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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (9 page)

—Será un honor, señor.

Antes me había percatado de un ligero temblor alrededor de la boca del Crepúsculo cuando hablaba y ehora lo volvía a percibir.

—Y si no es en Aquinas II, sí que será pronto —murmuró como si se le hubiese ocurrido en el último momento. Entonces me promocionó a la categoría de amigo y confidente con una rápida sonrisa con la que intentó restar seriedad a su discurso—. Una raza cuyos sistemas de propulsión lograran un décimo de la velocidad de la luz podría colonizar la galaxia en algo así como diez millones de años, Gorrión. Nosotros mismos podríamos hacerlo. Comparado con la vida del universo, diez millones de años apenas son un parpadeo.

Se concentró en su pipa durante unos momentos y cuando volvió a hablar no estaba seguro de si se dirigía a mí o a sí mismo.

—Ya deberíamos haber empezado a tropezarnos con las colonias de alguna otra especie.

Había una inconfundible nota de preocupación en su voz y miré hacia las portillas, casi esperando ver una reveladora estela de luz que indicaría la presencia de otra nave cercana, una que fuera alienígena, peligrosa y una amenaza para toda la raza humana. Era terriblemente consciente de que éramos una nave de avanzadilla explorando lo desconocido y que representábamos lo más lejos que había llegado la humanidad y que también éramos la única nave que podría alertar a la Tierra de una invasión alienígena.

Tendí la mano para dársela al Capitán, para demostrarle que podía contar conmigo. En mi apresuramiento, rocé el pequeño cubo de plástico con sus diminutas flores atrapadas en su interior. Lo cogí antes de que saliera flotando a lo lejos y lo agarré con fuerza, asustado ante la idea de haberlo perturbado.

Era extraño el tacto. Debería habe aristas afiladas allí donde se juntaban las caras del cubo, pero no había ninguna. Estaba deformado de una forma sutil e imperceptible.

—Es un pisapapeles, Gorrión... un recuerdo de la Tierra. —El Capitán sonreía débilmente, observando mi reacción.

Abrió los dedos y me quedé mirando el cubo. Los bordes estaban redondeados allí donde el plástico se había... ¿deteriorado? Calor, pensé al principio, pero luego me di cuenta de que probablemente la
Astron
había estado a temperatura constante desde el día de su lanzamiento. El desgaste de los bordes debía deberse a la... ¿manipulación? Y si así era, ¿cuánto tiempo hacía falta para eso? Puse el cubo en su sitio y su base magnética se agarró a la superficie del panel.

—Las listas «
genealógicas
» —dije, repentinamente paralizado por la idea—. ¿A cuándo se remontan?

—A ciento dos generaciones. —Se volvió a concentrar en su pipa—. A bordo de la nave, una generación son veinte años aproximadamente.

La
Astron
llevaba dos mil años, quita o añade unas pocas décadas, en las profundidades del espacio. Más de cien generaciones de tripulantes habían nacido, vivido y muerto durante su viaje.

El guardia de seguridad se dirigía hacia mí; mi sesión con el Capitán había terminado. Le estreché la mano por última vez, disimulando mi sorpresa ante lo que acababa de decir.

—Los anteriores Capitanes estarían orgullosos de usted, señor —dije pareciendo tan pomposo como sólo puede parecerlo un chaval de diecisiete años, pero quería asegurarle que estaba dispuesto a marchar con su ejército.

Negó con la cabeza, todavía sonriendo ligeramente, todavía observando mis reacciones, todavía interesado en la dirección que tomarían mis pensamientos.

—Sólo ha habido un Capitán de la
Astron
, Gorrión. Ése es un honor que he tenido desde el Lanzamiento.

Durante un largo instante fui incapaz de decir nada.

—Lo-lo si-siento, señor —conseguí tartamudear al fin—. No lo sabía. —Sonó como si le diera el pésame más que como un intento por disimular mi estupor.

Su sonrisa se volvió sardónica.

—Lo sobrellevo lo mejor que puedo, Gorrión.

