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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (38 page)

Al entrar en el palacio, bajo la mirada vigilante de más guardias, Khardan se sorprendió al encontrar que la inmensa sala de espera, que en los tiempos del sultán había estado siempre abarrotada de suplicantes, altos funcionarios y ministros, estaba ahora casi vacía. Sus botas emitían un sonido hueco, resonando bajo aquel techo cuyas vigas eran de madera de enebro y palo de rosa. El labrado de su intrincado diseño, según decían, había llevado a un equipo de artistas treinta años. Pasmado ante la belleza del maravilloso techo, los magníficos tapices que recubrían las paredes y el fantástico suelo de azulejos bajo sus pies, Achmed no pudo evitar detenerse por completo y ponerse a mirar embelesado a su alrededor.

—¡Esto me gusta cada vez menos! —murmuró Khardan agarrando del brazo a su hermano y empujándolo hacia adelante.

Un sirviente con caftán de seda se deslizó hasta él y le preguntó su nombre y el asunto que lo traía. Revelando con su actitud ante la respuesta de Khardan que éste era esperado, el sirviente condujo a ambos hermanos a una antecámara contigua a la
divan
. Khardan se quitó de inmediato espada y puñal y entregó ambas armas a un capitán de la Guardia. Achmed hizo lo mismo con su daga y, después, extendió sus hábitos para mostrar que no llevaba espada. Los dos hermanos se encaminaban ya hacia la puerta de la sala de audiencias cuando el capitán los detuvo.

—Esperad. Todavía no podéis pasar.

—¿Por qué no? —preguntó Khardan, mirando al hombre con sorpresa—. Ya te he entregado mis armas.

—No se os ha registrado —respondió el capitán haciendo un gesto.

Volviéndose, Khardan vio a un eunuco avanzar hacia él.

—¿Qué significa esto? —inquirió Khardan indignado—. ¡Yo soy califa de mi pueblo! ¡Tienes mi palabra de honor de que mi hermano y yo no llevamos arma ninguna!

—El amir no tiene intención de ofender al califa del desierto —dijo el capitán con una sonrisa burlona—, pero la ley de Quar, tal como nos ha llegado a través de su muy santo imán, ordena que las personas de todos los
kafir
sean registradas antes de admitirlas en presencia del amir.

«Esto es el colmo», pensó Achmed con tensión. «Khardan no va aguantar mucho más.» Y, en un principio, pareció que éste era también el pensamiento de Khardan. Con la cara pálida de furia, el califa lanzó al eunuco una mirada tan feroz que el enorme y flaccido sirviente vaciló y miró al capitán en busca de consejo. El capitán chasqueó los dedos. Dos guardias, que hasta el momento habían permanecido de pie a ambos lados de la entrada a la
divan
, desenvainaron sus relucientes sables y los sostuvieron cruzados delante de la puerta.

Achmed podía ver la batalla interior en la mente de Khardan. El califa sintió un gran deseo de abandonar el lugar y dejar a los presentes con un palmo de narices, pero su gente necesitaba el dinero y los artículos que comprarían con él para sobrevivir otro año. Serían ellos quienes pagarían por su orgullosa actitud, por más satisfactoria que ésta fuese para él. Temblando de rabia, Khardan se sometió al cacheo, que resultó ofensivo y humillante en extremo, con los dedos del gordo eunuco dentro de sus ropas, palpando y hurgando sin dejar intacta parte alguna del cuerpo del califa.

Achmed, casi muerto de vergüenza, fue registrado también. No encontrando armas ocultas, el eunuco asintió con la cabeza al capitán.

—¿Ahora podemos entrar? —preguntó Khardan con voz tirante.

—Cuanto se os llame,
kafir
, no antes —respondió fría-mente el capitán, sentándose en un pupitre y preparándose para comer su almuerzo.

Un acto éste de extrema grosería para los nómadas, quienes jamás comían en presencia de nadie sin ofrecer primero comida a los visitantes.

—¿Y cuándo será eso? —rugió Khardan.

El guardia se encogió de hombros.

—Hoy, si tenéis suerte. Si no, la próxima semana.

Viendo el rostro de Khardan enrojecer de furia, Ach-med contrajo los músculos en espera de la tormenta. Pero el califa logró dominar su ira. Volviendo su espalda al capitán y cruzando los brazos sobre el pecho, Khardan se acercó a examinar otras armas que habían sido confiscadas a aquellos que habían acudido previamente a presencia del amir. El ominoso hecho de que las armas estuviesen allí mientras que sus dueños no, podría haber resultado elocuente para Khardan, de haber estado atento a lo que tenía delante. Pero, en realidad, no estaba observando las armas. Con los puños apretados bajo las ropas, tenía toda su atención puesta en la roja marea de sangre que hervía en su interior.

—¡Nunca más! —murmuró para sí con sus labios moviéndose en silencioso juramento—. ¡Como Akhran es mi testigo, nunca más!

Un sirviente entró desde la
divan
.

—El amir recibirá al
kafir
Khardan, que se hace llamar califa.

