Pasó un largo rato: muchos segundos, tal vez un minuto. Normalmente, para entonces Ender ya les habría dado la orden de que se desplegaran. Pero de él no llegaba más que silencio.
Una luz se encendió en la consola de Bean. Sabía lo que eso significaba. Todo lo que tenía que hacer era pulsar un botón, y el control de la batalla sería suyo. Se lo estaban ofreciendo, porque pensaban que Ender se había quedado petrificado.
No es así, pensó Bean. No se ha dejado llevar por el pánico. Simplemente ha comprendido la situación, exactamente igual que yo la entiendo. No hay ninguna estrategia. Sólo que no ve que esto es simplemente el azar de la guerra, un desastre que no se puede evitar. Lo que ve es una prueba planteada por sus profesores, por Mazer Rackham, un test tan absurdo e injusto que el único curso de acción razonable es negarse a hacerlo.
Fueron muy listos, al ocultarle la verdad todo este tiempo. Pero ahora se iba a volver en su contra. Si Ender entendía que esto no era un juego, que presenciaba una guerra real, entonces tal vez realizara algún esfuerzo desesperado o, con su genio, incluso podría encontrar una solución a un problema que, por lo que Bean podía ver, no tenía solución alguna. Pero Ender no comprendía la realidad, y por eso para él era como aquel día en la sala de batalla, frente a dos escuadras, cuando le encargó todo el asunto a Bean y, en efecto, se negó a jugar.
Por un momento, Bean se sintió tentado de gritar la verdad. ¡No es un juego, es la verdad, ésta es la última batalla, hemos perdido esta guerra después de todo! Pero ¿qué ganaría con eso, excepto que el pánico cundiera entre todos los demás?
Sin embargo, era absurdo pensar siquiera en pulsar aquel botón para hacerse con el mando. Ender no se había desplomado ni fracasado. La batalla era invencible: no debería librarse siquiera. Las vidas de los hombres a bordo de aquellas naves no deberían malgastarse con una acción desesperada, al estilo de la Carga de la Brigada Ligera. No soy el general Burnside en Fredericksburg. No envío a mis hombres a una muerte insensata, absurda, sin esperanza.
Si tuviera un plan, tomaría el control. Pero no tengo ninguno. Así que, para bien o para mal, es el juego de Ender, no el mío.
Y había otro motivo para no hacerse cargo.
Bean recordó haber estado de pie ante el cuerpo caído de un matón que era demasiado peligroso para ser domado, mientras le decía a Poke: Mátalo ahora, mátalo.
Yo tenía razón. Y ahora, una vez más, el matón debe morir. Aunque no sepa cómo hacerlo, no podemos perder esta guerra. No sé cómo ganarla, pero no soy Dios, no lo veo todo. Y tal vez Ender tampoco vea una solución, pero si alguien puede encontrar una, si alguien puede hacer que suceda, es él.
Tal vez no sea imposible. Tal vez haya algún modo de llegar a la superficie del planeta y eliminar a los insectores del Universo. Es el momento de los milagros. Por Ender, los demás harán su mejor trabajo. Si yo me hago cargo, estarán tan trastornados, tan distraídos que aunque elabore un plan viable, nunca funcionará porque sus corazones no estarían en ello.
Ender tiene que intentarlo. Si no, todos moriremos. Porque aunque los insectores no fueran a enviar otra flota contra nosotros, después de esto tendrán que hacerlo. Porque derrotamos a todas sus flotas en todas las batallas hasta ahora. Si no vencemos ésta, destruyendo su capacidad de hacer la guerra contra nosotros, entonces volverán. Y esta vez habrán descubierto también cómo fabricar el Pequeño Doctor.
Nosotros sólo tenemos un mundo. Sólo abrigamos una esperanza.
Hazlo, Ender.
Entonces en la mente de Bean destellaron las palabras que Ender pronunció en su primer día de entrenamiento en la Escuadra Dragón: «Recordad, la puerta enemiga está abajo.» En la última batalla de la escuadra, cuando no había ninguna esperanza ésa fue la estrategia que Ender empleó: envío al batallón de Bean para que hiciera chocar sus cascos contra el suelo que rodeaba la puerta y vencer. Lástima que no pudieran utilizar esos trucos ahora.
Desplegar el Pequeño Doctor contra la superficie del planeta para hacerlo volar todo, eso podría valer. Pero no podía conseguirse desde aquí.
Era hora de rendirse. Hora de salir del juego, de decirles que no enviaran a unos niños a realizar el trabajo de adultos. Hemos terminado.
—Recordad —dijo Bean irónicamente—, la puerta del enemigo está abajo.
Fly Molo, Hot Soup, Vlad, Dumper, Crazy Tom, se rieron sombríamente. Habían estado en la Escuadra Dragón. Recordaban cómo se habían empleado esas palabras.
Pero Ender no pareció pillar el chiste.
Ender no parecía comprender que no había forma de hacer llegar el Pequeño Doctor a la superficie del planeta.
En cambio, su voz resonó en sus oídos, dándoles órdenes. Los situó en tensa formación, cilindros con cilindros.
