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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (2 page)

BOOK: La ramera errante
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—No es tan terrible, Marie. No dejes que Elsa te asuste. El dolor se olvida enseguida, y muy pronto te sentirás feliz cuando tu marido te visite debajo de las sábanas.

Elsa frunció el gesto.

—Los caballeros tan instruidos como el licenciado Ruppertus son muy exigentes. No se conforman con hacerlo a oscuras, bajo las sábanas. He oído cada cosa…

Sus minuciosas descripciones se interrumpieron abruptamente cuando alguien llamó a la puerta de entrada.

—¿Quién nos buscará a estas horas? —preguntó Anne, y bostezó mientras se daba la vuelta malhumorada.

Las criadas se quedaron sentadas y Marie no podía dejar de mezclar la masa, de modo que nadie abrió al visitante desconocido.

Éste le propinó con furia tal puntapié a la puerta que hizo crujir la madera, y poco después resonó la voz indignada de Wina:

—¡Elsa! ¡Anne! ¿Qué estáis haciendo, idiotas? Id de una vez a la puerta a ver quién es.

Ambas hermanas se miraron desafiantes. Como solía suceder, fue Elsa quien perdió el duelo silencioso y salió a abrir con desgana. Poco después, regresaba con un muchacho que se tambaleaba debajo de un enorme barril. Era Michel Adler, el hijo de Guntram, el dueño de la taberna situada al final del callejón.

Michel apoyó el barril sobre la mesa y respiró aliviado.

—Buenas noches. Vengo a traeros la cerveza para la boda.

Elsa bufó como un gato.

—¿No podías haber esperado hasta mañana temprano? Ahora Anne y yo tendremos que llevar este barril pesadísimo a la despensa.

Su hermana le regaló al muchacho una sonrisa que, según ella quería creer, sería capaz de derretir una barra de hielo.

—Michel no es un grosero y no va a permitir que dos mujeres débiles como nosotras tengan que cargar con semejante peso. ¿No es cierto, Michel? Anda, sé bueno y baja el barril por nosotras.

Michel se cruzó de brazos mientras meneaba la cabeza en señal de negación.

—Ese no es mi trabajo. A mí me dijeron que lo trajera hasta aquí, nada más.

—¿Qué ha pasado contigo? Antes eras tan servicial… ¿Acaso quieres ser como tus estúpidos hermanos?

Anne arrojó una mirada furiosa al hijo del tabernero y le indicó a su hermana que la ayudaría a coger el barril. Ambas lo levantaron, lo cargaron entre suspiros y resoplidos y lo bajaron hasta la despensa. Marie alcanzó a oír cómo cerraban la puerta tras de sí, y entonces se quedó a solas con Michel.

—¿Lo amas?

La pregunta de su antiguo compañero de juegos la tomó tan desprevenida que Marie no reaccionó en un primer momento. Se quedó mirándolo, perpleja. A pesar de su bronceado, Michel parecía algo pálido, y apretaba los dientes con tanta fuerza que los músculos de su mandíbula se le marcaban como nudos debajo de la piel.

Michel le llevaba unos tres años y era el único muchacho cuya compañía toleraba. Le había permitido mirar cuando iba a pescar, había jugado al escondite con ella de vez en cuando y le había contado historias maravillosas. A cambio, ella le entretejía coronas de flores y lo admiraba como a un rey. Pero como el padre de Michel gozaba de una reputación bastante inferior a la del padre de Marie, en cuanto ella cumplió los doce años le prohibieron que siguiera viéndole. Desde entonces, no se cruzaba con él ni con su familia más que en la iglesia.

Ahora Michel estaba cerca de ella por primera vez después de muchos años, tan cerca que incluso podía observarlo con atención. Había crecido, pero se conservaba tan delgado como antes. Sin embargo, parecía fuerte y robusto. La frente alta, la mandíbula recia y los hombros anchos, cubiertos por el tirante de su delantal y que dejaban entrever que aumentaría de peso en cuanto comenzara a recibir algo más que la exigua ración que el tabernero Adler reservaba para sus hijos menores. "Michel se ha convertido en un muchacho muy apuesto", pensó Marie con un dejo de tristeza. Pero eso no le sería de gran ayuda, ya que al ser quinto hijo valía tan poco como un siervo y jamás podría formar una familia. Por ese motivo, a Marie le pareció que Michel había sido muy impertinente haciéndole una pregunta como aquella. Sin embargo, en honor a los viejos tiempos, prefirió responderle.

—Apenas conozco al señor licenciado. Pero si lo ha escogido mi padre, estoy segura de que ha de ser el hombre adecuado para mí.

Se molestó consigo misma antes de terminar su respuesta. A Michel podría haberle dicho tranquilamente la verdad. Él no pareció sentirse a gusto con su respuesta y sus ojos chispearon furiosos. Marie se preguntó si estaría celoso. Pero sería muy estúpido si lo estuviese, pensó, porque él sabía perfectamente que su padre jamás lo tomaría en cuenta como candidato. Matthis Schärer había rechazado incluso a Linhard Merk, que provenía de una familia de comerciantes de mucho prestigio y trabajaba con él como escribiente. Marie recordaba aún cómo había enfurecido a su padre el hecho de que Linhard se atreviera a pedir su mano. Al principio estaba tan furioso que su primera reacción fue echarlo. Pero muy pronto volvió a llamarlo, ya que, para entonces, su trabajo se había vuelto imprescindible.

