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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (43 page)

BOOK: La ramera errante
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—Aquí es casi imposible que esos mercenarios nos encuentren.

Berta se tocó los pies, y gimió de dolor. Estaba acostumbrada a andar descalza, pero se le habían clavado tantas espinas y tantos cardos que pensó que no podría pisar en tres días.

Como ninguna de las otras estaba mejor que ella, nadie prestó atención a sus quejidos. Gerlind volvió a alzar la cabeza y la increpó para que se callara de una vez y se durmiera. Berta refunfuñó un poco, pero luego se estiró y apoyó la cabeza entre sus brazos.

Poco después la despertaron los gemidos de Fita. Berta se puso de pie y le dio un empujón a Hiltrud.

—Hubiese sido mejor que trajeras algo para comer en lugar de cargar con esta moribunda.

Marie se enfureció.

—Berta, eres el ser más desalmado que he conocido en toda mi vida. Piénsalo, ¡soy yo la que repartirá el botín!

Hiltrud suspiró.

—No discutamos. Yo traje algo para comer.

Era evidente que también esta vez había conservado la cabeza fría, ya que extrajo de su atado un paquete y extendió su contenido sobre la falda. Berta, Gerlind y Märthe le quitaban las cosas de las manos, y Hiltrud tuvo que defenderse para conservar una cantidad suficiente para ella, Marie y Fita.

Una vez que terminó de comer, Hiltrud intentó en vano convencer a Fita de que probara uno o dos bocados. Marie llenó su cantimplora en un arroyo cercano. Fita se la bebió casi hasta el fondo y luego volvió a acostarse, después de darle las gracias en un tono de voz apenas audible. Hiltrud roció el agua que quedaba sobre un trozo de paño que utilizó para vendarle los genitales a Fita, ya que sus heridas seguían sangrando.

Mientras tanto, había vuelto a clarear y el cielo ya comenzaba a ponerse anaranjado en el este. Parecía que tendrían buen tiempo. Gerlind y Berta miraron a su alrededor, asustadas, pues se habían dado cuenta de que los matorrales que las habían albergado durante la noche no eran lo suficientemente tupidos como para mantenerlas a salvo de las miradas que anduvieran en su búsqueda. Más atrás se extendía un bosque de hayas y robles lleno de claros que cualquier jinete podía atravesar sin inconvenientes, e incluso Berta creyó reconocer un camino que conducía a través de él. Cuando poco después oyeron unos tintineos y unos traqueteos, ya no hubo forma de detenerlas, ni a ella ni a Gerlind.

—Parece un pastor de cerdos que se dirige hacia aquí con sus animales. Si llega a vernos y nos delata ante los hombres de Riedburg, tendremos problemas.

Gerlind levantó sus bultos y ya estaba a punto de salir corriendo cuando Hiltrud la detuvo.

—Marie y yo cargamos con Fita media noche. Ahora os toca a vosotras.

—Deberíamos esconderla un poco más allá, entre los arbustos. Allí seguro que nadie la encontrará, y nosotras podremos quitárnosla de encima. Yo no voy a cargar conmigo y con ella.

Berta llevó la mandíbula inferior hacia adelante y puso los brazos en jarras desafiante.

Gerlind le dedicó una mirada llena de desprecio y le pidió a Märthe que la ayudara. Hiltrud también fue ayudando a sostenerla mientras que Marie iba delante, abriéndoles paso con un bastón. Berta, en cambio, avanzaba pesadamente y con gesto malhumorado detrás de ellas, y solo se dispuso a borrar con ramas de roble las huellas demasiado notorias ante la orden severa de Gerlind. Así continuaron caminando durante horas, hasta que al final ya no supieron desde qué dirección venían.

