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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (65 page)

El tiempo pasó sin que nadie los descubriera. Ni siquiera se le ocurrió a nadie ir en aquella dirección. La nube oscura desapareció, dejando al descubierto tras ella una luna llena que colgaba como una sonriente calavera en medio del oscuro cielo. Khardan permanecía inconsciente, todavía bajo los efectos del encantamiento. Zohra, por el ritmo regular de su respiración, se había quedado dormida.

El velo se le había deslizado de la cara y la luz de la luna llena daba sobre ella. Para evitar abandonarse a su agotamiento, Mateo se concentró en estudiar el rostro de Zohra. Hermoso, orgulloso y testarudo, al parecer, hasta en el mismo sueño. Sonriendo con tristeza, Mateo suspiró. Qué enfadado lo hacía sentirse a menudo; enfadado y frustrado. Y avergonzado. Con la mano, le retiró de los ojos un mechón de negros cabellos y la sintió temblar con el frío del anochecer. Moviéndose con tanta suavidad y cuidado como pudo, Mateo la rodeó con un brazo y la acercó a sí. Ella estaba demasiado cansada para despertarse. Reaccionando instintivamente al calor de su cuerpo, se acurrucó contra él. El aroma de jazmín, dulce y tenue, flotó hasta él por encima del olor acre del humo.

Volviendo la cabeza, Mateo miró al esposo de Zohra. Las ropas de mujer que llevaba Khardan estaban embadurnadas de barro y suciedad. Su alma se encogió de miedo recordando la visión. Con resolución, echó a un lado aquellos recuerdos.

Khardan estaba vivo. Eso era todo lo que importaba.

Mateo retiró el velo rosado de la cara de Khardan. El hechizo bajo el que se hallaba debía de ser terrible. Sus firmes rasgos se retorcían. A veces un quejido ahogado escapaba de sus labios mientras sus manos se apretujaban y estrujaban la una contra la otra. Pero Mateo no se atrevió a levantar el conjuro, no todavía. Le parecía que aún podía oír voces roncas y hostiles procedentes del campamento.

Nada podía hacer por el califa más que ofrecerle su callado afecto y velar su descanso, por pobre que su guardia pudiera ser. Estirando el brazo, Mateo cogió la mano de Khardan y la sujetó con fuerza.

Después, el joven brujo cerró los ojos, prometiéndose mantenerlos cerrados sólo por un momento para aliviar la ardiente irritación causada por la arena. La irritación pronto desapareció, pero sus ojos continuaron cerrados. Mateo dormía.

Capítulo 29

Agotado por su lucha con Raja que, como era habitual en las luchas entre inmortales, había terminado en tablas, Fedj se apresuró a regresar al campamento, sólo para encontrarse con que la batalla había terminado. Buscando entre los cuerpos caídos en el campo de batalla, descubrió a Jaafar tendido inconsciente en el suelo. El desafortunado jeque había sido la primera baja. Nada más llegar, a pie, al campo de batalla, había sido golpeado en la cabeza por un caballo y había caído al suelo sin sentido y sin tener la oportunidad de sacar su espada siquiera.

Tras asegurarse de que su amo seguía vivo, Fedj lo llevó a lo que quedaba del campamento y, depositándolo con cuidado en el suelo, se fue en busca de otros supervivientes. Al oír a un soldado gritar acerca de alguien que trataba de escapar, el djinn se acercó de inmediato a investigar. Tres mujeres intentaban escabullirse del campamento aprovechándose del humo. Al parecer, una de ellas estaba enferma o herida, pues las otras dos la estaban llevando sobre sus hombros. Al aproximarse a ellas para ayudarlas, el djinn vio cómo el velo rosáceo se descorría parcialmente del rostro de la mujer herida.

Fedj se quedó mirando atónito, demasiado anonadado como para presentarse ante ellas siquiera.

Aunque a medias ocultas tras el velo rosáceo, podían reconocerse con facilidad las fuertes y apuestas facciones, la negra barba…

—¡Khardan! —murmuró el djinn rojo de indignación—. ¡Huyendo de la batalla disfrazado de mujer! ¡Espera a que mi amo se entere de esto!

Y, con estas palabras, surcó el aire a toda velocidad para reunirse con Jaafar, quien en ese momento se estaba incorporando, cogiéndose la cabeza entre las manos y lamentándose de que arrastraba sobre sí la maldición del dios.

—Efendi —susurró una voz—. La he localizado.

Una esbelta mano separó las cortinas del blanco palanquín.

—¿Sí?

—Se esconde entre la alta hierba del oasis. Hay otras dos con ella.

—Excelente, Kiber. Voy para allá.

Las cortinas del palanquín se descorrieron. Un hombre se apeó de él. La litera permanecía oculta tras una enorme duna a cierta distancia del Tel hacia el este. Haciendo menos ruido que el viento al acariciar el suelo del desierto, el
goum
y su señor caminaron a lo largo del límite del devastado campamento. Ninguno de los dos dirigió a éste una sola mirada; ambos tenían los ojos puestos en su punto de destino y pronto alcanzaron el oasis.