Marie estaba contenta de que su padre no la hubiese entregado en matrimonio a Linhard, que no le gustaba. El escribiente se comportaba de manera servil frente a su padre, como un fiel vasallo de su señor; en cambio, a los cocheros y a los criados los trataba con desprecio, como si el dueño de la casa fuese él. Sabía con certeza que con ese hombre no habría sido feliz. Al pensar en ello, se sintió contenta de recibir como esposo a un señor instruido como el licenciado Ruppertus.

Michel no se dejó amedrentar ni por la parquedad de sus explicaciones ni por la expresión de rechazo en su rostro.

—Y él, ¿te ama?

A Marie no le sentó bien el tono que había utilizado Michel, por eso su respuesta fue más descortés de lo que pretendía.

—Supongo que sí. Si no, no habría pedido mi mano.

Michel resopló, irritado.

—¿Acaso tienes idea de qué clase de persona es ese licenciado?

—Es un hombre prestigioso e instruido, y es un honor para mí que me haya escogido.

Repitió prácticamente las mismas palabras de su padre cuando le comunicó su decisión.

Michel se acercó a ella y la miró con gesto adusto:

—¿Realmente crees que serás feliz con él?

Marie alzó la barbilla, lista para atacar. Habría querido decirle que no era asunto suyo, pero al mismo tiempo, esperaba que Michel pudiera darle más datos sobre su prometido.

Sonrió con nostalgia.

—¿Cómo puedo saberlo? El amor y la felicidad llegan con el matrimonio. Eso dicen todos.

—Ojalá sea así —replicó Michel—. Pero lo dudo. Según he oído, el tal Ruppertus es un hombre sin sentimientos, calculador, capaz de matar con tal de sacar provecho.

Marie meneó la cabeza malhumorada.

—¿Y tú cómo sabes eso? ¡Si no lo conoces personalmente!

—Escuché en la taberna los relatos de algunos viajeros sobre él. Tu licenciado es un conocido abogado. ¿Sabes lo que eso significa?

—No, no exactamente.

—Un abogado es alguien que estudia leyes y hurga en los pergaminos antiguos para conseguir que un hombre obtenga alguna ventaja sobre otro ante un tribunal. Valiéndose de triquiñuelas jurídicas, Ruppertus ha ayudado en reiteradas oportunidades a su padre, el conde Heinrich von Keilburg, a acumular castillos, tierras y siervos de la gleba.

—¿Y eso qué tiene de malo? Seguramente el conde recibió lo que era suyo.

A Marie le molestó que Michel repitiera los chismes de unos cuantos forasteros borrachos. Era evidente que estaba tan celoso de su prometido que solo había venido a verla para calumniarlo. Decepcionada, le dio la espalda y siguió preparando la masa, que había descuidado por completo.

Michel hubiera querido salir corriendo. Sin embargo, se dirigió lentamente hasta la puerta de la cocina y, tras vacilar un instante, se volvió hacia ella y se acercó a la mesa. Pero Marie se puso a la defensiva, bajando aún más la cabeza y prestando atención únicamente al cuenco de la masa. Él apretó los puños con furia, buscando sin éxito las palabras adecuadas. ¿Cómo podía hacerle entender a aquella criatura tan poco experimentada que si accedía a casarse con ese hombre, famoso por sus tropelías legales, se condenaba a ser una desgraciada toda su vida? El licenciado ya había causado la miseria de numerosas personas, duplicando así el poder y los dominios de su cruel padre.

Michel suponía que Marie se había dejado encandilar por sus títulos nobiliarios y por el hecho de que el licenciado poseía unos protectores muy influyentes. Y ahora iba como un cordero hacia el matadero. Estuvo a punto de reiniciar la conversación varias veces, pero desistió al ver en la expresión de Marie que no tenía ninguna posibilidad de convencerla. Finalmente, se dijo que había sido una locura de su parte haber ido hasta allí. Después de todo, el barril de cerveza podría haberlo cargado cualquiera de sus hermanos.

—Me voy —dijo con la esperanza de que ella le pidiera que se quedara.

Pero Marie sacudió sus trenzas, malhumorada, y comenzó a aplastar enérgicamente los grumos que se habían formado en la masa.

En ese mismo momento, Wina regresó y se quedó mirando a Michel arqueando las cejas.

—Vine a traer la cerveza —se disculpó él por su presencia.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está?

—Elsa y Anne la llevaron a la despensa —respondió Marie en su lugar.

—¿Las dos están en la despensa? Iré a comprobar que estas urracas ladronas no le hayan puesto las manos encima a las salchichas ahumadas.

Wina bajó las escaleras jadeando y abrió la puerta.

