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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (41 page)

BOOK: La ramera errante
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—Esa caravana no nos lleva más de una hora de ventaja. Si nos apresuramos, muy pronto estaremos sentadas junto a un tibio fuego, con una copa de vino en la mano…

—Y el garrote de un gañán metido entre las piernas —la interrumpió Berta riendo.

Mucho después de la hora calculada por Gerlind, cuando la oscuridad ya se cernía sobre el paisaje, una gran fogata les indicó el camino. Gerlind señaló triunfante hacia la hondonada que se podía adivinar más que ver bajo la luz escasa.

—Allí están. Muy pronto tendremos sus zorros plateados tintineando en nuestros bolsillos.

Sin embargo, para asombro de Marie, Gerlind no salió corriendo cuesta abajo, sino que se quedó parada junto al arroyo que corría a la vera del camino, se agachó y se lavó la cara y las manos. Luego mojó un trapo en el agua, se levantó la falda y se frotó entre los muslos. Con una risa que sonaba como el balido de las cabras, les indicó a Berta y a Märthe que hicieran lo propio.

—Hay que mantener la herramienta de trabajo en orden si una quiere ganar buen dinero.

—Debería seguir con mucha más frecuencia ese principio —le susurró Hiltrud a Marie en el oído, al tiempo que se metía ella también en el agua y se quitaba el vestido para lavarse. Marie la imitó, ya que no quería llegar al fogón cubierta de polvo y de sudor.

Cuando se desviaron del camino un trecho más abajo, sintieron el eco de unos ruidos y unos vozarrones que les salieron al encuentro, como si ante ellas estuviese desarrollándose una bacanal. Marie se detuvo, desconfiada, y se quedó al acecho. Durante los últimos años se había topado con muchas caravanas y había pasado la noche cerca de ellas. Esos ruidos no eran comunes. También era extraño que la gente acampara en medio del bosque y no cerca de un albergue. Los mercaderes y los cocheros trataban de ir de albergue en albergue, ya que a cielo abierto eran presa fácil de cualquier banda de ladrones resueltos, y además corrían peligro de ser atacados y saqueados por los caballeros de los castillos circundantes. Por la noche, cuando no había testigos que pudieran dar cuenta del ataque, a los mercaderes no les servía de nada el salvoconducto adquirido a tan alto precio.

Marie intentó frenar a las demás mujeres. Pero era demasiado tarde para evitar el encuentro, ya que una voz ronca de hombre ya estaba llamando a Gerlind y a Berta.

—Eh, ¿qué hacen unas mujeres solas en el camino a estas horas de la noche?

Dos hombres se acercaron con antorchas en las manos hacia donde estaban ambas mujeres, y así descubrieron también al resto del grupo.

—¡Son prostitutas! —gritó el otro festejando, se dio media vuelta e hizo señas con la antorcha hacia el campamento.

—¡Hombres! La noche está salvada. ¡Sacad vuestras pollas! Unas prostitutas vienen en camino.

Como respuesta, se oyeron gritos de júbilo y más de tres docenas de hombres salieron al encuentro de las mujeres. Algunos alumbraban con antorchas, mientras que otros las cogían sin ninguna vergüenza, las toqueteaban y les pellizcaban el trasero y los pechos.

—¡Déjame! —Marie pegó en la mano a uno de los muchachos que se comportaba de manera demasiado salvaje. Él la cogió del mentón con fuerza y la obligó a mirar hacia la luz.

—Ésta sí que es una pichoncita endiabladamente bella. Creo que me daré el gusto de probarla ahora mismo.

Ya iba a arrojar a Marie al suelo cuando un muchacho rechoncho le puso la mano sobre el hombro.

—De esta palomita te vas a quedar con las ganas. Algo tan refinado es para los caballeros. ¿O acaso crees que ellos querrán renunciar a divertirse?

Cuando el hombre la soltó con un resoplido desilusionado, Marie deslizó la mano por debajo de su falda y asió el mango del cuchillo. Intentó pasar desapercibida y retroceder hasta desaparecer entre los arbustos, con la esperanza de lograr escapar, protegida por la oscuridad. Gerlind las había conducido a un campamento de soldados mercenarios, y Marie sabía por los relatos de otras prostitutas lo que les esperaba allí.

Los que las rodeaban eran siervos de guerra de la peor calaña, soldados suizos, lanceros suabos y gente por el estilo, que prefería cortarle el gaznate a alguien antes que tener un trabajo honrado. Incluso a la luz vacilante de las antorchas podía advertirse que sus ropas eran todo menos uniformes. Tampoco llevaban blasón alguno sobre el uniforme de guerra, de modo que no pertenecían a una expedición de campaña de un noble señor. Algunos de ellos tenían una mancha en el pecho un poco menos desteñida que el resto de la tela como si se hubiesen liberado de servir a algún otro señor, del mismo modo que se habían desprendido de su emblema.

Marie concentró todos sus sentidos en huir, pero cuando logró salir del resplandor de las antorchas y estaba a punto de dar media vuelta para zambullirse en la espesura de tinte negro, un hombre fuerte como un oso la cogió y la apretó contra su pecho.

