, no dejaba de mirar hacia la salida que ya no era salida y anhelaba estar de vuelta en el desierto.

—¿Puedo hacerte una pregunta, califa? —se oyó la voz del imán como cuando se enciende una llama.

Khardan se sobresaltó, como si le hubiera quemado la piel. Después de mirar al amir y verlo aparentemente absorbido en el estudio de las cifras de la venta de caballos del año anterior, dirigió reacio unos oscuros y ensombrecidos ojos al sacerdote.

—Tú eres un
kafir
(un infiel), ¿no es cierto?

—No, no es cierto, Santo Señor. Mi dios y el dios de mi gente es Akhran el Errante. Nuestra fe en él es fuerte.

—Aunque ingrata, ¿no es así, califa? Quiero decir… —el imán extendió sus finas y largas manos—, ¿qué hace por vosotros ese dios Errante? Vivís en la más cruel de las tierras, donde cada gota de agua es considerada tan preciosa como una gema, donde el calor del sol puede hacer hervir la sangre, donde cegadoras tormentas de arena azotan de un modo despiadado vuestros cuerpos y viviendas. Tu gente es pobre, obligada a vivir en tiendas y vagar de un sitio a otro en busca de comida y agua. El más mísero mendigo de nuestras calles tiene al menos un techo donde cobijarse y comida. Sois incultos; ni vosotros ni vuestros hijos —aquí sus ojos se fueron hacia Achmed, quien al instante desvió su mirada— sabéis leer o escribir. Vuestras vidas son improductivas. Nacéis, vivís y morís. ¡Ese dios vuestro no hace nada por vosotros!

—Somos libres.

—¿Libres? —repitió el imán con gesto desconcertado.

Achmed se dio cuenta de que el amir, aunque fingiendo estar embebido en la lectura del documento, escuchaba y miraba con suma atención por el rabillo del ojo.

—No estamos bajo la ley de ningún hombre. No seguimos más que nuestras propias leyes. Nos movemos tan libres como el sol; tomando lo que necesitamos de la tierra. Trabajamos para nosotros mismos. Nuestro sudor no es el provecho de ningún otro. No sabemos leer —dijo señalando al documento— palabras escritas en un papel. Pero ¿de qué nos sirve? ¿Qué necesidad tenemos de ello?

—Sin duda alguna, ¡está la necesidad de leer los sagrados escritos de tu dios!

Khardan sacudió la cabeza.

—El mensaje de nuestro dios está escrito en el viento. Nosotros oímos su voz cantando en las dunas. Vemos sus palabras en las estrellas que guían nuestro camino a través de la tierra. Nuestro credo sagrado se eleva sobre las alas del halcón y golpea en los cascos de nuestros caballos. Miramos a los ojos de nuestras mujeres y allí lo vemos. Lo oímos en el llanto de cada niño recién nacido. Capturar eso y someterlo a la prisión de un papel es un acto malvado. Nuestro dios nos lo prohibe.

—De modo que —sonrió el imán—, ¿vuestro dios os da órdenes y vosotros las obedecéis?

—Sí.

—Entonces, no sois verdaderamente libres.

—Somos libres de desobededer —replicó Khardan, encogiéndose de hombros.

—¿Y cuál es el castigo por desobediencia?

—La muerte.

—¿Y cuál es la recompensa por llevar una vida virtuosa?

—La muerte.

Se oyó un ruido procedente del amir, una especie de risa ahogada que se convirtió con presteza en un carraspeo cuando el imán le lanzó una mirada irritada. Qannadi volvió su mirada hacia Khardan, quien sentía por momentos aumentar su impaciencia ante lo que él consideraba desvaríos pueriles. Los adultos no perdían el tiempo hablando o pensando en cosas tan obvias. Achmed vio el fuego titilar en los ojos del sacerdote y deseó que su hermano tomase a éste más en serio.

—De modo que sois libres de llevar una vida dura y tener una muerte cruel. ¿Son éstos los dones que os otorga vuestro dios?

—La vida que llevamos es nuestra. No os pedimos que la viváis ni que la entendáis. En cuanto a la muerte, a todos nos llega, a menos que hayáis descubierto algún modo de mantenerla fuera de los muros de la ciudad.

—Dicen que aquellos que han sido ciegos de nacimiento, y caminan en perpetua oscuridad, no pueden comprender lo que es la luz, al no haberla vivido jamás —dijo el imán con voz suave—. Un día vuestros ojos se abrirán a la luz. Quar iluminará vuestro camino y os daréis cuenta de lo ciegos que habéis estado. Abandonaréis vuestros vagabundeos sin meta y vendréis a la ciudad a ensalzar los dones de Quar a su gente y a mostrarle vuestra gratitud viviendo unas vidas útiles y productivas.

Khardan lanzó una mirada a su hermano menor, moviendo significativamente las niñas de sus ojos. Entre los nómadas, los dementes son bien tratados, pues todos saben que han visto el rostro del dios. Sin embargo, uno no escuchaba sus delirios. El califa decidió volver su atención hacia el amir.