Cuando el día comenzó a declinar, Marie encontró un sitio que a todas les pareció lo suficientemente seguro. Era un lugar lleno de ramas quebradas por el viento donde una tormenta había cortado árboles altísimos como si fuesen césped. Entretanto había vuelto a crecer un bosque joven, pero los matorrales a sus pies eran tan tupidos que nadie intentaría adentrarse allí. Hiltrud y Gerlind revisaron los bordes en busca de huellas de osos, pero afortunadamente no encontraron más que un paso que conducía hacia donde estaban los árboles más jóvenes. Las seis siguieron por aquel sendero casi invisible y encontraron entre dos enormes troncos superpuestos un lugar seco y adecuado para acampar.

Marie y Gerlind montaron un lecho para Fita con ramas y musgo y se ocuparon de atender a su compañera herida. Si bien la hemorragia se había detenido, sus genitales seguían viéndose muy mal, y su vientre se sentía muy caliente y estaba duro como una piedra.

Con un gesto impotente, Marie le hizo señas a Hiltrud para que se le acercara.

—¿Crees que podemos ayudarla?

—No se ve nada bien. Pero yo traje mis ungüentos y mis tinturas. Tal vez puedan surtirle efecto.

Hiltrud sacó sus medicamentos y comenzó a curar a Fita.

Mientras tanto, Berta hablaba con Gerlind y con Märthe en voz baja pero vehemente, y finalmente se dirigió hacia donde estaba Marie con la mano extendida.

—Bien, ahora vamos a repartir el botín. ¡Dame las bolsas!

Marie puso la mano en ambas bolsas de cuero y estuvo a punto de decirle a Berta que se fuera al diablo. En ese momento lamentó no haber escondido ese dinero también. Ahora no le quedaba más remedio que ponerle al mal tiempo buena cara, ya que Berta y Gerlind no la dejarían en paz hasta haberla saqueado.

—Podemos dividir el dinero pero solo con una condición: nos quedaremos un par de días en este escondite, o al menos el tiempo suficiente hasta poder estar seguras de que los mercenarios siguieron su marcha.

Gerlind hizo un gesto de desdén disgustada, y se sentó bien al lado de Marie.

—Sí, lo haremos. Ahora, venga el dinero.

Marie sacudió la cabeza tan enérgicamente que sus cabellos quedaron flotando.

—Primero tengo que contar cuánto dinero hay en el botín y después tengo que calcular cuánto le corresponde a cada una.

Berta siseó como una serpiente, se acercó a su vez a Marie y trató de coger una de las bolsas.

—Por supuesto que nos darás la misma cantidad a todas.

Marie la empujó para sacársela de encima.

—Hiltrud perdió su carreta y sus cabras, de modo que a ella le corresponde más que a todas nosotras.

—Y tú recibirás una cantidad de más, ya que fuiste quien consiguió el dinero.

Hiltrud solía ser muy desprendida, pero la avaricia de sus antiguas amigas le provocaba rechazo.

Berta se apartó un poco, disgustada, aunque no le sacaba los ojos de encima a la bolsa de Marie.

—Está bien, por mí… Pero entonces no toméis en consideración a Fita, ya que ella no estará por mucho más tiempo entre nosotras. A ver si todavía llega a arrojar su parte en el primer cepillo de iglesia que encuentre antes de estirar la pata definitivamente.

—Fita recibirá su parte, y lo que haga con ella es asunto suyo.

Marie tuvo que contenerse para no insultarla, ya que había visto cómo la enferma se estremecía al oír las malvadas palabras de su compañera de tantos años. En lugar de ello, vació el contenido de ambas bolsas sobre su falda y comenzó a contar. Era más de lo que esperaba, ya que no había ninguna moneda de menor valor en el conjunto. Contó el dinero bajo la mirada atenta de Gerlind y Berta, e hizo finalmente con una mitad cuatro pilas que destinó a Gerlind, Berta, Märthe y Fita. La otra mitad la dividió en dos partes iguales entre ella y Hiltrud. Gerlind estaba visiblemente disconforme, a pesar de que la suma que Marie le depositó en las manos era por lo menos cinco veces superior a lo que había podido ganar en sus mejores años.

