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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (35 page)

EL LIBRO DE QUAR
Capítulo 1

El sonido de un gong, tañido tres veces, vibró a través de la oscuridad perfumada de incienso. Un hombre, dormido en un jergón de algodón colocado sobre el frío suelo de mármol de una pequeña alcoba, se despertó de golpe al oírlo. Al principio, se quedó mirando con expresión de incredulidad el pequeño gong de latón que descansaba sobre el altar, como preguntándose si en verdad había oído su llamada o había sido parte de su sueño. El gong volvió a sonar, sin embargo, disipando sus dudas. Vestido tan sólo con una tela blanca que llevaba arrollada en torno a sus delgados muslos, el hombre se levantó del jergón y recorrió con presteza el suelo de mármol pulido.

Al llegar al altar, que estaba hecho de oro puro y esculpido con la forma de una cabeza de carnero, el hombre encendió un grueso cirio de cera de abeja y luego se tendió de plano ante el altar con los brazos extendidos por encima de su cabeza, el vientre contra el suelo y la nariz presionada contra el mármol. Antes de retirarse a descansar, se había untado con aceite perfumado y su piel marrón brillaba a la tenue luz de la vela. Su cabello jamás había sido cortado, en honor a su dios, y le cubría la espalda desnuda como una brillante capa negra.

El esbelto cuerpo del imán temblaba mientras así yacía en el suelo, no de frío ni de miedo, sino de ansiedad.

—Soy Feisal, tu indigno sirviente. ¡Háblame, Quar, oh Majestad del Cielo!

—Has respondido a la llamada con prontitud.

Feisal levantó la cabeza y clavó los ojos en la llama de la vela.

—¿Acaso, tanto en el sueño como en la vigilia, no vivo dentro de tu templo, Señor, para poder estar siempre presente y llevar a cabo tu más leve deseo?

—Así he oído —se oyó la voz de Quar a través del suelo, las paredes, el techo.

La voz susurraba en torno a Feisal; éste podía sentir sus vibraciones acariciar su cuerpo y cerró los ojos, casi embargado por el sagrado éxtasis.

—Me siento complacido por ello —continuó el dios—, y por el buen trabajo que estás haciendo en la ciudad de Kich. Jamás he tenido un sacerdote tan celoso de traer al infiel a la salvación. Tengo mis ojos puestos en ti, Feisal. Si continúas sirviéndome en el futuro tan bien como me has servido hasta el presente, creo que la gran Iglesia mía que un día abarcará el mundo entero no podría tener mejor cabeza que tú.

Feisal apretó los puños mientras un estremecimiento de placer convulsionaba su cuerpo.

—Me siento honrado más allá de toda descripción, oh Rey de Todos —susurró con voz ronca el imán—. Sólo vivo para servirte, para glorificar tu nombre. Llevar este nombre a los labios de todos los
kafir
de este mundo es mi mayor deseo, mi único deseo.

—Una tarea plena de mérito, aunque nada fácil —dijo el dios—. En este mismo momento, se dirige a tu ciudad un infiel de la más nefanda especie. Un devoto seguidor de Akhran, el Dios Andrajoso. Él y su banda de ladrones cabalgan hacia Kich con la intención de espiar la ciudad. Planean atacarla e inducir a la gente al culto de su malvado dios.

—¡Akhran! —exclamó el imán con el mismo tono de horror en su voz que podría haber empleado para gritar el nombre de un demonio surgido de las profundidades de Sul.

Ofuscado por la impresión, el imán se incorporó y, sentado, se puso a mirar a su alrededor en aquella oscuridadque se sentía viva con la presencia del dios. El sudor que cubría su engrasada piel le corría por el pecho desnudo. Sus costillas, demasiado visibles tras una vida de ayuno, se contrajeron y los músculos de su estómago se tensaron.

—¡No! ¡Eso no puede suceder!

—No veas esto como una catástrofe. Es una bendición, y una prueba de que estamos destinados a ganar la guerra santa que libramos, el que hayamos conocido a tiempo su pérfida intriga. Consulta con el amir, para que juntos podáis confeccionar el mejor plan para ocuparos de esos infieles. Y, para que él sepa que actúas bajo el mandato de Quar, encontrarás un regalo mío en el altar. Llévaselo a la primera esposa del amir, Yamina la Maga. Ella sabrá cómo utilizarlo. Recibe mi bendición, fiel servidor.

Arrojándose de plano al suelo, Feisal apretó su cuerpo contra el mármol, abrazándolo como si estuviera físicamente aferrándose a su dios. Muy despacio, fue saliendo de su éxtasis y supo que Quar ya no estaba con él. Tomando una profunda y temblorosa bocanada de aire, el imán se puso en pie, vacilante, y dirigió de inmediato su mirada al altar. Ahogado todavía de vez en cuando por algún sollozo, estiró con gesto reverente su temblorosa mano y sus húmedos dedos se cerraron en torno al obsequio del dios: un pequeño caballo de ébano.

Capítulo 2

—¿Qué asuntos traen a los akares a la ciudad de Kich? —inquirió el vigilante a las puertas de aquélla.

