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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (10 page)

Cuando los alguaciles de la corte volvieron a detenerse, a lo lejos ya podía distinguirse la catedral de Radolfzell. Uno de los hombres se apeó, liberó a Marie de sus ataduras y la empujó a lo largo de un trecho del camino.

—Debes ir hacia allá. Y que no se te ocurra aparecer otra vez por Constanza, porque entonces dudo de que el honorable señor juez vuelva a ser tan indulgente contigo.

—¿Indulgente?

Marie se atragantó con su odio y aspiró profundamente en busca de aire. La habían calumniado, vejado, azotado y arrojado fuera de su patria. ¿A eso lo llamaban indulgencia? Hubiese querido gritarles la verdad en plena cara. Pero antes de que su voz la obedeciera, los alguaciles de la corte ya habían dado media vuelta y se habían marchado al galope. A Marie no le quedaba más que el camino polvoriento y el sol, que en aquel hermoso día de julio irradiaba desde el cielo un calor abrasador.

Unos pocos pasos más adelante se encontró con una añosa encina despeinada por la tormenta que proyectaba su sombra sobre la encrucijada de la que partían las rutas hacia Singen y Radolfzell. Marie se detuvo un rato allí, indecisa, pensando cuál de los dos caminos le convendría tomar. Finalmente se decidió por el camino que iba a Singen, enmarcado por la sombra de unos árboles añejos.

Capítulo IX

Después de haber ido a la casa de Marie con el pretexto de entregarle la cerveza, Michel no había pegado ojo en toda la noche a raíz de los malos presentimientos que lo atormentaban. Para volver en sí, salió de su casa antes del amanecer y fue a la misa de primera hora de la mañana, destinada a los empleados domésticos. Allí se encontró con Elsa, quien le susurró apenada que la noche anterior Marie había sido acusada de prostitución y que la habían encarcelado por ello. Michel se sintió en primer lugar como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza y se preguntó si se habría equivocado con Marie. Pero después de pensarlo un instante llegó a la conclusión de que debía de tratarse de una calumnia.

Ahora ya sabía que esos temores vagos que lo atormentaban desde que se había enterado del futuro casamiento de Marie con el licenciado Ruppertus Splendidus se habían confirmado muy pronto.

Siempre había sabido que ese compromiso llevaría a Marie a la desgracia, pero no contaba con un final tan horrible. Tal vez habría sido mejor contarle cómo su prometido había llevado a juicio a una respetable familia de linaje noble para conseguir que sus tierras quedaran en manos de su padre, y de qué malas artes se había valido para arrojar a los perdedores a la miseria. Aun cuando solo la mitad de lo que había escuchado fuese cierto, bastaba para saber que el tal Ruppert era un hombre sin honor, decencia ni sentimientos, un hombre que no conocía la palabra piedad.

Michel no había creído que aquel relato fuera el cuento mentiroso de un borracho, ya que uno de los dos hombres que se habían puesto a conversar en un rincón oscuro sobre el caso había estado al servicio de aquella familia y, tras su expulsión, se había quedado sin señor, por lo cual había tenido que unirse a un grupo de mercenarios de mala reputación. El hombre no tenía pelos en la lengua y habló de estafa, perjurio y falsificación de documentos, faltas para las que se preveían castigos muy severos. Sus acusaciones eran tan fuertes que el hombre que lo acompañaba le aconsejó guardar silencio si quería seguir viviendo. Como Michel ya había oído otros comentarios por el estilo con referencia a Ruppertus Splendidus, estaba muy preocupado por Marie y se reprochaba el no haberle advertido con más vehemencia.

Sin embargo, hasta poco antes del mediodía estaba seguro de que muy pronto la inocencia de Marie sería comprobada. Pero cuando estaba limpiando las mesas y los bancos de la puerta, alguien le gritó que habían declarado a Marie culpable del delito de prostitución y que en ese momento estaban atándola a la picota para azotarla. Michel dejó caer el trapo y salió corriendo detrás de esos hombres. Como muchos de los clientes del mercado habían llamado a sus amigos y vecinos, ya se había formado una masa compacta de gente que se agolpaba para no perder detalle del espectáculo. De modo que Michel debió conformarse con un lugar al borde de la plaza del mercado. Desde allí no podía ver la picota pero sí percibir el ruido de los azotes. Michel se retorcía por dentro al oír los gritos desgarradores de Marie como si él mismo estuviese recibiéndolos.

Vio a Marie cuando los alguaciles de la corte pasaron arrastrándola con la túnica de la deshonra. Azotada salvajemente, con el cabello corto que adornaba su cabeza como una aureola y con una cara en la que se dibujaban todos sus tormentos, le pareció estar ante la estatua viviente de una santa mártir. Esa muchacha era tan pura y tan inocente como un ángel, ahora estaba más seguro que nunca. Cuando echó un vistazo a los jinetes que se llevaban a Marie, se le erizó el cabello. Aquellos hombres dejarían a su Marie abandonada en algún lugar del camino, completamente desvalida. 