Para entonces el guarda ya estaba a mi lado y lo seguí hasta el pasillo, todavía incapaz de creerme lo que acababa de oír. ¿El Capitán era tan viejo como la nave? No se me ocurría ninguna razón por la que podría mentirme, así que lo acepté... y de repente me enfurecí.

¿Cuántas veces había dado ese discursito a otros tripulantes inexpertos e inmaduros? ¿Dos mil veces? ¿Diez mil veces? ¿Y cuántas veces había oído la misma respuesta? El ligero temblor alrededor de la boca mientras hablaba con él... Conocía todas las variaciones de memoria, había repetido en silencio lo que yo decía justo cuando lo estaba diciendo.

Lo siento señor. No lo sabía.

Y entonces comprendí lo corta que era mi vida comparada con la del Capitán, y al mismo tiempo sentí envidia y tuve miedo. El Capitán había logrado alistarse como amigo y seguidor con una facilidad ridícula. Bueno, ¿y por qué no? Sabía todo lo que había que saber acerca de los seres humanos; había tenido más de dos mil años para estudiarlos, para aprender a manipularlos.

Quería odiarlo por ello, pero no podía. La verdad es que quería creer desesperadamente en lo que me había contado, creer en un Capitán que me había dicho que me necesitaba, que me había hecho saber que me consideraba tanto un amigo como un tripulante de su nave, cuyos brazos extendidos habían abarcado brevemente toda la galaxia entera con sus miles de millones de estrellas y miríadas de formas de vida, que me había dado aquello que necesitaba en mi vida por encima de todo lo demás: propósito. Estaría dispuesto a hacer mucho por el hombre que me concediera eso.

Mientras flotaba por el pasillo de vuelta a mi compartimento, me recordé que el Capitán había llevado sobre sus hombros una responsabilidad aplastante durante dos mil años. No sólo cuidaba de todos nosotros, sino que lideraba a la tripulación en la culminación de ese destino para el que el
Astron
había sido lanzado hacía tantos años.

Si tenía que morir por alguien, sería por él.

Y entonces empecé a temblar de manera incontrolable, incapaz de negar lo que sabía desde un principio. Si quería que muriera, moriría, sí. Era el Capitán, y como tal tenía poder de vida y muerte sobre todos los que estábamos a bordo.

También era el hombre de mis pesadillas, el hombre de negro que podía ver las profundidades de mi alma.

6

N
o dormí bien el resto de ese período, y salí flotando de la hamaca agradecido cuando se encendió la luz de despertar. No me fue difícil encontrar el comedor de la división: seguí a mi nariz hasta un abarrotado compartimento de almacenaje en el mismo pasillo donde Cuervo y yo teníamos nuestros cubículos. Apiñados alrededor de unos cuantos cajoens metálicos, estaban reunidos Ofelia, Cuervo, Gavia, Zorzal y una docena de otros más, incluyendo a una mujer de edad de rostro agradable. Todos ellos sorbían colpasitazas de café caliente.

Había miembros de otros equipos de exploración aferrados a los estantes y soportes del compartimento: Halcón y Águila, dos quinceañeros que miraban todo con ojos como platos y que eran tan nuevos en la división como yo; Vencejo, guapo pero nerviosa, y casi tan tímida como Bisbita; Garza, taimado y de cara granujienta, que aparentemente había encontrado un héroe en Zorzal; y una chica delgada y fibrosa llamada Agachadiza con el cabello corto y ese aire de superioridad con el que tantas muchachas jóvenes se enemistan con los muchachos inmaduros.

Ofelia estaba presente, así como algunos de los líderes de los demás equipos. A la que nadie podía ignorar era a Porcia, gorda de lengua afilada, pero cuya virtud redentora era ser tan exigente consigo misma como lo era con los demás. Su amante y segundo al mando era un hombrecillo desaseado llamado Cartabón que rara vez tenía nada que decir excepto en apoyo de lo que ella hubiera dicho.