—¡Aquí está la palomita para nuestro caballero, Lothar! Ahora me debes algo —le gritó al rechoncho.

Gerlind, que ya se había dado cuenta del grave error que había cometido, intentó negociar.

—No seáis tan brutos con nosotras. No tenemos problemas en abrirnos de piernas para vosotros. Solo os costará unos centavos, y nos encargaremos de dejar completamente satisfecho a cada uno de vosotros.

A pesar de que se esforzaba por parecer enérgica, en su voz se traslucía una buena dosis de miedo.

Uno de los hombres se echó a reír a carcajadas.

—Si llegas a encontrar un solo ochavo en nuestros monederos, anciana, puedes llamarte afortunada. Nuestro anticipo ya lo hemos gastado hace tiempo en bebida y prostitutas. Pero de todos modos os atenderemos tan bien que no tendréis motivos para quejaros, ¿no es así, muchachos?

Miró a su alrededor con una sonrisa maliciosa y cosechó como respuesta el gesto afirmativo de aquellos hombres ávidos.

Mientras ellas seguían protestando, los hombres llevaron a rastras a las prostitutas hasta el campamento, iluminado de forma insuficiente por un gran fogón que había en medio del lugar. Marie, a quien habían arrastrado como un bulto de equipaje, pudo ver que habían levantado una suerte de empalizada para protegerse del viento con una carreta cargada con dos barriles y pertrechos de guerra, y otra más en la que había dos piezas de artillería desarmadas. Justo enfrente de la carreta con las piezas de artillería había una carpa que probablemente estaba pensada para los líderes, ya que los mercenarios se habían instalado a cielo abierto con mantas y abrigos.

Las prostitutas solían ser violadas en los caminos, Marie ya lo había oído muchas veces. Hasta el momento, ella había tenido suerte, pero por cómo se veía el panorama, esta vez sería distinto. Ahora tenía que atenerse a las enseñanzas que Gerlind le había transmitido en otros tiempos mejores. Si ya no había otra salida, no tenía sentido resistirse. Lo único que podía llegar a conseguir de ese modo era enfurecer a los hombres y, en el peor de los casos, terminar con la garganta degollada.

Cuando se abrió el telón de entrada a la carpa y un hombre joven con vestimenta de noble asomó la cabeza afuera, Marie comenzó a tener esperanzas de que la cosa no fuese tan terrible como temía.

—¿Qué es todo este alboroto? —preguntó con severidad.

—Tenemos visita —le respondió el mercenario con una sonrisa—. Unas prostitutas cayeron en nuestras manos, y a nadie le importará si les pagamos por lo que haremos con ellas esta noche o no.

—¡No queremos dinero, solo queremos que no seáis tan brutos con nosotras! —exclamó Märthe, y luego chilló porque uno de los hombres le había metido la mano entre las piernas.

El mercenario amplió aún más su sonrisa.

—Hemos reservado una palomita para vos, hidalgo Siegward. Algo especialmente bello que seguramente será de vuestro agrado.

Marie se asustó al oír el nombre, ya que ahora sabía en manos de quién había caído. Los caballeros del castillo de Riedburg eran conocidos por llevar todos nombres que comenzaban con Sieg, es decir, victoria. El viejo caballero Siegbald von Riedburg era enemigo declarado de los parientes que la señora Mechthild tenía en el castillo de Büchenbruch y tenía fama de salteador. Asimismo, sus hijos iban precedidos de una reputación igual de mala. Si aquel hombre llegaba a enterarse de que ella había pasado el invierno en el castillo de Arnstein, descargaría en ella su furia hacia la señora Mechthild, quien en reiteradas ocasiones había enviado ayuda a sus parientes para combatir a Riedburg. Y ahí sí que podría considerarse afortunada de que la matara enseguida en lugar de mutilarla hasta dejarla irreconocible y abandonarla en el bosque para que los lobos y los osos la devoraran.

Siegward von Riedburg se pasó la lengua por los labios y la miró como si ella fuera un cordero listo para sacrificar. Era alto y de hombros anchos y poseía esa clase de figura espigada que el caballero Dietmar seguramente envidiaría. Sin embargo, sus hundidos ojos azul pálido delataban que poseía poco entendimiento, mientras que su boca abultada y húmeda y su quijada marcada permitían concluir que tenía un carácter sensual y despótico.

El hidalgo pellizcó los senos de Marie e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Bien hecho, hombres. La carne femenina es precisamente lo que me estaba faltando esta noche. Mientras tanto, divertíos con las otras prostitutas.

—Eso haremos, señor —respondió el sargento que le había traído a Marie, al tiempo que asentía con avidez—. Pero para ello tenemos que tener algo más en el estómago que el puré de cereales que hubo de cena. ¿Qué os parece si asamos estas cabras? —propuso, señalando el pequeño rebaño de Hiltrud que pastaba a la vera del camino.