Si bien sabía que los osos y los lobos habían sido expulsados de los alrededores de las ciudades y los pueblos al norte del lago Constanza hacía tiempo, estaba completamente convencido de que por la noche Marie sería hallada y descuartizada por las bestias salvajes que anduvieran merodeando. No podía permitirlo. En ese momento tomó la decisión de defender a Marie de todos los peligros del mundo. Sin pensar que no poseía más que la ropa que llevaba puesta y sus manos para ganarse el sustento, se dejó llevar por la multitud de mirones hasta Petershausen para poder salir de la ciudad pasando desapercibido.

Pero justo cuando estaba a punto de atravesar la puerta para acudir en ayuda de Marie, su padre lo descubrió y lo cogió del pescuezo como a un cachorro. Guntram Adler fue empujándolo delante de él hasta llegar a la ciudad, y solo lo soltó una vez que hubieron llegado al callejón en el que se encontraba su taberna. Una vez allí, lo puso contra la pared y se plantó delante de él.

—Mi señor hijo descuida su trabajo y se va corriendo detrás de una ramera semidesnuda, mientras que sus hermanos deben encargarse de todo el trabajo. ¡Vuelve a casa de inmediato, vago estúpido, o no respondo de mí! En un día como hoy, la gente tiene sed. ¿Ya limpiaste las mesas y pusiste el barril de cerveza en el soporte, como te había ordenado?

Como Michel no respondió enseguida, su padre tomó impulso y le dio tal bofetada que le hizo volar la cabeza contra la pared.

—¡Eres un granuja! ¡Siempre te olvidas de tus obligaciones! No sirves para nada, solo para sacarme canas. ¡Anda, ve a trabajar, te digo, o te ganarás otro sopapo!

Michel no se atrevió a defenderse en serio de su padre. Solo habría conseguido una paliza y un par de noches en un sótano inmundo a pan devenido en costras duras y agua. Si quería proteger a Marie, ahora no debía oponer resistencia, sino esperar a que su padre y sus hermanos estuviesen absolutamente distraídos con los clientes.

Michel no había estado presente cuando se leyó el veredicto, solo había oído los chismes de la gente que lo rodeaba. Por eso no sabía a ciencia cierta hasta dónde llevarían a Marie. Dado que los alguaciles de la corte iban a caballo, era de suponer que irían más allá de las fronteras de la jurisdicción de Constanza, y eso les llevaría más de un día de viaje. Si no quería perderle el rastro, debía ir en busca de Marie antes de que cayera la noche. De modo que esperó con impaciencia la ocasión propicia para abandonar la casa sin que lo notaran.

Guntram Adler detestaba a los holgazanes, más aún si se trataba de sus propios hijos. Ese día, cada uno de ellos tendría que trabajar por dos, ya que los clientes se habían agolpado en la taberna, e incluso las mesas de la puerta estaban ocupadas, de modo que muchos de ellos tenían que beber su cerveza de pie. Bruno, el mayor, estaba detrás del mostrador, y apenas Michel hubo entrado en la taberna por orden de su padre, le ordenó que trajera más barriles de cerveza del sótano.

Una vez que Michel cumplió ese encargo, tuvo que sustituir a la criada de la cocina, quien había estado girando el asador y a la que ahora necesitaban para ocuparse del horno. Apenas pudo abandonar su puesto junto al fuego, se le ordenó atender a unos clientes y traer más barriles a la taberna. Cada vez que iba a tomarse un respiro, Bruno o su padre tenían una nueva tarea que encomendarle. Para su disgusto, ninguna de esas tareas lo llevaba más allá del radio donde se encontraba su familia como para poder escaparse sin que se dieran cuenta. Al caer la tarde, Bruno lo dejó tomarse un respiro. Parecía conforme con él, porque sirvió una jarra de cerveza y se la alcanzó a Michel con disimulo.

—Bebe. Esto te refrescará y te dará más fuerzas.

—Gracias.

Michel echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que su padre no estuviese mirando y se bebió la jarra de un trago. Guntram Adler opinaba que el vino y la cerveza eran para él y sus clientes. Para sus hijos bastaba el agua de pozo. Solo Bruno podía beber con su permiso una jarrita de vez en cuando, ya que era el mayor.

Ahora que se había calmado, el rostro de Marie surcado de dolor volvió a aparecérsele inmediatamente ante los ojos. Apretó los puños, reprochándose el hecho de no haber llegado a pensar ningún plan por culpa de tanto trabajo. Se despreció a sí mismo por su cobardía y se dijo que habría sido mejor escaparse directamente en lugar de someterse a su padre.

Mientras partía un trozo de pan y cortaba un pedazo del lechón que asaban al fuego, sus pensamientos estaban con aquella muchacha a la que amaba con cada una de las fibras de su ser. Tenía que ayudarla, aunque ello le costara lo poco que poseía y, en realidad, lo único que le quedaba: su patria. Miró a su alrededor con cautela y pensó cómo abandonar la casa sin ser visto. Si su padre notaba su ausencia, mandaría a Bruno o a sus dos hermanos más jóvenes detrás de él. De modo que necesitaba una ventaja lo suficientemente grande.

