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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (7 page)

—Ya ves lo que les sucede a las muchachas que crecen sin madre.

Permaneció un instante al acecho, como si estuviese esperando a alguien más, pero al comprobar que fuera no había ningún movimiento, le abrió más las piernas y le revisó el vientre aún sangrante. Tanteó sus heridas sin ninguna consideración hasta que Marie se incorporó gimiendo de dolor.

—Sucedió esta noche —soltó Marie, apretando los dientes—. Utz, el cochero, Hunold, el guardia y Linhard, nuestro escribiente, entraron en el calabozo y me vejaron. Euphemia, tú puedes ver cuánta sangre he derramado. Yo era virgen hasta que esos hombres me asaltaron. Debes atestiguarlo ante el tribunal.

La viuda soltó una risa amarga.

—¡Yo no estoy obligada a nada! Tu padre tendría que haber sido lo suficientemente inteligente como para casarse conmigo tras la muerte de tu madre. Yo me habría asegurado de que crecieses como una doncella decente. Pero Matthis Schärer, el hijo de un siervo de la gleba fugitivo, se consideraba demasiado fino para casarse con la viuda de un simple zapatero.

Aquellas palabras malvadas le provocaron tal conmoción que logró reunir fuerzas para incorporarse un poco y mirar a la mujer a los ojos.

—¿De qué estás hablando? ¡Sabes perfectamente lo que me ha sucedido! ¿Acaso quieres que esos hombres que me calumniaron y me hicieron tanto daño se salven del castigo que merecen?

—¡La única que debe ser castigada aquí eres tú, ramera libidinosa! Iré a buscar agua para lavarte. Después de todo, en una hora debo presentarte ante el tribunal.

Marie intentó tragarse la bilis. Pero tenía la lengua seca.

—¿Tan pronto? Sí, está bien.

—A las rameras miserables como tú se las condena en un santiamén —se burló la viuda.

En ese momento se abrió la puerta y entró Hunold con una palangana de agua. Traía en el brazo un lienzo y algo que parecía un cilicio.

Al verle, Marie pegó un agudo alarido, encogió las piernas y las apretó bien fuerte. La viuda levantó la mano como para pegarle, pero luego volvió a bajarla.

—Si me lo pones difícil, te dejo en manos de Hunold para que te folle hasta matarte. El juez me creerá si le explico que te suicidaste esta noche de la vergüenza que te daba haber sido descubierta.

Marie se dio cuenta de que la mujer hablaba en serio.

—¿Por qué me haces esto?

Euphemia se encogió de hombros por toda respuesta, empapó el paño en agua y comenzó a frotarla con rudeza. Cuando la viuda comenzó a rasparle la sangre que tenía pegada en los genitales, abriéndole aún más las heridas, Marie aulló de dolor. Pero no se opuso, ya que se aferraba a la esperanza de que el juez se diera cuenta de la red de mentiras y violencia que se había entretejido a su alrededor. Así pues, contempló sin inmutarse cómo la viuda lavaba un retazo de su camisón y se lo introducía en su maltratada vagina para detener la sangre que aún seguía brotándole. Cuando la viuda la desató de la argolla, suspiró aliviada.

Dejó que la ayudaran a ponerse de pie y tampoco se inmutó cuando Euphemia le colocó la túnica de pecadora y le hizo señas a Hunold, diciéndole:

—Así podemos presentar a la ramera ante el tribunal.

El guardia volvió a atarle los brazos a la espalda, como ya había hecho la noche anterior, y la empujó hacia afuera. A juzgar por la expresión de su rostro, no le preocupaba que pudiesen culparlo de crimen alguno. Al contrario, su mirada seguía llena de lujuria. A Marie le daba pánico tan solo verlo, y sintió cómo el miedo colocaba un aro alrededor de su corazón oprimiéndolo cada vez más. ¿Cómo podía Hunold estar tan seguro de que lograría escapar de su justo castigo?

Estaba tan ocupada con su desgracia que, en un principio, ni siquiera se dio cuenta de hacia dónde la estaba llevando el guardia. Solo cuando cruzaron un puente tomó conciencia de que Hunold la llevaba al monasterio dominico de la isla, cuyos monjes eran famosos por su despiadada severidad.