Bean quiso gritar: ¡No lo hagas! Hay hombres de verdad en esas naves, y si los envías allí, todos morirán, un sacrificio sin ninguna esperanza de victoria.
Pero se mordió la lengua, porque, en el fondo de su mente, en el más profundo rincón de su corazón, todavía albergaba la esperanza de que Ender pudiera hacer lo imposible. Y mientras existiera esa esperanza, las vidas de aquellos hombres eran, por elección propia cuando zarparon en esta expedición, sacrificables.
Ender los puso en movimiento, haciendo que esquivaran aquí y allá la siempre cambiante formación del enjambre enemigo.
Sin duda, el enemigo ve lo que estamos haciendo, pensó Bean. Sin duda, cada tres o cuatro movimientos nos acercamos un poco más al planeta.
En cualquier momento, el enemigo podría destruirlos rápidamente al concentrar sus fuerzas. ¿Entonces por qué no lo hacían?
A Bean se le ocurrió una posibilidad. Los insectores no se atrevían a concentrar sus fuerzas junto a la tensa formación de Ender, porque en el momento en que sus naves estuvieran muy juntas, Ender podría usar al Pequeño Doctor contra ellos.
Entonces se le ocurrió otra explicación. ¿Podría ser simplemente que había demasiadas naves insectoras? ¿Podría ser que la reina o las reinas tenían que emplear toda su concentración, toda su fuerza mental sólo para mantener a diez mil naves en el espacio sin que se acercaran demasiado unas a otras?
Al contrario de Ender, la reina insectora no podía pasar el control de sus naves a sus subordinados. No tenía ningún subordinado. Los insectores individuales eran como sus manos y sus pies. Ahora tenía cientos de manos y pies, o quizás miles de ellos, todos moviéndose a la vez.
Por eso no respondía con inteligencia. Sus fuerzas eran demasiado numerosas. Por eso no efectuaba los movimientos obvios, tender trampas, impedir que Ender llevara su cilindro cada vez más cerca del planeta con cada cabriola y viraje que realizaba.
De hecho, las maniobras erróneas que hacían los insectores resultaban en extremo ridículas. Pues a medida que Ender penetraba más y más profundamente en el pozo de gravedad del planeta, los insectores construían una gruesa pared de fuerzas
detrás
de la formación de Ender.
¡Están bloqueando nuestra retirada!
Bean encontró de inmediato una tercera y más importante explicación para lo que estaba sucediendo. Los insectores habían aprendido las lecciones equivocadas de las batallas anteriores. Hasta ahora, la estrategia de Ender había sido siempre asegurarse la supervivencia de tantas naves humanas como fuera posible. Siempre se había asegurado una línea de retirada. Los insectores, con su enorme ventaja numérica, estaban finalmente en situación de garantizar que las fuerzas humanas no escaparan.
No había manera, al principio de la batalla, de predecir que los insectores cometerían semejante error. Sin embargo, a lo largo de la historia, las grandes victorias habían sido tanto fruto de los errores del ejército perdedor como de la brillantez de los vencedores en la batalla. Los insectores han aprendido por fin, por fin, que los humanos valoramos cada vida humana individual. No sacrificamos nuestras fuerzas porque cada soldado es la reina de una colmena de un solo miembro. Pero los insectores han aprendido esa lección justo a tiempo para que resulte desesperadamente equivocada: porque los humanos, cuando hay una razón de peso, sí que sacrificamos nuestras vidas. Nos arrojamos contra la granada para salvar a nuestros amigos de la trampa. Nos levantamos de las trincheras y cargamos contra el enemigo y morimos como moscas ante un soplete. Nos atamos bombas al cuerpo y nos hacemos volar en medio de nuestros enemigos. Cuando hay una razón de peso, los humanos nos volvemos locos.
Los insectores creen que no utilizaremos el Pequeño Doctor porque la única forma de usarlo es destruir nuestras naves en el proceso. Desde el momento en que Ender empezó a dar órdenes, quedó claro que se trataba de un acto suicida. Estas naves no estaban preparadas para entrar en la atmósfera. Y, sin embargo, para acercarse lo suficiente al planeta y detonar el Pequeño Doctor, tenían que hacer exactamente eso.
Bajar al pozo de gravedad y lanzar el arma justo antes de que la nave arda. Y si funciona, si el planeta es destruido por la fuerza que contenga este arma terrible, la reacción en cadena se extenderá al espacio y se llevará por delante todas las naves que hayan sobrevivido.
Ganemos o perdamos, no habrá supervivientes humanos en esta batalla.
Los insectores nunca nos han visto actuar así. No comprenden que, sí, los humanos actuarán siempre para mantenerse con vida… excepto en las ocasiones en que no lo hacen. En la experiencia de los insectores, los seres autónomos no se sacrifican. Una vez que comprendieron la autonomía humana, quedó sembrada la semilla de su derrota.
Cuando Ender estudiaba a los insectores, en su obsesión por ellos a lo largo de tantos años de entrenamiento, ¿llegó a saber que cometerían errores tan terribles?
