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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante (3 page)

A punto estaba Promenthas de interrogar sobre su paradero cuando vio a un hombre decrépito y agotado entrar con paso débil en el Pabellón. Sus rasgados atuendos se estaban cayendo a pedazos, dejando al descubierto sus miembros que aparecían llenos de heridas y costras; parecía afectado de toda enfermedad conocida por el hombre mortal. Los dioses se quedaron mirándolo sorprendidos mientras su miserable persona se arrastraba a lo largo de la alfombra roja que recorría el pasillo central de la catedral, o entre las chisporroteantes fuentes del jardín de recreo, o a través de las aguas del mar, pues los dioses lo reconocieron como uno de los suyos: Zhakrin. Y era evidente, por su cadavérico rostro y su demacrado cuerpo, que el dios se estaba muriendo de hambre.

Con unos ojos apagados y vidriosos, Zhakrin miró a la multitud congregada, la mayoría de cuyos componentes no podían ocultar los signos de un horror espantoso en sus rostros humanos. La febril mirada de Zhakrin, sin embargo, pasó de largo por sus compañeros, buscando con obvio interés a alguien a quien, de momento, no veía.

Entonces ella entró: la diosa Evren.

Los dioses de la Luz lanzaron exclamaciones de lástima e indignación, al tiempo que muchos de ellos apartaban su mirada de aquella horrible visión. El otrora hermoso rostro de la diosa aparecía consumido y cadavérico. Su cabello estaba blanco y colgaba de su apergaminada cabeza en desordenados jirones. Sus dientes habían desaparecido, sus miembros aparecían torcidos y el cuerpo encorvado. Parecía que apenas podía caminar, y Quar se adelantó enseguida para sujetar a la pobre mujer y ayudarla en sus vacilantes pasos.

En cuanto la vio, Zhakrin sonrió con desprecio y soltó una maldición.

Con una fuerza inimaginable en su enflaquecido y agotado cuerpo, Evren apartó a Quar de su lado de un empujón y se abalanzó sobre Zhakrin. Sus manos, semejantes a garras, se estrecharon en torno al cuello de éste. Agarrados, cayeron ambos sobre la roja alfombra de la catedral o el suelo de mosaico del jardín o el fondo del océano. Chillando y aullando de odio, los dioses contendientes rodaron y se retorcieron en lo que se asemejaba a una horrenda parodia de intercambio amoroso: una amarga lucha a muerte.

Tan espantoso era aquello que los otros dioses no pudieron hacer nada más que mirar impotentes. Hasta Quar parecía tan impresionado y aturdido por la visión de aquellos dos dioses moribundos, que intentaban matar al otro con lo último de sus fuerzas, que se quedó mirando pasmado a aquellos contorsionados cuerpos sin decir nada.

Y entonces, lentamente, Zhakrin comenzó a desaparecer.

Evren, gritando de triunfo, le arañó el rostro desvaneciente. Pero ella estaba ya demasiado débil como para seguir haciéndole daño alguno. Entonces, cayó hacia atrás boqueando por falta de aliento. Movido por la piedad, Quar se arrodilló a su lado y la tomó en sus brazos. Todos pudieron ver cómo comenzaba a desvanecerse también.

—¡Evren! —le imploró Quar—. ¡No dejes que esto suceda! ¡Tú eres fuerte! ¡Has derrotado a tu enemigo! ¡Permanece con nosotros!

Pero era inútil. La imagen de la diosa se fue haciendo más y más vaga mientras ella sacudía débilmente la cabeza. A Zhakrin ya no podían verlo en absoluto y, en cuestión de unos momentos, Quar se encontró arrodillado sobre el mosaico de su jardín perfumado sosteniendo tan sólo el viento entre sus brazos.

