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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (58 page)

Mateo se volvió y comenzó a recoger con indiferencia los fragmentos del cuenco. Sosteniendo los trozos rotos en sus manos, se detuvo un momento, mirando hacia ellos sin verlos. «¿Esperanza?», se dijo con cierto pesimismo. Sí. Esperanza de salvar a Zohra y a su gente de la noche, esperanza de salvarlos de la aniquilación.

Pero sólo si Khardan desciende del cielo. No para morir en la gloria, sino para vivir…

Para vivir en la vergüenza y la degradación.

Capítulo 21

Usti había dicho la verdad al informar de que Meryem no había hecho nada notable en los últimos días; o, al menos, nada que
él
hubiese notado. Esto se había debido a varios factores, el no menos importante de los cuales era que la muchacha se había dado cuenta de su presencia. El pesado djinn no era un espía muy hábil y no había resultado difícil a la maga descubrir que estaba siendo vigilada y por quién. Por supuesto, esto le decía cuanto necesitaba saber: de alguna manera, Zohra había sobrevivido a su intento de asesinato, ello había despertado sus sospechas y ahora creía que Meryem era una maga de considerable poder. Meryem adivinaba, aunque no estaba completamente segura, que tenía bastante que agradecer al loco por todo ello. Y se propuso asegurarse de que él recibiera sus parabienes.

Entre tanto, el conocimiento de que la vigilaban la obligó a extremar sus precauciones. Todavía no había logrado acercarse ni un paso a su proyectado matrimonio con Khardan, y estaba comenzando a pensar que fracasaría en su cometido cuando, por la gracia de Quar, fue a pasar por la tienda de Majiid justo cuando los hombres eran informados de la proximidad del jeque Zeid y sus
meharistas
procedentes del sur. Con unos pocos minutos de escucha tuvo cuanto necesitaba saber.

Una rápida llamada la puso en contacto con Yamina a través del espejo, y no resultó difícil impartir la vital información que había recogido a la esposa del amir al tiempo que compartía las noticias con las esposas de Majiid. Como dicho medio de adquirir conocimiento sobre lo que los hombres se traían entre manos constituía una aceptada práctica, ninguna de las esposas cuestionó el hecho de que Meryem hubiese oído sin querer tan importantes noticias ni su derecho a divulgarlas. De hecho, fueron recibidas con el mayor interés y discutidas, junto con sus implicaciones, hasta bien entrada la noche.

Yamina envió a Meryem un mensaje de respuesta, diciéndole que el amir había recibido la noticia y estaba haciendo sus planes de acuerdo con ella. El mensaje añadía también que Qannadi estaba deseando dar la bienvenida a Meryem en su serrallo. Ésta, sin embargo, no se relamió ante la noticia cual mendigo ante un tesoro recién encontrado, como era de esperar, y de pronto descubrió que el oro se había convertido en plomo. La idea de compartir el lecho del amir, que antes había sido su más alta meta, le resultaba particularmente inapetecible. Era a Khardan a quien deseaba.

Jamás, hasta entonces, un hombre se había adueñado de su mente y alma. No le gustaba aquel sentimiento. Luchaba contra él. Y no pasaba un día sin que encontrara alguna oportunidad para verlo, para estar cerca de él, para hacer que reparara en ella, para vigilarlo en secreto. Ella no lo amaba. Su naturaleza no era apta para amar. Estaba consumida por el deseo de él; un anhelo físico que no había sentido por hombre alguno en su vida.

De haber sido capaz de satisfacer este apetito, unas cuantas noches de pasión podrían haberla calmado. El saber que no podría conseguir lo que deseaba lo hacía diez veces más apetecible. Él era su tormento. Pasaba las noches en dulces y torturantes fantasías de amor con él; sus tareas domésticas diarias se hacían soportables gracias a sus sueños de introducirlo en los placeres que se enseñaban en el serrallo real.

Y el amir iba a hacerle la guerra a él.

¡Khardan podría muy bien resultar muerto! ¿Podría? ¡Ja! Meryem conocía lo bastante del hombre para darse cuenta de que para él no existía la rendición. Aunque el enemigo lo superase en número por mil contra uno, él moriría luchando. ¿Qué podía hacer ella?

Sólo se le ocurría una idea. Intentaría persuadirlo para que huyera con ella y regresaran a Kich. El amir podría emplear a un hombre como Khardan en sus ejércitos. Ella estaría cerca de él, en el palacio, y, una vez que el nómada hubiese saboreado los placeres de la vida ciudadana, Meryem sabía que ya no querría regresar a esta otra.

Sabiendo lo que Khardan sentía por su gente, Meryem albergaba ciertas dudas sobre el éxito de su plan, pero nada perdía intentándolo. Al menos, ello le proporcionaría una excusa para hablar con él, para estar a solas junto a él en la intimidad de su tienda.

De acuerdo con su plan, una tarde, mientras Zohra y Mateo se hallaban absorbidos en su contemplación de aterradoras visiones y Usti se hallaba absorto en la contemplación de una botella de buen vino, Meryem se levantó de su supuesta siesta y se deslizó fuera de su tienda. El campamento dormía bajo un calor abrasador.