Berta envolvió sus monedas en un retazo de tela que arrancó de su camisa y guardó el paquetito sin decir palabra. Luego trató de coger la parte de Fita y guardarla también.

—Al fin y al cabo, éramos compañeras.

Marie le apartó la mano.

—El dinero de Fita lo conservaré yo hasta que ella se recupere. De ese modo estaré segura de que lo recibirá.

—¡Eres una repugnante hija de perra! No permitiré que me estafes. —Berta se levantó de un salto y se abalanzó sobre Marie.

Hiltrud la cogió por detrás para evitar que se le echara encima, pero Gerlind intervino antes de que se desatara una pelea.

—No deberíamos pelearnos por un par de peniques.

Hiltrud, cuyo temperamento generalmente era tranquilo y difícil de perturbar, hervía de rabia.

—Habéis recibido suficiente, y no permitiré que estaféis a una compañera enferma. Berta debería avergonzarse. Estoy segura de que jamás en su vida tuvo tanto dinero junto, pero igual pretende robarle a Fita, a quien siempre usó, incluso ahora.

Gerlind apoyó su mano izquierda en el hombro de Hiltrud y le palmeó la mejilla con la mano derecha.

—Tienes razón, querida. Berta no tiene motivos para quejarse y yo tampoco.

Sin embargo, su mirada seguía clavada en el dinero que Marie había apilado enfrente de ella, como si quisiera devorar las monedas con los ojos. Finalmente se dio la vuelta con una risa disonante.

—¿Sabéis qué? Prepararé una infusión bien cargada para todas, así podemos recuperar nuestras energías. Yo también conseguí salvar algunas de mis cosas.

Al decir esto, le hizo un guiño a Berta. La rolliza prostituta hizo una mueca de disgusto, pero ante la indicación de Gerlind extrajo los vasos de estaño que ambas habían robado en el campamento. Luego siguió a Märthe y a Gerlind ante una señal de esta última, y las tres fueron en busca de leña para hacer una pequeña fogata. Al rato, el brebaje ya estaba hirviendo en la olla abollada de Gerlind. La vieja aspiró reiteradamente el aroma del mejunje, echó al líquido un poco más del contenido de una de sus bolsitas y lo dejó reposar un momento. Finalmente llenó seis vasos y le alcanzó dos a Marie y a Hiltrud.

—Bebed. Os hará bien. Este brebaje es lo suficientemente fuerte como para reanimar incluso a Fita.

—Gracias, Gerlind —Hiltrud sonrió aliviada y se quedó un instante contemplando cómo Märthe, que hasta el momento había permanecido sentada en silencio en un rincón, se aproximaba a Fita y le hacía beber. Luego miró a Gerlind y asintió con la cabeza—. Me alegro de que volvamos a llevarnos bien. Ahora deberíamos ir a buscar alguna piedra para poder hacer un pan de cenizas. Yo tengo un poco de harina que alcanzará para preparar una comida para todas.

Quiso levantarse, pero Gerlind le apoyó la mano sobre el hombro y la hizo sentar otra vez.

—Todavía no. Deja que la bebida energética comience a surtir efecto, si no, no te servirá. Deberíamos acostarnos todas y dormir un rato. Los panecillos no van a irse a ninguna parte.