Los otros dioses dejaron escapar exclamaciones de miedo y enojo, preguntándose qué ocurriría ahora que el orden del universo había quedado desequilibrado por completo. Y empezaron a tomar partido; los dioses de la Oscuridad culpaban a Evren y los dioses de la Luz a Zhakrin. Quar —uno de los dioses Neutros— hizo caso omiso de todos. Permaneció de rodillas, con la cabeza inclinada en profunda aflicción. Varios de los otros dioses Neutros se acercaron a él ofreciéndole sus condolencias y elogiando sus incansables esfuerzos por mediar entre las dos partes.

En aquel momento, el susurro del aire por entre los eucaliptos, el silencio de la catedral y el murmullo de las aguas del océano se vieron rotos por un sonido brusco y seco, un sonido que hizo que cesara en el acto toda disputa y conversación. Era el sonido de una fuerte palmada.

—¡Bien hecho, Quar! —resonó una potente voz de barítono—. ¡Bien hecho! Por Sul, he estado aquí de pie, llorando tanto que casi me sorprende que no se me hayan salido los ojos de las órbitas.

—¿Qué irreverencia es ésta? —dijo con severidad Promenthas. Con su larga barba blanca cayéndole en brillantes olas sobre la sobrepelliz bordada en oro y el susurro del dobladillo de su sotana al rozarle los tobillos, el dios recorrió a grandes pasos el pasillo central de la catedral para enfrentarse a la figura que acababa de entrar—. ¡Vete de aquí, Akhran el Errante! Esto es un asunto serio. No te necesitamos.

Doblando los brazos sobre el pecho, Akhran echó una mirada altanera a su alrededor, en absoluto desconcertado por esta manifiesta falta de bienvenida. No iba ataviado con hábitos de honor como los otros dioses. Akhran el Errante llevaba el atuendo tradicional del
spahi
, el jinete del desierto: una túnica blanca sobre unos pantalones blancos de lana cortados a su medida y metidos en las bocas de unas brillantes botas de montar de cuero negro. Encima de la túnica y los pantalones, llevaba un largo manto negro que arrastraba por el suelo y con unas mangas anchas que cubrían sus brazos hasta la altura del codo. Un fajín de lana blanca ceñía su cintura. Cuando, con un elegante gesto, se echó los pliegues del manto por encima del brazo, pudo verse la hoja de la cimitarra y la enjoyada empuñadura de una daga refulgiendo a la luz de Sul.

Mientras miraba fríamente a Promenthas, el bigotudo labio superior de Akhran —apenas visible sobre el embozo negro que llevaba con el también negro
haik
— se encorvó en una desdeñosa sonrisa mostrando sus lustrosos dientes blancos contra su curtida piel marrón.

—¿A qué viene esta irrupción? —preguntó enojado Promenthas—. ¿No has presenciado la tragedia que ha ocurrido aquí en este terrible día?

—La he presenciado —dijo Akhran con hosquedad. Sus ardientes ojos negros se desplazaron de Promenthas a Quar, quien, con la ayuda de sus compañeros, se estaba poniendo lentamente en pie con su rostro piadoso embargado por el dolor. Levantando una bronceada mano, Akhran señaló hacia el pálido, esbelto y elegante Quar—. ¡Lo he visto y también veo al causante de ello!

—¡Vaya, Akhran! ¿Qué estás diciendo? —Un murmullo de indignación estalló entre los dioses, muchos de los cuales se congregaron en torno a Quar y extendieron las manos hacia él en señal de respeto y consideración (ocasión que aprovechó Benario para hacerse con un fino medallón de rubí).

Ante las palabras de Akhran, la barba de Promenthas se estremeció de ira contenida y su rostro adquirió todavía mayor severidad.