En silencio, sin que nadie la viese, Meryem se introdujo en la tienda de Khardan. Este estaba dormido, con su fuerte cuerpo estirado cuan largo era sobre los cojines. Ella se quedó contemplándolo durante largos momentos, deleitándose en atormentarse a si misma con el pungir de su deseo. El califa se había colocado un brazo sobre los ojos para protegerlos contra un destello de luz que se había colado sobre la cama y había desaparecido ahora con la proximidad del atardecer. Su respiración era profunda y regular. La parte delantera de su túnica estaba abierta, dejando al descubierto su fuerte y musculoso pecho. Meryem se recreó mentalmente con la idea de introducir su mano y acariciar aquella piel lisa; vio sus propios labios tocando el hueco de su garganta… y cerró los ojos para recobrar el control de sí misma antes de atreverse a aproximarse a él.

Tras sentir que sus brillantes mejillas se enfriaban, se arrodilló con piernas temblorosas junto a su lecho y puso con suavidad una mano en su brazo.

—¡Khardan! —susurró.

Sobresaltado, el hombre parpadeó y se incorporó a medias llevando por reflejo la mano hacia su espada.

—¿Qué? ¿Quién…?

Meryem retrocedió atemorizada.

—¡Soy yo nada más, Khardan!

La expresión del califa se suavizó a la vista de ella, y luego frunció el entrecejo.

—¡No deberías estar aquí!

Su voz sonaba áspera y dura, pero ella sabía, con un estremecimiento, que no era una dureza de cólera sino de pasión.

—¡No me eches! —suplicó ella juntando las palmas de las manos en actitud de súplica—. Oh, Khardan, estoy tan asustada…

Estaba pálida y temblaba de la cabeza a los pies, pero no era de miedo.

—¿Qué sucede? —preguntó Khardan preocupado—. ¿Alguien en el campamento te ha dado razones para tener miedo?

—N… no, nadie —balbuceó ella—. Bueno… —enmendó bajando los ojos y mirándolo a través de sus largas pestañas—, hay alguien que me da miedo…

—¿Quién? —preguntó Khardan con un énfasis en la voz—. ¡Dime su nombre!

—No, por favor… —rogó Meryem, fingiendo intentar apartarse de él.

Aunque aquélla no había sido su intención al entrar allí, la oportunidad de asestar un golpe a su enemigo era demasiado buena para dejarla pasar.

Khardan continuó insistiendo y, como fuese demasiado fuerte para ella, la muchacha terminó cediendo a sus apremiantes preguntas.

—¡Zohra! —murmuró ella de mala gana.

—Debí suponerlo —dijo Khardan ceñudo—. ¿Qué ha hecho? ¡Por Akhran que lo pagará!

—¡Nada! De verdad. Es sólo que algunas veces…, la forma en que me mira… Esos ojos negros… Y además es una maga tan poderosa…

Khardan miró con cariño a Meryem.

—Un pajarito tan adorable como tú, querida mía, no hablaría nunca mal de nadie, ni del gato. No temas. Hablaré con ella.

—¡Ah, no, pero…, Khardan! —la muchacha se retorciósus delicadas manos—. ¡No he venido por eso! No es por mí por quien tengo miedo.

—¿Por quién pues?

—¡Por ti!

Escondiendo la cara entre las manos, comenzó a llorar, teniendo cuidado de derramar sólo las lágrimas suficientes para dar un trémulo brillo a sus ojos, sin llegar al punto de que la nariz se le pusiera roja e hinchada.

—¡Tesoro mío!

Rodeándola con sus brazos, Khardan la sostuvo estrechamente contra sí y acarició el rubio cabello que se había deslizado fuera de su velo. Ella pudo sentir su cuerpo tenso, luchando contra las ataduras que él se había impuesto a sí mismo, y su propia pasión se encendió. Entonces dejó caer el velo de su cara, mostrando sus carnosos labios rojos.

—¿Y qué puedes temer por mí? —preguntó él con voz enronquecida apartándola ligeramente de sí para mirarla a los ojos.

—¡He oído… lo de ese terrible jeque Zeid! —dijo ella con voz temblorosa—. ¡Sé que puede haber una batalla! ¡Podrías morir!

—Tonterías —se rió Khardan—. ¿Una batalla? Zeid se dirige hacia aquí en respuesta a nuestras oraciones, ojos de gacela. Él cabalgará junto a nosotros al asalto de Kich. ¿Quién sabe? —añadió con tono de broma echándole para atrás con una caricia un mechón de rizos dorados—. La semana que viene podría ser yo el amir.

Meryem parpadeó.

—¿Qué?

—¡Amir! —repitió él, por decir algo.

Su fortaleza se estaba desmoronando ante la candida mirada de la muchacha.