Yo no lo sabía. No habría planeado esta estrategia. No tenía ninguna estrategia. Ender era el único comandante que podría haberlo sabido, o deducido, o esperado inconscientemente que, cuando desplegara sus fuerzas, el enemigo vacilara, tropezara, cayera, fracasara.
¿O lo sabía acaso? ¿Podría ser que hubiera llegado a la misma conclusión que yo, que esta batalla era imposible de ganar? ¿Que haya decidido no jugar, que se declarara en huelga, que renunciara? ¿Y entonces mis amargas palabras, «la puerta enemiga está abajo», disparara su fútil, inútil gesto de desesperación, enviar sus naves a una destrucción segura porque no sabía que había naves de verdad ahí fuera, con hombres de verdad a bordo, a los que enviaba a la muerte? ¿Podría ser que se haya sorprendido tanto como yo por los errores del enemigo? ¿Puede nuestra victoria ser un accidente?
No. Pues aunque mis palabras provocaran a Ender para pasar a la acción, seguía siendo él quien eligió esta, formación, estas fintas y evasiones, esta ruta serpentante. Fueron las victorias anteriores de Ender las que enseñaron al enemigo a pensar en nosotros como un tipo de criatura, cuando en realidad somos algo muy distinto. Fingió todo este tiempo que los humanos somos seres racionales, cuando en realidad somos los monstruos más terribles que estos pobres alienígenas podrían haber imaginado en sus pesadillas. No tenían forma de conocer la historia del ciego Sansón, que derribó el templo sobre su propia cabeza para matar a sus enemigos.
En esas naves, pensó Bean, hay hombres individuales que renunciaron a sus hogares y familias, al mundo de su nacimiento, para cruzar una enorme porción de la galaxia y hacer la guerra a un enemigo terrible. En alguna parte del camino tenían que comprender que la estrategia de Ender requiere que todos mueran. Quizás ya lo saben. Y sin embargo obedecen y seguirán obedeciendo las órdenes que se les den. Como en la famosa Carga de la Brigada Ligera, estos soldados dan sus vidas, confiando que sus comandantes las utilicen bien. Mientras que nosotros estamos aquí a salvo en estos simuladores, jugando un complicado juego de ordenador, ellos obedecen, y mueren para que toda la humanidad pueda vivir.
Y sin embargo nosotros, los que les damos las órdenes, los niños dentro de estas complicadas máquinas de juego, no tenemos ni idea de su valor, de su sacrificio. No podemos darles el honor que se merecen, porque ni siquiera sabemos que existen.
Excepto yo.
En la mente de Bean resonaron las escrituras favoritas de sor Carlotta. Tal vez significaban tanto para ella porque no tenía hijos. Le había contado a Bean la historia de la rebelión de Absalón contra su propio padre, el rey David. En el curso de la batalla, Absalón murió. Cuando le comunicaron la noticia a David, significó la victoria, significó que ninguno más de sus soldados moriría. Su trono estaba a salvo. Su vida estaba a salvo. Pero en lo único en que pudo pensar fue en su hijo, en su amado hijo, en su hijo muerto.
Bean encogió la cabeza, de modo que su voz sólo pudiera ser oída por los hombres que tenía a sus órdenes. Y entonces, lo suficiente para hablar, pulsó el botón que haría que su voz llegara a los oídos de todos los hombres de aquella flota lejana. Bean no sabía cómo les sonaría su voz: ¿oirían su vocecita infantil, o llegarían los sonidos distorsionados, de modo que lo escucharían como a un adulto, o quizás como una voz metálica, digna de una máquina? No importaba. De algún modo los hombres de aquella flota lejana oirían su voz, transmitida más rápida que la luz, Dios sabe cómo.
—Oh, mi hijo Absalón —dijo Bean en voz baja, conociendo por primera vez el tipo de angustia que podía arrancar esas palabras de la boca de un hombre—. Mi hijo, mi hijo Absalón. Ojalá permitiera Dios que yo muriese por ti. Oh, Absalón, mi hijo. ¡Mis hijos!
Lo había modificado un poco, pero Dios entendería. Y si no lo hacía, sor Carlotta sí.
Ahora, pensó Bean. Hazlo ahora, Ender. No podrás acercarte más sin revelar el juego. Están empezando a comprender el peligro. Están concentrando sus fuerzas. Nos borrarán del cielo antes de que podamos lanzar nuestras armas…
—Muy bien, todo el mundo excepto el escuadrón de Petra —dijo Ender—. En picado, lo más rápido que podáis. Lanzad el Pequeño Doctor contra el planeta. Esperad hasta el último segundo posible. Petra, cúbrenos como puedas.
Los jefes de escuadrón, Bean entre ellos, repitieron las órdenes de Ender a sus propias flotas. Y entonces no quedó otra cosa que hacer sino observar. Cada nave quedó sola.
El enemigo comprendió, y se abalanzó para destruir a los humanos a la carga. Caza tras caza fueron abatidos por las lentas naves de la flota fórmica. Sólo unos pocos cazas humanos sobrevivieron lo suficiente para entrar en la atmósfera.