—Durante muchas décadas —comenzó, con su voz baja resonando magníficamente por toda la catedral, aunque no tan magníficamente en el jardín de placer, donde tenía que competir con los agudos chillidos de los pavos reales y el chapoteo de las fuentes. En el oasis, donde se erguía Akhran contemplando a los demás dioses con cínico regodeo, la sonora voz del barbudo Promenthas apenas era audible por encima del murmullo del follaje de las palmeras, los balidos de las ovejas, el relinchar de los caballos y el refunfuñar de los camellos—. Durante mu-chas décadas hemos sido testigos de los incansables esfuerzos de Quar el Justo —Promenthas hizo un respetuoso gesto de saludo hacia el dios, quien recibió el homenaje con una humilde inclinación— por poner fin a esta amarga lucha entre dos de los nuestros. Sus esfuerzos han fracasado, y ahora nos hemos sumido en un estado de caos y confusión.

—Eso es obra suya —dijo Akhran sucintamente—. Oh, lo sé todo acerca de los «esfuerzos pacificadores» de Quar. ¿Cuántas veces habéis visto a Evren y Zhakrin a punto de enterrar sus diferencias cuando nuestro amigo Quar, aquí presente, hacía salir danzando de sus tumbas de nuevo a los fantasmas de sus pasados agravios? ¿Cuántas veces habéis oído a Quar el Justo decir: «Olvidemos la ocasión en que Evren hizo tal y tal cosa a Zhakrin quien, a su vez, hizo esto y aquello a Evren», echando así leña fresca a las casi extinguidas brasas? El fuego siempre volvía a arder mientras el amigo Quar estuviese allí vigilando, esperando la hora propicia.

»¡Quar el Justo! —continuó Akhran escupiendo en el suelo. Entonces, en medio del silencio de indignación, el dios Errante señaló hacia el lugar donde Evren y Zhakrin habían expirado—. Escuchad mis palabras, pues estoy hablando sobre los cuerpos de los muertos. Fiaos de ese Quar el Justo y el resto de vosotros sufrirá el mismo destino que Evren y Zhakrin. Ya habéis oído los rumores sobre la desaparición de los inmortales de Evren y Zhakrin. Algunos de vosotros habéis perdido también inmortales —y su dedo acusador se elevó de nuevo para apuntar a Quar—. ¡Preguntad a este dios! ¡Preguntadle dónde están vuestros inmortales!

—Ay, Akhran el Errante —se lamentó Quar con su voz suave y gentil mientras extendía sus delicadas manos—. No sabes cuánto me aflige este malentendido entre nosotros. Pero no es culpa mía. Hacen falta dos para entablar una disputa, y yo, por mi parte, jamás he estado enojado contigo, mi Hermano del Desierto. En cuanto a la desaparición de los inmortales, desearía de todo corazón poder resolver este misterio, ¡sobre todo —añadió con tristeza—, cuando los míos están entre los desaparecidos!

Esta noticia sorprendió a todos. Los dioses lanzaron una exclamación de asombro e intercambiaron miradas que ahora eran de temor y cautela. La noticia pareció coger a Akhran por sorpresa; su bronceado rostro enrojeció, sus frondosas cejas negras se juntaron bajo su
haik
y sus dedos danzaron sobre la empuñadura de su daga favorita.

Promenthas, tal vez ligeramente acobardado al ver a Akhran pasar su ancho dedo pulgar por el incrustado pomo de su puñal, aprovechó el repentino silencio para informar una vez más al dios Errante de que su presencia no era deseada. Era obvio que no estaba sino sembrando la discordia y el descontento entre los dioses.

Akhran, entonces, lanzó una oscura mirada a Quar. Acariciándose su negra barba, repasó con los ojos a los otros dioses, que mantenían fija en él su mirada desaprobadora.

—Muy bien —dijo con brusquedad—. Me iré. Pero volveré; y, cuando lo haga, será para demostrar a aquellos de vosotros que aún sobrevivan —su voz estaba impregnada de ironía— que ese Quar el Justo intenta convertirse en Quar la Ley. Adiós, hermanos y hermanas.

Akhran giró sobre sus talones y, con su cimitarra campanilleando contra los bancos de madera, salió con paso airado por las puertas de la catedral de Promenthas, o pisó sin contemplación las flores del jardín de recreo de Quar. Los demás dioses lo vieron partir y murmuraron entre sí sacudiendo la cabeza.