—Yo seré el amir y tú me enseñarás las maravillas del palacio. Sobre todo el agujero secreto en la pared que da a la sala de baño y la cámara oculta donde tocan los músicos ciegos…

Meryem no estaba escuchando. ¿Era posible? ¿Cómo no había pensado antes en esto? Pero ¿podría lograrse? Todavía estaba aquella terrible batalla… Tenía que pensar. Planear. Mientras tanto, allí estaba Khardan con sus labios rozándole la mejilla, quemando su piel…

—¡Debo irme! —jadeó ella, arrancándose de su abrazo—. Perdona mis estúpidos miedos y mi tonta debilidad de mujer —dijo retrocediendo hacia la entrada de la tienda con el corazón latiéndole de tal manera que no podía ni oír sus propias palabras—. ¡Sólo quiero que sepas que te quiero!

Aunque los brazos y mano de Khardan la liberaron y la dejaron marchar sin tratar de detenerla, sus ojos la retenían todavía, y aquello era todo cuanto ella podía hacer para huir de su cálido abrazo. Literalmente corriendo, escapó hasta la fresca soledad de su tienda.

Sí, ella dormiría en el lecho del amir.

¡Pero sería Khardan, y no Qannadi, el que yacería con ella!

Capítulo 22

El jeque Zeid se hallaba ahora a dos días de camino del campamento del Tel. Todo el mundo esperaba con ansiedad para ver lo que la mañana siguiente traería consigo, ya que, si Zeid venía como amigo, enviaría por delante mensajeros con un día de antelación anunciando su llegada. Si venía como enemigo, en cambio, no enviaría a nadie. Viviendo como vivían para la lucha, los
spahis
estaban preparados tanto para lo uno como para lo otro. La mayoría, como era el caso de Khardan, consideraban poco probable que Zeid optara por la guerra. Después de todo, ¿qué razón podría tener para atacarlos?

Pukah podría haberles dado una. Pukah podría haberles dado varias. El djinn era la única persona en el campamento que
no
esperaba la mañana siguiente con ansiedad. Él sabía que ningún emisario aparecería llevando obsequios y saludos de su señor. Él sabía que, en lugar de esto, habría masas de feroces
meharistas
que se lanzarían a todo galope sobre ellos. Los hombres de Zeid eran verdaderos hijos del combate: el más alto cumplido que un nómada podía hacer a otro. Fuertes y valerosos hasta la locura, los aranes luchaban tan bien a pie como a lomos de sus
meharis
, y estaban entrenados para correr junto a sus camellos y utilizar una mano para subirse a la espalda del animal mientras lanzaban tajos al enemigo con la otra. Pukah se moría por irse.
Tenía
que estar lejos de allí por la mañana y se proponía partir aquella misma noche, con Sond o sin Sond.

Majiid se había mostrado de lo más reacio a separarse de su djinn, y el hecho de que Sond tuviera que marchar a otra de sus estrafalarias misiones para Akhran no mejoraba las cosas. El jeque estaba empezando a tener sus dudas acerca de la sabiduría del dios Errante por aquellos días. La Rosa del Profeta parecía estar al borde de la muerte. Él había perdido caballos en beneficio de los hranas. (Las más terribles pesadillas de Majiid consistían en ver a sus preciosos animales caminando ignominiosamente tras un rebaño de balantes ovejas.) Después estaba la negativa del amir a comprar sus caballos, el intento de arresto del califa y, para colmo, la presencia de un loco entre su tribu.

—¿Qué más puede hacerme Akhran ya? —preguntó Majiik a su djinn—. Aparte de pegar fuego a mi barba, claro. ¡Ahora quiere llevarte a ti de mi lado!

—Es un asunto de la máxima urgencia, sidi —suplicó Sond, llevado por su amor por Nedjma a seguir insistiendo a pesar de la mirada irritada de Majiid—. Amo, tú sólo ves el lado oscuro de las cosas. Puede que hayas perdido algunos caballos, pero has ganado ovejas. Tú y Jaafar habéis logrado intimidar a ese viejo bandido de Zeid, que está ansioso por ser vuestro amigo. Khardan escapó a la ira del amir y, además, cosquilleó a éste en las narices llevándose a la hija del sultán; y, ahora, ¡vais a vengaros de la ciudad y haceros ricos de paso!

»Yo sólo estaré ausente unos pocos días como mucho, sidi —concluyó Sond—. No me echarás de menos. Usti, el djinn de tu nuera, ha aceptado ocuparse de tus necesidades hasta que yo vuelva.

Usti había consentido, en efecto, pero sólo tras absorber grandes cantidades de
qumiz
; y, de este modo, fue incapaz de recordar su compromiso a la mañana siguiente. Pero, sin embargo, esto no le preocupaba a Sond, quien en realidad esperaba estar de vuelta antes de que Majiid pudiera sentir su falta.

—Y, si mi jeque me permite recordárselo —añadió Sond con tono sereno—, éste no es el mejor momento para ofender a
hazrat
Akhran.

Majiid tuvo que admitir esto, aunque de mala gana. Una empresa tan atrevida como el saqueo de una ciudad fortificada requeriría todas las bendiciones que el dios Errante pudiera otorgar y algunas más.

—Muy bien —dijo por fin a regañadientes—. Puedes irte. Pero te ordeno, por el poder de la lámpara, que estés de vuelta antes de que ataquemos Kich.

—Oír es obedecer, sidi —exclamó el regocijado Sond abrazando con efusión a su amo y besándolo sonoramente en ambas mejillas.

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