Capítulo VI

El gran salón del monasterio de la isla en el que tendría lugar el juicio impresionaba a todo el que entraba allí por primera vez. Los muros eran de bloques de piedra perfectamente cortados, cuya imponencia quedaba subrayada por los tapices colgados de las paredes y en los que se sucedían las ilustraciones de escenas bíblicas. Unas ventanas angostas que llegaban hasta el techo, con vidrieras coloreadas, relataban la pasión de los santos mártires, tan estrechamente unidos a la orden de los dominicos. El techo, adornado con delicados relieves, era de madera cubierta de un barniz oscuro y estaba sostenido por unas vigas sobre las que habían pintado los escudos de todos los obispos de Constanza y de los abades del monasterio de la isla. Todo aquello ofrecía a quien allí entraba la sensación de estar en uno de los sitios más sublimes de la cristiandad. Detrás de una mesa esculpida en piedra, en el frente del salón, había una silla majestuosa, semejante en belleza a la del emperador. Allí tomaba asiento el juez episcopal Honorius von Rottlingen, un monje dominico vestido con el hábito blanco y negro de la orden. A su izquierda y a su derecha estaban sentados sus dos vocales, también monjes, ambos en sillas de respaldo alto, mientras que el escribiente del tribunal debía conformarse apenas con un banquillo. A dos pasos de la mesa del juez, en la pared lateral, se había dispuesto una única silla destinada al fiscal, repleta de valiosos tallados. Aquel día, ese papel se le había asignado al licenciado Ruppertus, que ejercía en el juicio como fiscal y como damnificado. Frente a él, en la pared opuesta, se encontraba la espada de la justicia del tribunal episcopal, apoyada sobre una mesa de madera imponente pero sin adornos, y justo al lado se había dispuesto el banco para el verdugo de Constanza. Más atrás, unos ujieres estaban listos para ejecutar las órdenes del juez.

Las sillas y los bancos para el público estaban casi vacíos, y los lugares destinados a los testigos, escasamente ocupados. Era evidente que Gero Linner y Jörg Wölfling, los dos maestros artesanos, aún sufrían los efectos de la borrachera de la noche anterior, ya que se tomaban la cabeza todo el tiempo y miraban a su alrededor con una timidez y un desasosiego impropios del orgullo burgués de los ciudadanos de Constanza. En el otro extremo de ese banco se habían sentado Utz Käffli y el escribiente. El cochero miraba a su alrededor con una mueca irrespetuosa, como si el aspecto ceremonioso y honorable de aquel lugar y de los hermanos de la orden le resultaran graciosos, mientras que Linhard apretaba los párpados y hacía visibles esfuerzos por luchar contra los efectos del alcohol de la noche anterior.

Matthis Schärer se había sentado en el banco de los testigos que estaba más atrás, lejos de los hombres que habían culpado a su hija. Parecía muy decaído y cabizbajo. Se abrazó a su cuñado, en quien se había apoyado para llegar hasta allí, y se lamentaba en silencio por su mala fortuna. Su voz y su rostro dejaban entrever que su espíritu no había logrado superar el duro golpe de la noche anterior.

Mombert también parecía afectado; sin embargo, a diferencia de Matthis, al menos podía pensar con claridad. Le asustaban tanto la celeridad con que el licenciado Ruppertus había puesto en marcha el juicio contra Marie como la frialdad y el rechazo que advertía en los rostros del juez y sus vocales. Interpretaba como un mal presagio el hecho de que el caso de Marie fuera a tratarse ante el tribunal episcopal y no ante el tribunal de jurados de la ciudad de Constanza, competente para todos aquellos habitantes que gozaran de los privilegios propios de la burguesía. Allí habrían creído mucho más en su palabra y en la de maese Matthis que en la de un cochero y un empleado, de modo que podrían haber defendido a Marie de forma mucho más efectiva. En cambio, aquí no gozaban de ninguna clase de influencia, a diferencia del licenciado Ruppertus, quien trabajaba en la corte episcopal como asesor legal y era un huésped bien visto.

Mombert se sentía irritado con maese Jörg, quien en su calidad de miembro del Consejo Supremo de Constanza debería haber protestado contra el hecho de que el proceso se llevara a cabo ante un tribunal episcopal. Según su opinión, con este juicio se estaban avasallando los derechos de los ciudadanos. Pero Jörg Wölfling se quedó sentado sin decir palabra ni perder detalle de los gestos y las palabras a su alrededor.

Alguien carraspeó para solicitar la atención de los presentes. Honorius von Rottlingen leyó rápidamente en voz alta el contrato matrimonial que Ruppert le había puesto sobre la mesa, insistiendo en las partes en las que maese Matthis le había jurado a su yerno entregarle a su hija como una doncella pura y honorable.

—¡Traed a la ramera! —ordenó finalmente.

El juez parecía haber fallado su veredicto de antemano. Mombert se estremeció: le producía pánico aquel monje fanático. Y cuando el guardia de la ciudad condujo a Marie dentro de la sala, con el cilicio y con las manos esposadas, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Su cuñado se inclinó hacia adelante, como si sintiese náuseas, y se tapó el rostro con las manos.

Marie tenía una sombra oscura debajo de los ojos, temblaba de forma notoria y su rostro estaba desfigurado, como si sufriese intensos dolores. Sin embargo, esto no lograba hacer mella en su angelical belleza, y sus ojos delataban que aún no habían doblegado su espíritu.

Un ujier la llevó al banquillo de los pecadores y la obligó a arrodillarse. Durante un instante, ella se dejó caer, como si hubiese perdido todas sus fuerzas. Pero luego se irguió y miró al juez.

—Quiero denunciar un crimen —exclamó, con voz llamativamente firme—. Esos tres hombres que están allí, Linhard el escribiente, Utz el cochero y Hunold el guardia, entraron anoche a mi celda y me tomaron por la fuerza.