—¡Quitad las manos de encima a mis cabras! —chilló Hiltrud con voz aguda, pero los hombres se revolcaron de la risa. Uno de ellos desenvainó su espada y le cortó la cabeza a una de ellas. Cuando Hiltrud lo vio, se soltó y le arañó la cara al soldado. Pero enseguida la cogieron entre varios mercenarios y la tiraron al suelo.

El hidalgo Siegward apretó a Marie contra su pecho, pero se detuvo para mirar cómo algunos de los hombres le arrancaban a Hiltrud la falda y las enaguas del cuerpo y el hombre rechoncho se le arrojaba encima en medio de los festejos incitadores del resto. Hiltrud pataleaba furiosa y lanzaba golpes al aire. Tuvieron que sujetarla entre seis para que el hombre pudiera penetrarla. Marie oyó sus jadeos excitados y hubiese querido taparse los oídos, pero el caballero le sujetaba los brazos en la espalda mientras frotaba su pubis contra ella. Para alivio de Marie, de pronto el cuerpo de Hiltrud se relajó. A pesar de la ira que sentía hacia el asesino de sus cabras, no había olvidado cómo debía comportarse una mujer ante una violación.

Mientras tanto, Gerlind y las otras prostitutas yacían también debajo de cuerpos de hombres jadeantes, mientras que otros de los mercenarios, que sabían que su turno les llegaría más tarde, sacrificaban y destripaban al resto de las cabras. Ahora Siegward von Riedburg pareció sentir que le había llegado el momento de dar rienda suelta a su excitación, ya que alzó a Marie, sosteniéndola de los antebrazos, y la cargó hasta su carpa, iluminada por una lámpara de aceite sencilla pero de mucha luz. Allí, dos hombres que estaban sentados jugando a los naipes lo miraron con gran expectación.

La semejanza entre el más joven y Siegward von Riedburg le hizo pensar a Marie que debía de tratarse de uno de sus hermanos. El otro hombre era bajo y corpulento, de espaldas anchas. Tenía los brazos largos y las piernas torcidas y cortas, lo cual lo hacía parecido al mono que habían visto con la troupe de juglares. Esa semejanza quedaba aún más de manifiesto al observar su barba negra y su cabello hirsuto. Llevaba puesto un pantalón de cuero ajustado y un jubón sin blasón ni emblema, como si fuera un siervo, aunque los Riedburg parecían tenerlo en alta estima, ya que Marie contó tres camas en el suelo, lo cual indicaba que el hombre dormía allí.

Las camas estaban tan mugrientas como si sus dueños se hubiesen revolcado en estiércol antes de dormir, y encima de las camas y en todas partes a su alrededor había prendas y armas tiradas en completo desorden. Sobre la mesa plegable del centro había tres vasos en medio de una montaña de naipes y pilas de monedas, y justo debajo, una jarra de vino vacía. Los hombres debían de haber bebido mucho, pues cuando Siegward le arrancó un beso, Marie sintió de golpe su aliento agrio.

—Desvístete —le ordenó.

Como ella no obedeció enseguida, le abrió el vestido de un tirón y le sacó los pechos.

—Así me gusta —exclamó riéndose a la vez que miraba a su hermano más joven, que bailoteó nervioso a su alrededor y preguntó si él también podría meterle mano.

—Ya sabes que nuestro padre no permite que toque a las criadas. Sólo te lo tolera a ti —le dijo a modo de disculpa.

—No debes tomárselo a mal, Siegerich. A fin de cuentas, las mujeres en nuestro hogar no sirven más que para atender a nuestro viejo carnero. Yo tampoco puedo tomar a cualquiera. Pero aquí puedes hacer lo que te plazca. Esta ramera es para todos nosotros.

Siegerich von Riedburg lanzó una risita estúpida y tumbó a Marie boca arriba sobre una de las camas. Cuando ella levantó la vista, Siegward estaba de pie sobre ella, mostrándole su miembro desnudo.

—No creo que hayas sentido uno de este calibre en toda tu vida, ¿no, ramera?

Marie podría haberle dicho que en realidad no estaba tan bien dotado, y tuvo que obligarse a simular el asombro que él esperaba.

—Oh, señor, me lastimaréis si hacéis lo que estáis pensando.

Siegward pareció muy halagado, sin embargo hizo un gesto de desdén.

—Bah, una mujer aguanta cualquier cosa. Y una ramera como tú, mucho más.

Su expresión no prometía nada bueno. Se dejó caer sobre Marie y la penetró con torpeza. Marie cerró los ojos y trató de relajar su cuerpo hasta dejarlo como una bolsa mojada. Sentía al hombre dentro de ella y sobre ella, y también sentía el dolor que le causaba su brutalidad, pero en su mente estaba viendo otra escena, una escena que durante los últimos años había reprimido como podía. De golpe, el que estaba jadeando y gimiendo encima de ella ya no era Siegward sino Utz, el cochero. Marie se puso involuntariamente tensa y abrió bien grandes los ojos. Pero allí solo estaban el hidalgo, con el rostro completamente enrojecido y el cuerpo erguido encima de ella, y su hermano menor, que bamboleaba su miembro por encima de su cabeza, como si no pudiera esperar a que le llegara su turno.

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