Sin embargo, cuando vio emerger del sótano a sus hermanos más jóvenes, Michel se preguntó si realmente alguien se interesaría por su desaparición y saldría en su busca. Al fin y al cabo, tenía siete hermanos y dos hermanas a los que había que atender. Su padre había puesto a Küni, el segundo de sus hermanos, a trabajar como sirviente en la taberna de Stern, en Meersburg, con la esperanza de que pudiera ganarse a la única hija y heredera de su maestro artesano. Rasso, el tercero, trabajaba como siervo en la abadía de Reichenau y muy probablemente pronunciaría los votos religiosos. Wolfhard, el más joven de sus hermanos, había sido entregado hacía años a un primo en Kreuzlingen que no tenía hijos para que él se hiciese cargo de su educación. Alguna vez heredaría la imponente posada Zum Schwan. De manera que, además de Michel, en la casa quedaban tres hermanos más. Pero como solo uno de ellos podía recibir la taberna en herencia, los más jóvenes, para quienes no se había conseguido nada, deberían quedarse a trabajar con el mayor como sirvientes, sin ninguna perspectiva de poder llegar a formar una familia algún día. Michel quería muchísimo a su hermano, aunque ya era fácil prever que Bruno lo trataría igual que su padre una vez que se trasformara en el dueño.

Una voz estruendosa arrancó a Michel de sus pensamientos. Guntram Adler estaba encima de él, tomando impulso para pegarle.

—¿Otra vez papando moscas? Ve a trabajar. En la puerta hay clientes sin atender.

Michel se retorció, aguardando el golpe, pero su padre se giró para responder a la pregunta de un vecino. Michel recibió la media docena de jarras que le preparó Bruno y se apresuró a salir. En la pequeña pradera que había delante del local se habían reunido unos cuantos jóvenes que ya no tenían lugar dentro de la taberna. Se trataba en su mayoría de oficiales artesanos que trabajaban en las calles cercanas a la taberna, aunque también se les habían sumado varios hijos de artesanos y de jefes de gremios que, como siempre, llevaban la voz cantante. Por supuesto, su tema principal era Marie. Los muchachos se explayaban con lujo de detalles sobre sus atributos físicos, que habían sido expuestos al público en la plaza del mercado.

—Estaba tan cerca de la picota que podía ver cómo se le estremecían los pezones con cada golpe —afirmó con ojos brillantes Benedikt Munk, el hijo del orfebre.

Un oficial joven lo miró con envidia.

—Si hubiese sabido que la hija de Schärer era un bocado tan delicioso, también me habría metido bajo su falda. Peor que Linhard no se lo habría hecho, seguro.

El hijo del orfebre se rió de él.

—Bah, Marie no hubiese dejado que un muerto de hambre como tú llegase siquiera a olisquearle los muslos. Ya oíste que ella solo lo hacía a cambio de dinero y de objetos bellos.

—¿Tú crees que sí podrías haber hecho lo que quisieras con ella?

Benedikt hizo un ademán de desdén, aburrido.

—¿Que si creo? Bah, de hecho, yo la he montado un par de veces, y, por cierto, la he dejado muy satisfecha, te lo aseguro.

A Michel le asaltó una furia ardiente contra el muchacho. Puso las jarras de un golpe sobre la mesa, sin darse cuenta de que se habían derramado a causa del impacto, y después tomó al joven orfebre del cuello.

—¡Mentiroso! Marie ni siquiera se habría dignado a mirar a un gusano como tú.

Benedikt se quedó mirándolo, asombrado.

—Eh, ¿qué te sucede? Suéltame ya mismo. Además, ¿a ti que te importa si me he montado a Marie?

—Por tus mentiras, mereces que te pegue un par de bofetadas que te dejen zumbando los oídos por varios días.

Michel puso inmediatamente en práctica su anuncio y sacó a Benedikt del banco con dos groseras bofetadas. El joven reaccionó con furia y se abalanzó sobre Michel. Era dos años mayor y de complexión más fuerte, y hasta entonces había ganado siempre que se había peleado con Michel. Pero esta vez, ni su fuerza ni sus trucos le sirvieron de nada. Michel estaba a punto darle la paliza más grande de toda su vida cuando su padre intervino para separar a los dos gallos de pelea.

—¡Basta! En mi taberna no se admiten peleas.

Benedikt volvió a meterse la camisa dentro del pantalón y alzó la cabeza.

—Michel me atacó sin motivos.

Guntram Adler ni siquiera le dio a su hijo la oportunidad de defenderse, sino que reunió todas sus fuerzas y le estampó un sopapo en la cara.

—Te voy a quitar esa costumbre de pegarle a los clientes. ¡Y nada menos que al hijo del orfebre Munk, un hombre tan respetable!

Volvió a tomar impulso, pero esta vez Michel estaba preparado y logró esquivarlo. El tabernero le dirigió a su hijo una mirada llena de furia, luego le puso a Benedikt la mano en el hombro y le sonrió con simpatía.

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