—Ah, parece que ha habido suerte —dijo el capitán mascando un crujiente pedazo de pan.

Los guardias de la puerta dieron un paso atrás y volvieron a colocar las espadas en sus costados.

—Yo
soy
el califa. He sido califa durante más tiempo del que este advenedizo lleva de amir —puntualizó Khardan clavando sus ojos de fuego en aquel remilgado sirviente, vestido de seda, que levantó sus pobladas cejas y miró desde lo alto de su gran nariz con un gesto de desaprobación hacia aquella forma de hablar.

—Por aquí, todo recto —indicó con frialdad el sirviente, retirándose todo lo posible de la puerta para dejar paso a los nómadas.

Con sus largos hábitos agitándose majestuosamente en torno a él, Khardan entró en la
divan
. Siguiendo sus pasos, Achmed observó cómo el sirviente arrugaba la nariz ante el fuerte olor a caballo que acompañaba a ambos. Con la cabeza bien alta, Achmed rozó con deliberación su atuendo contra el elegante sirviente al pasar. Al volverse para disfrutar de la reacción de asco del hombre, Achmed vio algo más.

El capitán, olvidado el almuerzo, se había levantado de su mesa y estaba aflojando la espada de su cinturón. Gesticulando, dio una orden en voz baja. Las puertas por las que habían entrado, y que conducían al exterior de la Kasbah, se cerraron girando sobre silenciosos goznes. Dos guardias más, con las espadas desenvainadas, se introdujeron discretamente en la antecámara y tomaron posiciones delante de las atrancadas puertas.

Les habían cortado la salida de palacio.

Capítulo 5

—¡Ahora no, Achmed! —dijo Khardan chasqueando nervioso los dedos y apartando de sí la mano de su hermano que le tiraba con urgencia de la manga—. Haz lo que te dije. Saluda cuando yo salude y manten la boca cerrada.

Mientras penetraban en la
divan
, con sus vistosos azulejos de colores, Khardan echó una mirada en torno a sí y vio que habían introducido muchos cambios en aquella sala desde la muerte del sultán. En otros tiempos, la sala de audiencias habría estado llena de gente de pie formando pequeños corros, hablando de sus perros o sus halcones o del último rumor cortesano, a la espera de que el ojo del sultán se posara sobre ellos y pudieran ganarse su favor. Otros suplicantes más pobres, amontonados en un rincón, habrían esperado con humildad para poder presentar un caso quizá tan importante como un pariente asesinado, o tan trivial como una disputa sobre los derechos a un tenderete en el bazar. Numerosos sirvientes habrían ido de aquí para allá con los pies descalzos, manteniendo todo en orden.

La
divan
hoy, en contraste, estaba vacía.

«Cuando vayas hacia el frente, mira siempre por detrás», dice el viejo proverbio. Actuando con los hábitos de un experimentado guerrero, Khardan estudió de una ojeada la sala que no había visitado desde hacía más de un año. Cerrada por tres de sus lados, aquella estancia rectangular de techo alto estaba abierta por un cuarto lado: una balconada con columnas miraba hacia afuera sobre el hermoso jardín de recreo. Khardan miró con anhelo en aquella dirección, sin siquiera darse cuenta de que lo hacía. Desde allí podía ver las copas de algunos árboles ornamentales al nivel del balcón. Una brisa perfumada con el aroma de exóticas flores recorrió el aire de la
divan
mientras la luz del sol se filtraba por entre las columnas. Junto a las paredes, había unos enormes tabiques corredizos de madera para cerrar la
divan
cuando el tiempo era inclemente o si el palacio se hallaba bajo asedio.

Varias puertas conducían desde la sala de audiencias a diversas partes del palacio, incluyendo los aposentos privados del amir. Los guardias personales de éste montaban vigilancia en cada una de ellas. Otros dos guardias flanqueaban su trono. Khardan los miró sin interés. Ahora que ya se había familiarizado con la habitación, su atención se dirigió hacia el hombre: Abul Qasim Qannadi, amir de Kich.

Dos hombres esperaban de pie cerca del trono que había sido del sultán. Khardan examinó con cuidado a cada uno, y no encontró dificultad en determinar quién era el amir: el hombre alto con anchos y rectos hombros, que se movía con cierta incomodidad en su ricamente bordado caftán de seda. Cuando el amir vio aproximarse a Khardan, recogió los largos pliegues de su atuendo con la mano y subió muy tieso las escaleras que conducían al trono de palo de rosa. Qannadi hizo una mueca cuando se sentó; era obvio que encontraba incómodo el trono. Observando su rostro bronceado y curtido, Khardan adivinó que aquel hombre habría estado mucho más a gusto sentado en una silla de montar. El califa sintió cómo su cólera lo abandonaba; allí había un hombre a quien podía entender. Por desgracia, no se le ocurrió pensar que allí había un hombre a quien debía temer.