A Marie le pareció injusto que tratara de ladronas a las criadas solo porque de vez en cuando se llevaran a la boca una salchicha o un pedazo de carne que había sobrado de la comida. Pero para el ama de llaves, eso constituía un pecado mortal del que ni aun el Papa podía absolverlas.

Marie sonrió para sus adentros. Para Wina, el Papa era una suerte de santo a quien se podía rezar, pero en sus frases no se refería a ninguno en particular. Tampoco le habría resultado fácil hacerlo, ya que en ese momento había tres príncipes de la Iglesia que se arrogaban al mismo tiempo el trono de la Cristiandad. Marie no estaba al tanto de esas cosas, pero su padre sí y solía hablar con sus amigos de la Santa Iglesia y, cuando se sentaban a beber vino, pregonaban a voz en grito sus esperanzas de que el Emperador descargara su poder sobre ellos y volviera a enseñarles a los sacerdotes lo que era la obediencia.

Un carraspeo volvió a traer a Marie a la realidad. Michel seguía parado allí, mirándola con gesto de súplica, pero ella ya no quiso saber nada de él. Al día siguiente se convertiría en la esposa del licenciado y comenzaría una nueva vida en la que no habría lugar para el atrevido hijo de un tabernero. A partir de entonces, solo sus empleados tratarían con esa clase de gente, ya que ella tendría que ocuparse de la casa y le dedicaría su vida a su esposo, para quien se había propuesto firmemente ser una esposa amante y sumisa. Al declararse a sí misma esas intenciones, se dio cuenta de que todavía ignoraba dónde viviría después de la boda. El licenciado Ruppertus no poseía ninguna casa en Constanza, sino que, por lo que le había contado su padre, vivía en el castillo de Keilburg, la residencia principal de su padre el conde. ¿Acaso la llevaría allí?

Wina volvió del sótano empujando a las criadas, que la miraban con gesto irritado. A juzgar por el gesto triunfante del ama de llaves, las había pillado in fraganti y había logrado impedir que robaran las salchichas.

—¿Sigues aquí? —le espetó a Michel. Hizo el amago de indicarle con un gesto el camino hacia la puerta, pero después metió la mano en la bolsita de cuero que llevaba colgada de su cintura rolliza y extrajo una moneda.

—Claro, esperabas tu propina. Toma, aquí tienes.

Michel pensó que Wina no habría podido expresarle mejor la diferencia que había entre él y Ruppertus Splendidus. Hubiese querido arrojarle la moneda a los pies.

¿En qué pensaba cuando decidió ir hasta allí y preguntarle a Marie si sabía a lo que se exponía al consentir esa unión? Probablemente estaba orgullosa de convertirse en la mujer de un hombre tan importante y se había olvidado de él hacía tiempo. Sabía que ella no sería feliz con ese hombre, pero no estaba en su mano protegerla de su destino. Lleno de tristeza, dio media vuelta y abandonó la casa. Al llegar al patio, dejó caer la moneda de Wina al suelo. Le quemaba como si fuera un hierro candente.

Capítulo II

Maese Matthis se sentía tan satisfecho con lo que estaba sucediendo a su alrededor que habría ronroneado como un gato viejo junto a la chimenea. Observó a sus invitados y movió la cabeza en un gesto de rotunda y complaciente aprobación. Sus dos amigos y socios, el tonelero Jörg Wölfling y el tejedor de lienzos Gero Linner, observaban deslumbrados a su futuro yerno. El licenciado Ruppertus Splendidus era un hombre distinguido que, a diferencia de la mayoría de jóvenes, poseía educación, buenos modales y sabía cómo comportarse delante de personas mayores y con más experiencia. Incluso Mombert Flühi admiraba al señor Ruppertus y apenas se preocupaba por disimular la envidia que le producía el éxito de su cuñado.

Ruppertus Splendidus no parecía un tipo engreído ni excesivamente orgulloso, sino que se mostraba muy modesto a pesar de su linaje. Su vestimenta era de muy buen género, aunque no exhibía ninguna de las frivolidades con las que los jóvenes solían engalanarse por aquel entonces. Su abrigo, que colgaba de un gancho junto a la puerta, era de una lana marrón muy firme, y su chaqueta gris era sencilla y cómoda. Si bien sus pantalones color verde le quedaban algo ajustados, no resultaban estridentes ni demasiado llamativos, a diferencia de los pantalones hasta la rodilla de colores chillones que solían usar los jóvenes de familias acomodadas.

En todo lo demás, Ruppertus era un hombre hecho a la medida de los deseos de maese Matthis. A pesar de sus veinticuatro años, una edad muy precoz para su alto grado de instrucción, ya pertenecía al círculo de consejeros de Otto von Hachberg, obispo de Constanza. Por lo general, pasaba mucho tiempo viajando en nombre de su padre, que figuraba entre los hombres más influyentes del ducado de Suabia y era súbdito únicamente del Emperador. Maese Matthis había visto a Heinrich von Keilburg de lejos en una sola ocasión; sin embargo, podía enumerar sin temor a equivocarse cada una de las tierras que el conde contaba entre sus dominios, además de su castillo en la Selva Negra, entre el Rin y el Danubio, que constituía su residencia principal.

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