Aclarándose de nuevo la garganta, Qannadi entregó el papel al escriba y despachó a éste con un movimiento de la mano.

—Me complace oír que tu gente tiene una visión tan filosófica, califa —dijo mirando a Khardan con ojos fríos—, porque su dura vida va a volverse más dura todavía. No necesitamos vuestros caballos.

—¿Qué? —Khardan miró atónito al amir.

—No tenemos necesidad de vuestros caballos ahora, ni es probable que la tengamos en el futuro. Habréis de volver avuestra gente con las manos vacías. Y, con tanto como despreciáis la ciudad, ella os abastece de ciertas provisiones sin las cuales encontraríais bastante difícil el sobrevivr. Es decir —añadió con cruel ironía—, a menos que vuestro dios tenga a bien enviaros una lluvia de arroz y trigo desde los cielos…

—No me tomes por un mercader de alfombras, oh rey —dijo con aire sombrío Khardan—. No creas que puedes hacerme correr detrás de ti, ofreciéndote un precio más bajo porque hayas rechazado el primero. Puedes acudir a cien comerciantes de alfombras, pero sólo encontrarás a un hombre que vende los caballos que necesitas para conseguir tu victoria. Animales criados para la guerra, que no se asustan ante el olor de la sangre. Animales que estiran las orejas al toque de trompeta y se lanzan con furia hasta el corazón mismo de la batalla. ¡Animales descendientes del caballo del dios! ¡En ningún sitio, en ninguna parte de este mundo, puedes estar seguro, encontrarás semejantes caballos!

—Ah, pero… sucede que nosotros ya no estamos limitados a este mundo, califa —dijo el amir—. Ve a buscar a mi esposa —ordenó a un sirviente, quien, con una inclinación, salió corriendo a cumplir el encargo.

—Tal vez ésta sea la luz de la que hablabas, imán —continuó el amir en tono coloquial para romper el tenso silencio que se había instaurado de pronto—. Tal vez el hambre abra sus ojos y los conduzca hasta los muros de la ciudad que tanto desprecian.

—Alabado sea Quar si es así —dijo el imán con seriedad—. Eso sería la salvación de sus cuerpos y de sus almas…

Khardan no dijo nada; se limitó a mirar a ambos con el entrecejo fruncido. Sin pensarlo, había dado un paso atrás al oír al amir enviar por su esposa. Las palabras de Zeid resonaron en su mente: la primera esposa del amir, «una renombrada maga de gran poder». A Khardan no le asustaba la magia, que consideraba un campo de la mujer apropiado para curar a los enfermos y calmar a los caballos durante una tormenta. Pero, al ser algo que él no podía controlar, desconfiaba de ella. Había oído historias sobre los poderes de los antiguos, historias sobre el poder que se encontraba en los serrallos de los habitantes de la ciudad. Él se había mofado de ellas, despreciando a los hombres que dejaban a sus esposas volverse demasiado fuertes en este arte arcano. Sin embargo, al mirar al poderoso Qannadi, reflexionó —algo tarde, bien es verdad— que tal vez hubiese juzgado mal el tema.

Una mujer entró en la
divan
. Iba vestida con un
chador
de seda negra bordado con hilos de oro que formaban manchas semejantes a pequeños soles sobre la superficie del tejido. Si bien su figura iba completamente oculta, la mujer se movía con una elegancia que hablaba por sí misma de la belleza y simetría de su forma. Un velo negro ribeteado de oro le cubría rostro y cabeza dejando sólo un ojo visible. Contorneado con
kohl
, aquel único ojo miró con atrevimiento a Khardan, penetrándolo, como si el foco de sus dos ojos se hubiera combinado y hubiese concentrado su fuerza en uno solo.

—Yamina, muestra a este
kafir
el regalo de Quar a su gente —ordenó el amir.

Inclinándose ante su esposo con las manos unidas por delante de la frente, Yamina se volvió hacia Khardan, quien se quedó mirándola con rostro impasible; las siempre móviles dunas revelaban bastante más expresión que su semblante.

Introduciendo unos dedos ensortijados por entre los delgados pliegues de su
chador
, Yamina sacó un objeto. Colocándolo en la palma de su mano, se lo mostró a Khardan.

Era un caballo, maravillosamente labrado, hecho de ébano. Perfecto en cada detalle, y de unos quince centímetros de altura, las ventanas de su nariz eran dos ígneos rubíes y sus ojos dos topacios. Su silla era de fino marfil con arreos de oro y turquesa. Sus cascos estaban herrados con plata. En verdad, era una obra de arte exquisita, y Achmed suspiró de anhelo al verla. Khardan, sin embargo, permaneció inconmovible.

—De modo que éste es el regalo de Quar a su gente —dijo el califa con desprecio, echando una ojeada al amir para ver si se estaban riendo de él—. Un juguete de niño.

—Muéstrale, Yamina —ordenó con gentileza el amir a modo de respuesta.