El otro hombre subió también y se situó de pie junto al trono. Notando que era un sacerdote por los sencillos hábitos blancos que colgaban rectos desde sus hombros. Khardan apenas le dedicó una mirada. Sin darle importancia, el califa se preguntó qué interés podía tener un sacerdote en la venta de unos caballos, pero sencillamente supuso que él y el amir habrían estado conferenciando y que su llegada había interrumpido la conversación.

Acercándose hasta el pie del trono, el califa saludó con un ceremonioso
salaam
, moviendo con elegancia su mano desde su frente a su pecho tal como acostumbraba hacer ante el sultán. Al vigilar por el rabillo del ojo con el fin de asegurarse de que Achmed lo estaba imitando y no hacía nada que pudiera perjudicarlos, Khardan no pudo ver la petrificada expresión dibujada en el rostro del imán ni el furioso gesto de su mano. Grande fue su sorpresa cuando, al enderezarse, vio a un guardia armado avanzar hasta colocarse entre él y el amir.

—¿Qué es lo que pretendes con esa falta de respeto,
kafir
? —lo reprendió el guardia—. ¡Arrodíllate ante el representante del emperador, del Elegido de Quar, la Luz del Mundo!

El genio de Khardan estalló.

—¡Yo soy califa de mi pueblo! ¡No me arrodillo ante nadie, ni ante el mismísimo emperador si estuviese aquí!

La mano de Khardan se fue impulsivamente hacia su arma, para encontrarse sólo con el vacío. Frustrado y con la cara enrojecida, dio un paso hacia el guardia dispuesto a desafiarlo con las manos vacías, pero entonces habló una voz recia desde el trono.

—Déjalo, capitán. Es un príncipe, después de todo.

Con la sangre agolpándose en sus oídos, Khardan no apreció la sutil ironía de su tono. Achmed sí, y sintió el corazón en la garganta. La extraña y helada desolación de aquella enorme estancia lo hacía sentir incómodo; no se fiaba del hombre del trono con su expresión fría e impasible. Pero era el sacerdote, con su fino y demacrado rostro, el que en realidad hacía que el joven sintiese cosquillear y erizársele el pelo del cuello como le sucede al animal que siente el peligro y, sin embargo, no sabe de dónde proviene. Achmed deseaba mirar a cualquier punto de la sala excepto a aquellos ojos ardientes que no parecían ver nada de importancia alguna en este mundo, sólo en el siguiente. Pero no podía. Los almendrados ojos atraían su mirada y la retenían con fuerza, haciéndolo prisionero suyo con mayor firmeza que si el sacerdote hubiese atado almuchacho con cadenas. Atemorizado, y avergonzado de su miedo, Achmed sintió además una gran frustración al no poder expresarlo. Nada podía hacer salvo obedecer las instrucciones de su hermano y rezar para que escapasen vivos de aquel terrible lugar.

—Permíteme presentarme —estaba diciendo el amir—. Yo soy Abul Quasim Qannadi, general del Ejército Imperial y, ahora, amir de Kich. Éste —agregó señalando al sacerdote— es el imán.

Feisal no se movió, sino que miró fijamente a Khardan con el fuego santo ardiendo en sus ojos cada vez con más intensidad. Al mirar al sacerdote, Khardan se sintió tocado por la llama y, como su hermano, encontró que no podía apartar con facilidad su mirada.

—Yo… confío en que podamos concluir nuestro asunto con presteza, oh rey —dijo el califa algo desconcertado—. Mis hombres me esperan cerca del templo —y arrancando su mirada del invisible pero férreo asimiento del imán con lo que a él le pareció un verdadero esfuerzo físico, miró incómodo a su alrededor—. No me siento a gusto entre paredes.

Haciendo señas a un escriba, éste se acercó con un fajo de papeles. El amir les echó una breve ojeada y se volvió hacia Khardan.

—Vienes a ofrecer en venta los caballos de tu tribu como has venido haciendo cada año según los registros —dijo Qannadi mirando fríamente al califa con sus oscuros ojos.

—Así es, oh rey.

—¿No sabías que muchas cosas han cambiado desde tu última visita?

—Algunas cosas nunca cambian, oh rey. Una de ellas es la necesidad que un ejército tiene de buenos caballos. Y los nuestros —añadió Khardan levantando con orgullo la cabeza— son los mejores del mundo.

—¿Y no te contraría vender tus caballos a enemigos del difunto sultán?

—El sultán no era mi amigo. Tampoco era mi enemigo. Sus enemigos, por tanto, no son ni amigos ni enemigos míos. Hicimos negocios juntos, oh rey —puntualizó Khardan—. Eso es todo.

El amir elevó una ceja. Si estaba sorprendido o impre-sionado ante la respuesta, nadie podía decirlo. Su impasible rostro era ilegible.

—¿Qué precio pides?

—Cuarenta
tumans
de plata por cabeza, oh rey.

El amir volvió a consultar los papeles. El escriba, susurrando algo, señaló una hilera de lo que a Khardan le parecieron ser huellas de pájaro sobre la hoja.

—Es más alto que el año pasado —dijo el amir.

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