El padre de Marie dio un salto, como si quisiera salir corriendo a su encuentro, pero luego se desplomó con un suspiro. Mombert lo sostuvo y clavó los ojos en Utz, que estalló en carcajadas.

—Ahora sí que te has vuelto completamente loca, niña. Dentro de poco afirmarás que el honorable juez te ha violado también.

—No, Utz, te denuncio a ti, a ti y a tus dos secuaces —Marie inclinó la cabeza ante el juez y lo miró con gesto de súplica—. Honorable padre, estoy diciendo la verdad. Linhard, Hunold y Utz me quitaron la inocencia por la fuerza para no tener que jurar en falso ante este tribunal, y hasta se burlaron de mí diciéndome eso. Juro por la Santa Virgen María y por el niño Jesús que nadie me había tocado jamás hasta anoche.

—Eliges un modo bastante particular para defenderte —la voz del juez sonaba dudosa—. Si acusas a estos hombres injustamente, tu condena se agravará aún más.

—Estoy diciendo la verdad —soltó Marie—. Juro…

El licenciado Ruppertus la interrumpió.

—Las mujeres tienen la lengua muy suelta para jurar, pero esos juramentos rara vez gozan de validez. Honorable padre, ¿acaso tenemos que seguir escuchando cómo esta ramera culpa a tres hombres respetables de un crimen tan espantoso que solo los siervos del príncipe del infierno serían capaces de cometer?

—¡Entonces esos tres son siervos del diablo! —gritó Marie, con tanta fuerza que el eco de su voz resonó en las paredes de toda la sala.

El licenciado Ruppertus hizo un gesto de desdén.

—Me temo que el hecho de que su conducta impropia haya quedado al descubierto ha hecho que esta mujer pierda la razón. O quizás es tan astuta que quiere distraernos de sus propios crímenes con acusaciones sin fundamento.

Mombert se incorporó de un salto y miró al licenciado furioso.

—¿Quién os ha dicho que su acusación no tiene fundamento? Sé que Marie es una niña piadosa y sumisa, de cuya boca jamás salen falsedades.

Ruppert meneó la cabeza con condescendencia.

—Es un bello gesto que intercedáis por vuestros parientes, maese Mombert. Mas dudo de que ella no mienta. Tampoco vos habéis sido un buen centinela de esta criatura llevada por el mal camino. Vos mismo habéis estado presente cuando Utz Käffli y Linhard Merk nos aseguraron anoche haber practicado actos deshonestos con ella. En vista de la gravedad de su falta es comprensible que ella intente descargar sus culpas acusando a estos dos hombres. Pero que afirme que ha perdido su inocencia anoche y en contra de su voluntad va demasiado lejos. Espero que el honorable padre tenga en cuenta su descaro cuando falle el veredicto.

—¡Me han tomado por la fuerza! —gritó Marie. Pero incluso aquellos que le deseaban el bien la miraban con dudas.

—¿Y qué hay del guardia? —inquirió Mombert—. Hasta ayer, nadie había hablado de él.

—Por supuesto que tiene que culparlo a él también. ¿Quién si no podría haberle entregado las llaves del calabozo a Utz y a Linhard? Honorable padre, vos mismo podéis comprobar el grado de perfidia y desvergüenza de esta muchacha.

La última frase que pronunció Ruppertus estaba dirigida al juez, quien asintió en silencio.

—Comprobaremos la verdad de inmediato —acotó uno de los vocales—. Propongo que le preguntemos a la viuda del zapatero, Euphemia Schusterin, si halló a la acusada virgen o no.

—Primero hay que abrir el proceso de forma oficial y anunciar la acusación —lo reprendió el licenciado—. Al fin y al cabo, no se trata solamente de la amoralidad de esta mujerzuela, sino también de la existencia de un contrato celebrado con intenciones engañosas y jurado en falso.

Ante una señal del juez, Ruppert se puso de pie y avanzó hacia el centro de la sala. El hábito negro y la cruz de plata en el pecho le daban la apariencia un monje. "Solo le falta la tonsura", pensó Mombert con expresión indignada.

Ruppertus Splendidus, el hijo bastardo del conde de Keilburg, acusaba a maese Matthis de haberlo engañado a sabiendas y de obligarle a comprometerse con su hija.

—Tal vez pensó que podría encajarle su hija a un extraño que rara vez viene a Constanza —gritó luego, con voz resonante—. Pero estos dos buenos hombres hicieron caso a su conciencia y me advirtieron de la astucia de Matthis Schärer y de la vida licenciosa de su Marie.

—Sí, así es como fue —aprobó Utz las palabras del licenciado.

Marie se dio la vuelta para mirar a su padre, esperando que se pusiera de pie y protestara contra aquellas viles acusaciones. Pero Matthis Schärer permaneció sentado en el banco, tambaleante, sosteniéndose con ambas manos la cabeza enrojecida y evitando mirar en la dirección en la que ella se encontraba. De modo que a Marie no le quedó otra opción más que defenderse a sí misma y, de este modo, defenderlo también a él.

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