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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (4 page)

—Esta noche ya no lloverá.

Maese Matthis dirigió una mirada agradecida a su hija.

—Esas mercancías son demasiado valiosas como para arriesgarse. Así que ve, Linhard, y ayuda al siervo. Mientras tanto, Marie puede llenar nuestras copas. La mía ya está vacía otra vez.

Visiblemente nerviosa, la muchacha tomó la jarra y llenó la copa que su padre le había extendido. Los demás invitados vaciaron también el contenido de sus vasos y se hicieron servir nuevamente.

—Poseéis un vino excelente, maese Matthis. Ni siquiera el obispo Otto bebe un vino tan bueno como este, ¿no lo creéis, señor licenciado? Uno no puede decir que no cuando se lo ofrecen.

Maese Jörg bebió con visible placer y se hizo llenar el vaso nuevamente.

—La bodega de Su Eminencia está repleta de buenos vinos, pero estoy seguro de que él sabría apreciar la calidad de este.

El licenciado Ruppertus consideró que había llegado la hora de recordar a los presentes que mantenía excelentes relaciones con la corte de obispos.

Los demás conocían muy bien esas relaciones, pero de todos modos asintieron con respeto. Maese Matthis estaba henchido de orgullo. Este hecho confirmaba una vez más que no podría haber elegido un partido mejor para su hija.

Marie llenó las copas sin mirar al hombre con el que compartiría el resto de su vida. Debería sentir amor por él, o al menos estarle agradecida por su ascenso social. Sin embargo, el licenciado le resultaba cada vez más antipático, tanto que hubiese querido arrojarse a los pies de su padre para rogarle que lo rechazara. Pero ya era demasiado tarde para hacerlo. Marie miró el contrato de matrimonio desplegado sobre la mesa, ya firmado. La cera de los sellos parecía una mancha de sangre y Marie tuvo que apartar la vista del papel. Continuó sirviendo a los hombres con la cabeza gacha hasta que Linhard y Holdwin regresaron. Luego abandonó la habitación haciendo una pequeña reverencia dirigida más a los amigos de su padre que a su prometido.

Maese Jörg la siguió con la vista. Le brillaban los ojos.

—Vuestra hija es extraordinariamente bella. Al señor licenciado deben de abultársele los pantalones sólo de pensar en lo que le espera.

El vino también había surtido efecto suficiente en el tejedor de lienzo como para hacerle decir esa obscenidad, festejada con grandes risotadas por el resto de los presentes. Ruppert, en cambio, permaneció impertérrito. Soportó relajado todas las alusiones de doble sentido a su noche de bodas. Entretanto, se pasaba la mano por la barbilla, como si sus pensamientos estuvieran ocupados en algo muy distinto.

Capítulo III

Mientras los hombres seguían de fiesta, Marie y las criadas dormían hacía rato. El resto de los invitados no notó que el licenciado apenas había probado el vino, mientras que ellos se llenaban las copas una y otra vez. La lengua de maese Jörg se había vuelto tan pesada que apenas se entendía lo que decía, lo cual no le impedía continuar con sus largas anécdotas.

—Debéis reconocer que podríais haber tenido peor suerte con mi sobrina —le dijo maese Mombert a Ruppertus, mientras le pasaba un brazo alrededor del hombro y lo atraía hacia sí—. Si me permitís que os dé un consejo de un hombre experimentado a otro más joven, entonces…

Pero no pudo darle su sabia recomendación, porque en ese mismo momento golpearon violentamente en el portón de entrada.

—Voy a ver —dijo Linhard, abandonando la habitación antes de que su señor pudiese reaccionar.

Poco después, regresaba sin aliento.

—Señor licenciado, abajo hay alguien que desea hablar con vos. Dice que es urgente.

—¿Por qué no le hiciste subir? —preguntó maese Matthis, irritado.

A Linhard le temblaba todo el cuerpo, como si hubiese visto un fantasma.

—El hombre quiere hablar con el señor licenciado en privado.

—En ese caso, tendré que bajar.

Ruppert se puso de pie y descolgó su abrigo para protegerse del frío de la noche. Mientras sus pasos resonaban en las escaleras, los invitados se miraron intrigados.

—¿No habrá venido un mensajero de su padre para impedir que se case con vuestra hija? —La mueca del tejedor de lienzo demostraba a las claras cuánto le habría agradado un contratiempo semejante.

Maese Matthis rechazó esa posibilidad con un gesto enérgico.

—Ya hemos firmado y sellado el contrato de matrimonio y de herencia, de modo que el licenciado Ruppertus debe casarse mañana con mi Marie.

Mombert aprobó con un gesto las palabras de su cuñado.

—Además, el licenciado Ruppertus sería muy tonto si se echase atrás. Al fin y al cabo, mi sobrina aporta más bienes al matrimonio que los que el conde Eberhard von Württemberg otorgó como dote a su hija Úrsula. Y eso que su prometido era el conde palatino de Rheinburg.

—¿El licenciado se hará cargo de vuestros negocios? —preguntó con malicia maese Jörg.