Rojo de cólera, Akhran avanzó por la hierba verde plateada de su propio oasis. Después de muchas horas de caminar de aquí para allá, mirando fijamente hacia la resplandeciente luz de Sul que ardía por encima de él más caliente que el sol del desierto, Akhran supo por fin lo que iba a hacer. Elaborado su plan, convocó a dos de sus inmortales. Les llevó algún tiempo a estos inmortales responder a las citaciones de su dios. Ninguno de ellos había recibido comunicación de Akhran durante eones, y ambos estaban más que sorprendidos de oír las palabras de su Eterno Señor retumbando en sus oídos.

El djinn Sond, que se hallaba cazando gacelas con su señor mortal, el jeque Majiid al Fakhar, parpadeó de asombro ante el sonido y miró alrededor preguntándose por qué había truenos en un cielo perfectamente soleado. El djinn Fedj, que vigilaba las ovejas con su amo mortal, el jeque Jaafar al Widjar, sufrió tan tremendo sobresalto que salió de un brinco de su botella con un agudo chillido, haciendo que los pastores se revolviesen presas del pánico.

Ambos djinn acudieron al instante al plano de su dios, donde lo encontraron paseándose de arriba abajo bajo una altísima palmera con forma de abanico y murmurando imprecaciones contra cada uno de los otros diecinueve —ahora, por desgracia, diecisiete— dioses. Los dos djinn, postrándose humildemente de rodillas ante su Señor, besaron el suelo entre sus manos. De haber estado Akhran más atento y menos absorto en su propia ira, se habría dado cuenta de que cada djinn, aunque sólo pareciese tener ojos para su Señor Eterno, mantenía en realidad un ojo fijo en su deidad y el otro —un ojo receloso y enemigo— en su compañero.

Akhran el Omniperceptor, sin embargo, no lo notó.

—¡Dejaos de idioteces! —ordenó con irritación dando un puntapié a los djinn que se arrastraban sobre sus panzas ante él—. ¡Levantaos y miradme!

Los djinn se pusieron a toda prisa en pie. En su forma de hombres mortales, ambos eran altos, bien parecidos y de buena constitución. Los músculos se marcaban sobre su pecho desnudo; unos brazaletes de oro adornaban sus fuertes brazos mientras unos pantalones de seda cubrían sus poderosas y bien formadas piernas. En la cabeza llevaban turbantes de seda adornados con joyas.

—Es para mí un placer servirte, ¡oh
hazrat
Akhran el Omnipotente! —dijo Sond arqueándose tres veces desde la cintura.

—Es un honor comparecer ante ti una vez más, ¡oh
hazrat
Akhran el Omnibenévolo! —dijo Fedj inclinándose cuatro veces desde la cintura.

—¡Estoy muy disgustado con vosotros dos! —afirmó Akhran juntando sus negras cejas sobre su nariz aguileña—. ¿Por qué no me informasteis de que los djinn de Quar estaban desapareciendo?

Sond y Fedj —enemigos repentinamente aliados ante un enemigo común— intercambiaron miradas de sorpresa.

—¿Y bien? —rugió Akhran impaciente.

—¿Nos estás sometiendo a algún tipo de prueba, efendi? Tú, que todo lo sabes, sin duda conoces esto —dijo Sond, pensando con rapidez.

—Si se trata de una prueba para ver si permanecemos alertas, oh Sabio Errante —añadió Fedj «tomando las riendas del caballo de su compañero» como dice el refrán—, yo puedo responder a cualquier pregunta que desees hacerme en relación con esta tragedia.

—No a tantas preguntas como yo puedo responder, efendi —interpuso Sond—. Obviamente, yo siempre sabré más acerca de este importante asunto que uno que se pasa el tiempo con las ovejas.

—Yo soy el que más sabe de ello, efendi —opuso Fedj con enojo—. ¡Yo no malgasto mi tiempo por ahí en insensatas cabalgadas y
rapiñas
!

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