Andando con rapidez a través de la hierba, Kiber condujo a su señor hasta donde las tres figuras dormían, acurrucadas juntas en el barro.

Inclinándose sobre ellas, el traficante de esclavos las examinó con cuidado.

—Una belleza de pelo negro, joven y fuerte. Y… ¿qué es esto? ¡El demonio barbudo que me robó la flor y me ocasionó todo este trastorno! ¡En verdad, el dios está a nuestro favor esta noche, Kiber!

—¡Sí, efendi!

—Y aquí está mi flor de cabello color llama. Mira, Kiber, ya se despierta. No tengas miedo, florecilla. No grites. Amordázala, Kiber. Tápale la boca. Eso es.

El mercader sacó una gema negra y la sostuvo por encima de las tres figuras tendidas en el suelo.

—En el nombre de Zhakrin, Dios de la Oscuridad y de Todo Lo Que Es Maligno, os ordeno que durmáis…

El mercader esperó unos momentos para asegurarse de que el conjuro había surtido efecto.

—Muy bien, Kiber, puedes proseguir.

Volviéndose, el mercader se alejó.

Concluida por fin su tarea, los soldados arrojaron sus teas ardientes a las numerosas hogueras que llameaban esparcidas por el campamento. Subiéndose a lomos de sus caballos mágicos, se elevaron por el aire y volaron de nuevo hacia Kich. Kaug se había marchado ya hacía largo rato, transportando en sus poderosas manos al grueso de las tropas del amir y todos los cautivos que habían cogido.

La noche del desierto vibraba con los sonidos de la muerte: el crepitar de los fuegos, los lamentos de una anciana, los quejidos de los heridos y los rugidos y feroces mordiscos de los comedores de carroña luchando en torno a los cuerpos.

Había movimiento también. Los supervivientes que podían mantenerse en pie hacían cuanto podían por aquellos que no, arrastrando a los heridos hasta las hogueras que, por lo menos, los mantendrían calientes durante la helada noche. Hombres de una tribu ayudaban a hombres de la tribu rival; un pastor de ovejas llevaba en sus brazos a un jinete, mientras que un jinete remojaba con agua los resecos labios de un pastor. Nadie tenía suficiente fuerza para enterrar a los muertos. Los cuerpos de los nómadas fueron arrastrados hasta la proximidad de los fuegos, para frustración de chacales y hienas que lanzaron aullidos de protesta y tuvieron que conformarse con los cadáveres de los soldados del amir.

Cansado y herido, Majiid miraba ansiosamente los cuerpos a medida que los iban trayendo uno a uno, reconociendo aquí a un amigo, allí a un primo, pero sin ver en ninguno de ellos a aquel a quien buscaba en vano. Preguntaba a cada hombre que veía. ¿Había más muertos por ahí fuera? ¿Habían encontrado ya a todos? ¿Estaban seguros? Sus hombres se limitaban a sacudir la cabeza. Sabían muy bien a quién el jeque ansiaba, y a la vez temía, encontrar. Ellos no lo habían visto. No; que ellos supiesen, aquéllos eran los únicos que habían hallado la muerte.

—¡Pero yo tengo su espada! —exclamó Majiid, mostrándoles el arma mellada y ensangrentada de Khardan—. ¡La he encontrado en el suelo, bajo su caballo caído!

Los hombres desviaron sus miradas.

—¡El jamás dejaría que lo capturasen! —atronó Majiid—. ¡Él no entregaría jamás su espada! ¡Sois unos ciegos estúpidos! ¡Iré a mirar yo!

Antorcha en mano, e ignorando el dolor de sus heridas —que eran unas cuantas—, el jeque salió a efectuar su propio registro de la zona que rodeaba al Tel.

Las bestias carroñeras le rugieron al pasar por interrumpir su festín y se retiraron espantadas, merodeando por alrededor hasta que él y su fuego atemorizador se hubieron alejado. Majiid ascendía apesadumbrado por entre las rocas del Tel, dando la vuelta a los cuerpos de los soldados y a los caballos muertos, arrastrando a éstos hacia un lado para mirar debajo de ellos. Sólo cuando se encontró demasiado agotado y desfallecido por la pérdida de sangre para mantenerse en pie, admitió por fin que tendría que desistir, al menos durante la noche.

Dejándose caer en la arena, se volvió a mirar las ruinas del campamento, las semiextintas hogueras, el humo que se elevaba en bucles hacia el cielo estrellado y las figuras de su gente —lo que quedaba de ella— recortadas contra las llamas, caminando lentamente con las cabezas gachas.

Las lágrimas brotaron de los ancianos y fieros ojos de Majiid. Con un bufido, luchó por contenerlas, pero ya los fuegos aparecían borrosos en sus ojos. Un crudo sentimiento de desesperanza se apoderó de él. Negándose a ser dominado por lo que consideraba una debilidad de mujer, el anciano luchó por ponerse en pie. Su mano rozó un cactus que crecía en aquel suelo cubierto de sangre.