Maese Matthis no se inmutó.

—Seguramente podré continuar al frente un par de años más. Después, ya se verá.

Cuando Ruppert regresó, su expresión era de terrible furia. Permaneció de pie frente a él, mirándolo con desdén, como si se tratara de un insecto repugnante.

—Matthis Schärer, ¡sois un falaz embustero! Me habéis ofrecido en matrimonio a una doncella virtuosa. Y resulta que vuestra hija es una asquerosa ramera que ya lo ha hecho con innumerables hombres.

Si la casa se hubiese venido abajo, el efecto sobre los cuatro hombres allí presentes no habría sido mayor que el que les produjo tal acusación. Jörg Wölfling y maese Gero se miraron estupefactos, con un sesgo de malicia, mientras que Mombert miraba confundido al licenciado y a su cuñado. El dueño de la casa intentó hablar varias veces. Pero el abundante vino le había paralizado la lengua, y no llegaba a comprender el alcance de aquella acusación.

—Os han contado una sarta de patrañas, yerno. Soy capaz de poner la mano en el fuego por mi hija… —logró articular.

—Pues entonces os quemaríais. Tengo un testigo que puede jurar que esto es cierto.

En ese momento, los sentidos ofuscados de maese Matthis comprendieron que la acusación del licenciado iba en serio y, entonces, descargó un puñetazo sobre la mesa furioso.

—¡Llamad a ese canalla para que lo estrangule por sus calumnias!

A una seña del licenciado, Linhard abandonó la habitación y regresó poco después con un hombre robusto, de mediana edad, vestido con el atuendo rústico de un cochero. Los ojos claros de aquel hombre se pasearon por la habitación hasta detenerse en maese Matthis.

Ruppert lo empujó hacia la mesa.

—Éste es Utz Käffli, un cochero al que conozco y considero un hombre bueno y honesto.

—Lo conocemos.

El tono de Jörg Wölfling no permitía entrever si pretendía apoyar el juicio de Ruppert sobre el cochero o no.

Maese Matthis se acercó tambaleándose y observó fijamente al hombre con la boca abierta.

—Por supuesto que lo conocemos. Este hombre ha trabajado para mí. ¿Qué significa esto, Utz? ¿Qué son esas mentiras que andas contando sobre mi hija?

El cochero se rió.

—¡No son mentiras! Que Dios me castigue si no estoy diciendo la pura verdad. Jamás habría dicho algo malo sobre Marie, pero sé que el licenciado Ruppertus es un hombre noble y distinguido a quien no querría ver caer en desgracia.

El tejedor de lienzo Gero se quedó mirando al cochero con enorme curiosidad.

—¿Has visto con tus propios ojos a algún hombre yacer con Marie?

—Yo mismo la he poseído varias veces.

—¡Canalla! ¡Traidor! ¿Cómo te atreves…?

Maese Matthis emitió un grito de furia e intentó ponerle las manos en el cuello al cochero. Ruppert lo evitó de un empujón.

—Aunque no os guste, Schärer, yo quiero saber la verdad. Continúa hablando, Utz. Los honorables señores que han firmado en calidad de testigos desean saber tanto como yo qué hay con la hija de maese Matthis. ¿Realmente se te ha entregado?

—Y no solo a mí. Sé de algunos otros que se han acostado con ella —aseguró solícitamente el cochero.

—¡Mentiras! ¡No son más que mentiras! —lo interrumpió maese Matthis gritando.

El cochero se irguió sobre la cabeza de su antiguo señor.

—No son mentiras. Puedo probar mis palabras. Vuestra hija no lo hacía gratis, sino que exigía dinero o regalos a cambio.

—¿Acaso insinúas que vendía su cuerpo como una prostituta?

La voz del licenciado Ruppertus dejaba entrever un rechazo y un asco tal que se contagió al resto de los hombres.

Utz se encogió de hombros.

—Bueno, la última vez le regalé una mariposa de nácar que traje de Italia.

Maese Matthis soltó una risa burlona.

—Mi hija no posee ninguna joya semejante.

—Eso es muy fácil de comprobar.

Ruppert les hizo señas a maese Jörg y a maese Gero.

—Señores míos, propongo que vayamos a la habitación de Marie y la registremos. Si encontramos una joya de nácar con forma de mariposa, sabremos que es culpable.

El tejedor de lienzo asintió con la solicitud de un aprendiz.

—Tenéis razón, señor licenciado.

Matthis Schärer resolló.

—¿Nácar? Bah, mi hija no usa esas baratijas.

Cuando sus invitados se pusieron de pie para ir a registrar la habitación de Marie, Mombert Flühi protestó.

—No deberías permitir esto, Matthis. Es tu casa, y es tu hija a quien están calumniando tan vilmente.

Maese Matthis descargó tal puñetazo sobre la mesa que el eco resonó en toda la casa.

—Tienes razón, Mombert. No tengo por qué permitir este atropello.

El licenciado Ruppertus miró con arrogancia al dueño de la casa.

—Os aconsejo que no os neguéis, maese Matthis, o me veré obligado a demandaros ante un tribunal.