—Los akares traen caballos para vender al amir —respondió Khardan con cierta irritación—, tal como venimos haciendo todos los años desde que el barro de sus primeras casas estuvo seco. Sin duda sabrás esto, Señor de la Puerta. Siempre se nos ha permitido entrar en la ciudad sin interrogarnos previamente. ¿A qué se debe este cambio?

—Muchas cosas encontraréis cambiadas en Kich,
kafir
—respondió el vigilante lanzando a Khardan y a sus hombres una mirada altanera y despectiva—. Por ejemplo, antes de entrar, debo pediros que me entreguéis todo objeto mágico y amuleto que llevéis. Yo los guardaré bien, podéis estar seguros, y se os devolverán cuando os vayáis. Cualquier djinn que poseáis, habréis de llevarlo al templo, donde será entregado como muestra de respeto al imán de Quar.

—¡Amuletos! ¡Magia! —el caballo de Khardan, sintiendo la cólera de su amo, se movió inquieto debajo de él—. ¿Nos tomas por mujeres? ¡Los hombres de la tribu akar no viajan bajo la protección de semejantes cosas!

Echando una ojeada a su caballo, y haciendo un gesto para calmarlo, Khardan se inclinó sobre la silla para hablar cara a cara con el vigilante.

—En cuanto a djinn, si yo tuviese uno conmigo, que no es el caso, antes lo arrojaría a las aguas de Tara-kan que entregárselo al imán de Quar.

El vigilante enrojeció de ira. Su mano se fue hacia la contundente porra que llevaba en el costado, pero reprimió el impulso. Había recibido instrucciones concernientes a aquellos infieles y debía cumplirlas le gustase o no. Tragándose su rabia, saludó fríamente a Khardan y, con un gesto de la mano, indicó que los nómadas podían entrar.

Dejando la manada de caballos fuera de las murallas bajo el cuidado de varios de sus hombres, Khardan y el resto de sus
spahis
cruzaron la puerta de la ciudad de Kich.

Antigua ciudad que se había elevado allí durante por lo menos dos mil años, Kich había cambiado poco en todo ese tiempo. Situada en el centro del territorio, entre las montañas de Ganzi, al sur, y las de Ganga, al norte, Kich era una de las más importantes ciudades comerciales de Tara-kan.

Aunque estaba bajo el dominio del emperador, Kich era —o había sido durante la mayor parte de su historia— una ciudad-estado independiente. Gobernada por la familia del sultán a través de generaciones, Kich pagaba un copioso tributo anual al emperador, esperando que a cambio éste los dejase tranquilos para proseguir su pasatiempo favorito: acumular riquezas. Sus habitantes eran, en su mayor parte, seguidores de la diosa Mimrim, una diosa amable, amante de la belleza y el dinero. Durante siglos, la población de Kich había llevado una vida tranquila y fácil. Después empezaron a cambiar las cosas. Su diosa nunca había sido exigente en materia de oraciones diarias y demás; asuntos tan solemnes tendían a desbaratar tanto los negocios como el placer. La gente comenzó así a apartarse de Mimrim, poniendo más fe en el dinero que en su diosa. El poder de Mimrim disminuyó y pronto cayó víctima de Quar.

La gente de Kich no sabía nada de la guerra del cielo. Sólo sabían que, un día, las tropas del emperador, portando la bandera con la cabeza de carnero, símbolo de Quar, se lanzaron sobre ellos desde el norte. Las puertas cayeron y los guardias personales del sultán, borrachos como de costumbre, fueron masacrados. Kich se hallaba ahora bajo el control directo del emperador, y constituía la punta de lanza de un ejército que apuntaba directamente a la garganta de las ricas ciudades de Bas, al sur.

La ciudad quedó convertida en una fortaleza militar. Kich se prestaba de forma ideal a esta finalidad, pues estaba rodeada por una muralla de doce kilómetros de circunferencia. Dotada de torres y troneras para los arqueros, la muralla tenía once puertas que ahora permanecían cerradas día y noche. Se había impuesto un toque de queda a los ciudadanos. Cualquier movimiento por las calles de la ciudad después de las once de la noche estaba estrictamente prohibido por un edicto y penalizado con severas medidas. Vigilantes nocturnos armados de porras patrullaban las calles golpeando en la verja de cada patio con el pretexto de ahuyentar a los ladrones. En realidad, sólo querían asegurarse de que ninguna chispa de rebelión ardía tras las puertas cerradas.

Además de estos vigilantes que rondaban por las calles, había otros que lo hacían por los tejados y bazares. Cubiertas para protegerse contra el sol, las tiendas, con forma de barracas, estaban provistas de tragaluces cada treinta metros, aproximadamente. Los vigilantes patrullaban estos tejados, tocando un tambor y mirando a través de los tragaluces a ver si había algún movimiento sospechoso allá abajo.