—¡Maldito seas, Akhran! —imprecó lleno de ira el anciano jeque—. ¡Tú nos has llevado a la ruina!

Agarrando el cactus con la mano, indiferente a las espinas que se clavaban en su carne, Majiid trató de arrancar la Rosa del Profeta del arenoso suelo.

La planta no se movió.

Una y otra vez tiró de ella Majiid, la pisoteó con su bota, la golpeó con su espada.

El cactus se negó obstinadamente a ceder.

Majiid se dejó caer, exhausto, sobre la arena y se quedó mirando estupefacto a la Rosa hasta el amanecer.

Margaret Weis y Tracy Hickman

Margaret Weis

Nació el 16 de marzo de 1948 y creció en Independence, Missouri. En 1970 se graduó en la Universidad de Missouri, Columbia. Trabajó durante casi 13 años en Herald Publishing House en Independence, donde empezó como correctora de pruebas, y acabó como directora editorial de la división de prensa comercial. Su primer libro, una biografía de Frank y Jesse James, fue publicado en 1981. En 1983, se trasladó al lago Ginebra, Wisconsin, para acceder a un trabajo como editora en TSR, (editores originales del juego de rol Dungeons and Dragons).

En TSR, Weis fue parte del equipo de diseño de DRAGONLANCE. Creado por Tracy Hickman, DRAGONLANCE revolucionó la industria de juegos de rol. De ese juego surgieron las novelas que le dieron fama mundial. En 2004 fue el vigésimo aniversario de Las Crónicas de la Dragonlance (en España es en 2006). Las Crónicas continúan estando hoy en día en listas de los más vendidos en muchos paises y se han vendido más de veinte millones de copias por todo el mundo.

Entre los trabajos de fantasía publicados se incluyen la serie de Dragonlance, que ha; la trilogía de la Espada Oscura; El Ciclo de la Puerta de la Muerte; La Rosa del Profeta; La trilogía de Gema Soberana; o DragonVald. En cuanto a ciencia ficción ha publicado series como La Estrella del Guardián, y la serie Mag Force 7. También empezó a escribir una serie de ciencia ficción con su hijo David Baldwin, la cual se vió interrumpida tras la publicación del primer libro debido al trágico fallecimiento de David.

Weis es propietaria de la editorial Sovereign Press, editora del juego de rol sobre la Gema Soberana y de los nuevos productos del juego de rol Dragonlance (con el sistema d20 licenciado por Wizards of the Coast). También, es co-autora de varios libros de reglas del juego de rol ambientado en el mundo de Dragonlance.

Estuvo casada con Don Perrin, con el que escribió varios libros ambientados en Dragonlance. Actualmente está divorciada y vive en un granero reconvertido en Wisconsin con sus cuatro perros y tres gatos.

Tracy Hickman

Nació en Salt Lake City, Utah, el 26 de noviembre de 1955. Se graduó en la Escuela Superior de Provo en 1974, donde sus intereses más importantes fueron el arte dramático, la música y la fuerza aérea. En 1975, Tracy comenzó dos años de servicio como misionero dentro de los mormones. Su puesto inicial fue en Hawaii durante seis meses mientras esperaba que su visado fuese aprobado, entonces se trasladó a Indonesia. Allí, sirvió como misionero en Surabaya, Djakarta y la ciudad de la montaña de Bandung antes de cesar de forma honorable en 1977. Como resultado de esta estancia, aún se defiende bien hablando en indonesio, lengua que sirvió como base para muchas de las frases mágicas de sus libros.

Tracy se casó con Laura Curtis, su novia desde su época de estudiante, a los cuatro meses de su regreso de Indonesia. Tracy y Laura son padres de cuatro niños.

Tracy ha trabajado en los sitios más variopintos (desde reponedor de supermercado hasta encargado del teatro pasando por director auxiliar de la televisión y un largo etcétera). Era en 1981 cuando se acercó a TSR para comprar dos de sus módulos… y acabó trabajando para la editorial. Fue ahí donde se produjo su asociación con Margaret Weis y su primera publicación juntos: Las Crónicas de la Dragonlance.

Desde entonces (1985), han publicado en común en torno a cuarenta títulos. Las primeras dos novelas en solitario de Tracy fueron Requiem of Stars y The Immortals que fueron publicadas en primavera de 1996. Más recientemente, Tracy y su esposa Laura han podido satisfacer un sueño antiguo: escribir juntos. Su primera novela en cooperación fue El Guerreo Místico, que fue publicada en 2004.

Tracy reside actualmente en St. George, Utah con su familia; sigue siendo muy activo en su iglesia y tiene un gran número de hobbies: tocar la guitarra, el piano, cantar, los juegos de ordenador, la producción de televisión y la animación. Le encanta leer biografías, libros históricos y libros de ciencia.

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