—¡Pues demandadme entonces! —le chilló maese Matthis al hombre que hasta hacía unos momentos estrechaba contra su pecho henchido de felicidad.

Mombert, el cuñado de Matthis, luchaba contra el alcohol, que le nublaba las ideas, y sacudía la cabeza intentando aclararla. El asunto no le agradaba en absoluto y, por eso, se volvió hacia su amigo Jörg Wölfling, del gremio de artesanos, que además era miembro del Consejo de la Ciudad de Constanza.

—¡Haz algo! ¡El licenciado no puede mandar registrar la casa así como así, como si fuera el mismísimo gobernador imperial!

—En realidad, solo el tribunal de la ciudad tiene la facultad de disponer algo así —lo apoyó maese Jörg vacilante.

Pero antes de que pudiera insistir, Utz Käffli apremió a uno de los escribientes dándole un empujón. Linhard tragó saliva, visiblemente nervioso, se acercó a la mesa y levantó la mano.

—Perdonad, señores míos, pero mi conciencia… —se interrumpió, respiró profundamente y soltó el resto de sus palabras a tal velocidad que el resto de los presentes se quedó perplejo durante un instante hasta comprender el alcance de su acusación—. ¡Yo también me he acostado con la hija de mi señor!

En el salón se produjo un silencio tan imponente que se podría haber oído el sonido de una aguja al caer.

—¿Linhard? ¡Infame embustero!

Matthis Schärer se abalanzó tambaleando sobre el escribiente e intentó tomarlo del pecho, pero Utz retuvo al dueño de casa y lo depositó bruscamente sobre su silla.

—¿Todavía crees que estoy mintiendo?

Maese Matthis respiró profundamente, como si el cuello de su camisa se hubiese transformado de pronto en la soga de una horca, y se puso morado. "No puede ser", pensó desesperado. "Mi Marie fue siempre un ángel y los hombres jamás le interesaron." Pero ¿podía ser que el cochero y su escribiente pudiesen hacer semejantes acusaciones sin ningún fundamento? Matthis recordó con qué insistencia Linhard había pedido la mano de su hija. ¿Lo había hecho porque ella lo había complacido en algún rincón de la casa? Sus pensamientos estaban inundados de preguntas, y él no tenía respuesta a ninguna. Al mismo tiempo, un dolor punzante había comenzado a extendérsele por toda la cabeza hasta casi abrasarle el cerebro.

Maese Matthis estaba tan inmerso en sus pensamientos que ni siquiera notó cómo el licenciado Ruppertus señalaba el contrato y observaba a Jörg Wölfling con expresión severa.

—En calidad de damnificado, exijo registrar la habitación de Marie de inmediato. Además, quiero saber si los dos hombres que dicen haber compartido sus favores están dispuestos a ratificar bajo juramento sus afirmaciones ante el tribunal.

Utz alzó los brazos.

—¡Lo juraré cuando sea por todos los santos!

Linhard permaneció con la mirada perdida, como si tuviera que consultarlo con su conciencia. Después enderezó los hombros y alzó el mentón.

—Estoy dispuesto.

Por orden de Utz, el escribiente trajo una lámpara de sebo y encendió una de sus velas. Estaba tan compungido como si hubiesen acusado a su propia hija.

—Hagámoslo de una vez —dijo mientras miraba a uno y otro lado desesperado, como aguardando una orden.

Maese Jörg le quitó la lámpara y mostró el camino a los demás. Al llegar al umbral de la habitación de Marie, se detuvo y llamó a la puerta.

—Abre, niña. Tu padre quiere hablarte.

Poco después, Marie se asomó soñolienta.

—¿Qué sucede, padre?

—Marie, han hecho horribles acusaciones en tu contra —le explicó el tejedor de lienzo en lugar de Matthis.

La muchacha lo miró sin comprender.

—¿Qué queréis decir con eso, maese Gero?

—Aquí hay unos hombres que afirman que tú ya no eres pura y virgen, sino que te has entregado a los diabólicos placeres de la carne.

Su voz resonó en toda la casa y su mirada quedó cautivada con la figura de Marie, cuyas formas se delineaban con claridad bajo el delgado camisón.

Marie cruzó los brazos sobre el pecho; sentía vergüenza de hallarse casi sin ropa frente a hombres extraños.

—No os entiendo. ¿Qué se supone que he hecho?

El licenciado Ruppertus hizo a un lado al tejedor de lienzo y paseó su mirada asqueada sobre Marie.

—Aquí hay testigos, hombres honorables, que juran por Dios y por todos los santos haber fornicado contigo.

—¡Por la Virgen Santa, eso no es cierto! —Marie buscó a su padre con la mirada para pedirle ayuda y extendió los brazos hacia él, pero maese Matthis ni siquiera le prestó atención. Estaba reclinado contra la pared, jadeante, con la vista clavada en el suelo, como si se avergonzara de su hija—. Padre, ¿por qué te apartas de mí? ¿Realmente me crees capaz de algo tan horrible?

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