Sin embargo, ninguna rebelión se estaba forjando en Kich. Aunque al principio la gente se había disgustado por todas estas medidas, pronto encontraron su compensación. Los negocios se triplicaron. Las carreteras hacia el norte, antes demasiado peligrosas de transitar debido a los asaltos de los
batir
, estaban guardadas ahora por las tropas del emperador. El comercio entre Kich y la ciudad capital de Khandar floreció. La gente de Kich comenzó a mirar a su nuevo dios, Quar, con ojos amistosos y a no regañar a la hora de pagarle su tributo o cumplir con sus exigencias de estricta obediencia.

De día, los
suks
aparecían abarrotados de gente. El bochinche y el griterío de sus regateos se mezclaban con los pregones de los vendedores destinados a captar nuevos clientes. Niños que gritaban con voces chillonas corrían de aquí para allá por entre las piernas de la multitud. El aire resonaba con halagos, maldiciones y los lamentos de los mendigos, todo ello entremezclado en terrible confusión con los ladridos, gruñidos, bufidos y balidos de distintos animales.

El espacio, dentro de la ciudad, estaba aprovechado al milímetro, ya que nadie era lo bastante estúpido para vivir fuera de las murallas protectoras. Las calles, estrechas y abarrotadas, estaban trazadas formando un loco laberinto en el que un extranjero se hallaba al instante invariable e irrevocablemente perdido. Casas sin ventanas, hechas de barro cubierto con una capa de enlucido, se amontonaban unas sobre otras como barcos encallados, mirando hacia todas y cualesquiera direcciones, a lo largo de calles que giraban a la izquierda, a la derecha, en redondo, sobre sí mismas, que a veces terminaban de un modo inexplicable en una pared vacía y, otras ascendían o bajaban escaleras que parecían haber sido labradas a partir de las mismas casas.

Al entrar en la ciudad, Khardan echó una intranquila mirada a su alrededor. Antes siempre había encontrado estimulantes el ruido, los olores y la excitación reinantes. Ahora, por alguna razón, se sentía atrapado, ahogado. Desmontando, el califa hizo un gesto a uno de los hombres mayores que cabalgaban con él.

—Saiyad, no me gusta nada eso de los cambios —dijo Khardan en voz baja—. Manten a todos juntos hasta que yo vuelva y esperadme aquí.

Saiyad asintió con la cabeza. Dentro de la muralla, nada más atravesar las puertas, había una zona despejada utilizada para estacionar los carruajes traídos a la ciudad por los mercaderes. Viendo a sus hombres y caballos allí establecidos y confiando en Saiyad para mantenerlos fuera de problemas, Khardan y su hermano menor, Achmed, dirigieron sus pasos hacia la Kasbah.

No tuvieron que andar mucho. La Kasbah, combinación de palacio y fortaleza, se elevaba cerca del extremo norte de la muralla. Los elegantes minaretes, los altos pináculos y la cúpula del palacio del difunto sultán sobresalían por encima de su propia muralla protectora que mantenía al palacio aislado de la ciudad. Hecho de cuarzo cristalino, y con sus bulbosas bóvedas recubiertas de oro, el propio palacio brillaba como una gema a la luz del ardiente sol. Un sutil y delicado trabajo de celosía decoraba las ventanas. Las ondeantes copas de las palmeras, visibles por encima de las murallas, eran indicio de placenteros jardines en el interior.

Era la primera visita de Achmed a la ciudad, y sus ojos observaban llenos de asombro.

—Mira por dónde vas —lo reprendió Khardan retirándolo del camino de un burro, cuyo jinete movía amenazadoramente su bastón hacia ellos—. ¡No! ¡No te molestes! No le hagas caso. No merece tu atención. Mira, mira allí.

Khardan distrajo a su hermano, quien seguía con ojos centelleantes al hombre del asno, señalando a un edificio de piedra octogonal que se elevaba a su izquierda, en frente de las murallas de la Kasbah.

—Ése debe de ser el nuevo templo que han construido para Quar —dijo Khardan con el entrecejo fruncido, mirando con desaprobación la cabeza de carnero dorada que resplandecía sobre la entrada—. Y allí —añadió gesticulando hacia un alto minarete, el más alto de la ciudad—, la Torre de la Muerte.

—¿Por qué la llaman así?

—Ahí es donde castigan a los criminales condenados en Kich. El transgresor es atado de pies y manos y luego metido en un saco. Entonces lo arrastran hasta la cima de la torre y lo arrojan vivo por el balcón para que se estrelle de lleno contra la calle. Ahí abajo, su cuerpo yace sin enterrar algunos días como advertencia a todos aquellos que se atrevan a quebrantar la ley.

Achmed se quedó mirando la Torre de la Muerte con gran respeto.

—¿Crees que llegaremos a ver tal cosa?

Khardan se encogió de hombros y sonrió con guasa.

—¿Quién sabe? Tenemos todo el día.

—¿Adonde vamos ahora? ¿No íbamos a entrar en el palacio? —preguntó Achmed algo confuso al ver que parecían alejarse de él.

—Debemos entrar por la puerta principal, y ésa está atravesando la ciudad, al otro lado de esta muralla. Para llegar allí, tenemos que pasar por los bazares.

Los ojos de Achmed brillaron de placer.

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