La maga colocó el caballo de pie en el suelo. Tocando un anillo que llevaba en la mano, hizo que la gema en él encajada se abriera de golpe. Del interior del anillo, Yamina extrajo un diminuto rollo de papel. Abriendo la boca del caballo, introdujo en ella el rollito y cerró los dientes de la figura sobre él, que quedó así firmemente sujeto. Luego, la maga se arrodilló al lado del caballo de juguete y su único ojo visible se cerró; entonces susurró unas palabras arcanas.

Una bocanada de humo salió de la boca del caballo. Cogiendo la mano de Achmed, Khardan se alejó retrocediendo del animal con la cara sombría de sospecha. El imán musitó algo para sí en voz baja; oraciones a Quar sin duda alguna. El amir observaba con divertido interés.

Khardan tomó aire temblorosamente. ¡El caballo estaba creciendo! Mientras la maga hablaba, repitiendo las mismas palabras una y otra vez, el animal aumentaba en estatura y grosor; ahora unos treinta centímetros, ahora hasta la cintura de Khardan, ahora tan alto como un hombre, ahora tan alto como el caballo de guerra del propio califa. La voz de la maga se calló. Muy despacio, ésta se levantó y, mientras lo hacía, ¡el caballo de ébano dejó de ser de ébano y giró la cabeza hacia ella!

El animal era ahora de carne y hueso, tan real y tan vivo como cualquier corcel que corriera libre por el desierto. Khardan se quedó mirándolo incapaz de hablar. Jamás había visto una magia como ésta; nunca lo habría creído posible.

—¡Alabado sea Quar! —exhaló el imán con reverencia.

—¡Un truco! —murmuró Khardan con los dientes apretados.

El amir se encogió de hombros.

—Como quieras. Sin embargo, es un «truco» que tanto Yamina como el resto de mis esposas y las esposas de los grandes y nobles de esta ciudad pueden realizar.

Poniéndose en pie, el amir descendió de su trono de palo de rosa y se acercó a acariciar el cuello del caballo. Era, como podía ver Khardan con toda claridad, un magnífico animal: inquieto, con un temperamento parejo al rojo encendido de su morro. Los ojos del caballo giraron en redondo para observar su extraña situación, mientras sus cascos danzaban nerviosos sobre el embaldosado suelo.

—La hermosa figura es, como ya he dicho, un regalo del dios —señaló el amir, acariciando la negra nariz aterciopelada—. Pero el conjuro funcionará con cualquier objeto en forma de caballo. Puede estar hecho de madera o tallado en barro. Uno de mis hijos, un muchacho de seis años, esculpió uno esta mañana.

—¿Me tomas por un idiota, oh rey? —preguntó Khar-dan enojado—. ¡Pedir que crea que las mujeres pueden ejecutar este tipo de magia!

Pero, mientras hablaba, los ojos de Khardan se fueron hacia Yamina. La maga tenía su único ojo visible fijo en él; su mirada era inalterable y sin un parpadeo.

—No me importa lo que creas, califa —dijo el amir imperturbable—. El hecho sigue siendo que no necesito tus caballos, lo cual os pone a ti y a tu gente en una situación desesperada. Pero Quar es misericordioso —el amir levantó una mano para impedir que Khardan lo interrumpiese—. Tenemos sitio en la ciudad para albergaros a ti y los tuyos. Trae a tu gente a Kich. Encontraremos trabajo para vosotros. Los hombres de tu tribu podrán unirse a las filas de mis propios ejércitos. Vuestra reputación de guerreros es bien conocida. Yo me sentiría honrado —aquí su voz cambió sutilmente, adquiriendo una evidente sinceridad— de teneros cabalgando entre nosotros. Vuestras mujeres podrán tejer alfombras y hacer vasijas de barro y venderlas en el bazar. Vuestros hijos irán a la escuela del templo a aprender a leer y escribir…

—¿… y la doctrina de Quar, oh rey? —concluyó Khardan fríamente.

—Por supuesto. Nadie puede vivir dentro de estas murallas sin convertirse en un devoto seguidor del único y verdadero dios.

—Gracias, oh rey, por tu generosidad —dijo Khardan inclinándose con respeto—. Pero mi gente y yo preferimos morirnos de hambre. Parece que hemos perdido el tiempo al venir aquí. Así que nos retiramos…

—¡Ahí lo tienes! —saltó el imán, adelantándose unos pasos. Levantando su delgado brazo, apuntó a Khardan con un dedo tembloroso—. ¿Me crees, oh rey?

—¡De modo que es verdad! —atronó la voz del amir, haciendo relinchar al caballo como si hubiese oído el grito de batalla—. Sois espías, y habéis venido a reconocer la ciudad para luego precipitaros sobre nosotros desde el desierto con vuestros malvados asesinos. ¡Tu intriga ha fracasado, califa! ¡Nuestro dios lo sabe todo, también todo lo ve, y ya hemos sido advertidos de vuestros planes traicioneros!

—¿Espías? —dijo Khardan mirando atónito al hombre.

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