Hiltrud aprobó con la cabeza y volvió a relajarse, ya que Gerlind sabía mucho sobre hierbas y ella confiaba plenamente en sus indicaciones. Lentamente fue bebiendo en pequeños sorbos el mejunje fuerte, amargo, que dejaba un regusto desagradable en la lengua. Marie bebió también poco a poco, a pesar de que en un primer impulso hubiese querido volcar el contenido del vaso. Pero no deseaba provocar una nueva discusión, de modo que reclinó la cabeza contra el tronco podrido que tenía detrás de la espalda y que estaba desmoronándose lentamente, miró las monedas que aún tenía delante y se quedó un instante pensativa, contemplando a Berta, que se había acurrucado en un rincón con expresión malhumorada. Gerlind se acercó a Berta y comenzó a hablarle. Finalmente, Marie dejó a un costado las monedas que eran para Fita, repartió la parte de Hiltrud y la suya en las dos bolsitas de cuero que había robado y le extendió una de las bolsas a Hiltrud. Luego se acostó y bostezó largamente.

—Tener el estómago tibio hace muy bien. Ya me siento mucho mejor. Tienes que pasarme la receta de este brebaje, Gerlind. También está calmando mis dolores de estómago.

—Y muy pronto te calmará aún más —se burló Berta.

Hiltrud alcanzó a percibir que Gerlind le daba un puntapié y entonces quiso decir algo, pero de golpe sintió la lengua tan pesada como sus párpados. Alcanzó a ver que Marie se desplomaba de bruces a su lado, y luego penetró en una niebla espesa que se hizo cada vez más negra. Lo último que oyó fue la risa de Berta.

—Ya están durmiendo como marmotas.

Gerlind se quedó mirando a las dos mujeres desmayadas y escupió, como si sintiera asco de sí misma.

—Tenemos que desaparecer de aquí cuanto antes, pues ignoro cuánto tiempo durará el efecto del brebaje. Vamos, Berta, quítales el dinero.

Berta no esperó a que se lo dijeran dos veces, sino que se puso a recoger ávidamente la parte destinada a Fita. Luego les cortó a Hiltrud y a Marie las carteritas de cuero y las bolsitas más angostas con el dinero de ellas y le alcanzó una parte a Gerlind.

La prostituta vieja luchaba visiblemente con su conciencia.

—No deberíamos quitarles todo.

Berta hizo un gesto de desdén, riendo, y se guardó las bolsas.

—Bah, primero son mis dientes que mis parientes.

Luego señaló hacia los atados de Hiltrud y de Marie.

—¿Y eso? ¿Lo llevamos también?

Gerlind meneó la cabeza.

—Ya tenemos que cargar demasiado. Ven, vámonos ya.

Berta contrajo su cara en una sonrisa llena de odio.

—Con mucho gusto. Me alegraré durante el resto de mis días de haberles hecho esta jugarreta a estas dos hijas de perra estiradas. Ahora que no les queda ningún dinero, tendrán que abrirse de piernas ante el primer carnero maloliente que pase.

Se dio la vuelta sin ni siquiera dignarse a mirar a su antigua compañera Fita una sola vez y se marchó de allí con expresión satisfecha. Märthe iba pisándole los talones, mientras que Gerlind vaciló. Cuando las otras dos la llamaron, se sobrepuso y abandonó a las mujeres sedadas, dejándolas indefensas.

Capítulo IX

Cuando Marie volvió en sí, ya era casi mediodía. En un primer momento, eso la confundió, pues lo último que recordaba era que acababa de atardecer. Después se dio cuenta de que prácticamente había dormido un día entero, y enseguida pensó en el desagradable té que les había servido Gerlind, cuyo regusto seguía contrayendo su boca como la hiel. Se puso de pie haciendo un gran esfuerzo y miró a su alrededor. A menos de un codo de distancia de ella se encontraba Hiltrud, que seguía durmiendo profundamente. Marie tuvo que sacudirla varias veces para despertarla.

—¿Qué sucede? —gimió Hiltrud, agarrándose la cabeza.

—Gerlind nos durmió con su infusión.

Hiltrud miró a su alrededor soñolienta. Salvo Fita, que seguía recostada sobre su lecho de musgo inmóvil, no se veía a nadie más. Gerlind, Berta y Märthe habían desaparecido, y junto con ellas también las bolsas que colgaban de sus cinturones.

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