Casi no me di cuenta de la presencia de Tibaldo, pero también es cierto que nadie se percataba de la presencia de Tibaldo en un principio. Era un hombre envejecido, de barba gris y al que le faltaba una pierna. Posteriormente me contarían que la había perdido en un desprendimiento de rocas en Galileo II hacía veinte años. Era el jefe de la división de Planificación y mi superior inmediato cuando no estaba en activo bajo el mando de Ofelia. Tenía reputación de ser un hombre para el que resultaba fácil trabajar... si conocías tu trabajo.

El último, Banquo, tenía los ojos somnolientos y bostezaba. Musculado pero lastrado por la grasa, era miembro de Seguridad así como ayudante de líder de equipo. Se tomaba ambas cosas demasiado en serio y se sentaba a solas premeditadamente. Había sido Banquo el que me había despertado y conducido ante el Capitán unas horas antes.

Dije un «buenos días» a nadie en particular. La mayoría murmuró algo en respuesta y todos me estudiaron, intentando hacerse una idea de cómo era yo ahora. A mi vez, los estudié a ellos y me pregunté cómo había sido yo anteriormente.

Zorzal estaba posado en un rincón, que aparentemente era su lugar favorito para observar a los demás y tomar nota de todo. Todavía tenía el pelo apelmazado por las horas de sueño, y su rostro se distorsionaba ocasionalmente en un bostezo. Se dio cuenta cuando entré, pero sus ojos estaban fijos en Bisbita, que estaba ocupada introduciendo varias bolsitas de hojas y sustancias molidas en el dispensador de comida.

Cuervo me dedicó una única mirada y su expresión era hostil. Quería contarle lo de mi visita al Capitán, pero no podía hablar con él si él no me hablaba. Gavia tenía razón, me había comportado como un idiota.

Ofelia me divisó e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mujer que tenía al lado.

—Julda, compañera de Noé. —Su tono era cortante y parecía tan hostil como Cuervo, aunque no sabía de qué manera podía haberla ofendido.

Julda era una mujer regordeta, de sonrisa fácil a todos y a todo. Una matrona muy trabajadora, supuse, alguna tarea que otra en Hidropónica y una vida que giraría en torno a su compañero. Saludé con la cabeza, impulsado por un vago impulso cortés.

—Deberías hablar con Julda en algún momento —dijo Ofelia con retintín, bajando el tono—. Lo sabe todo acerca de las familias a bordo.

Agaché la cabeza, avergonzado. Julda me dedicó la misma sonrisa vacía que había visto antes en ella.

Zorzal ahogó otro bostezo con la mano, y luego comentó en voz alta para que todos pudieran oírlo:

—¿Qué te contó el Capitán sobre la
Astron
, Gorrión?

No sabía cómo se había enterado él, pero no intenté disimular mi entusiasmo:

—Dijo que quería descender con nosotros en Aquinas II.

—Estoy impresionado —se burló Zorzal—. No ha abandonado la nave en dos mil años.

En ese momento Tibaldo cobró via. Miró a Zorzal con desprecio, y luego se volvió hacia mí.

—No le hagas caso, Gorrión. Si el Capitán dice que bajará, bajará. —Sorbió su café, estudiándome con tanta atención como lo había hecho Zorzal. ¿Qué es lo que esperaba ver en mí?

Zorzal se encogió de hombros.

—Es un hombre viejo, no se acordará de lo que ha dicho.

Repentinamente me sentí avergonzado. Antes de eso no le gustaba a Zorzal, pero de ahí en adelante sería un enemigo activo. No me pareció una gran pérdida.

Garza me miró y sonrió sarcásticamente.

—Dos mil años... debe crujir al caminar.

Tibaldo se volvió contra él.

—Tienes que tener la edad del Capitán para tener visión, Garza. Eso es algo que no comprenderás.

Fueran cuales fueran los defectos de Zorzal, no me parecía un cobarde. No estaba seguro de eso respecto a Garza.

Zorzal sonrió y se rascó el pecho.


Una
visión, en cualquier caso.

—Cállate, Zorzal —dijo Ofelia secamente.

Zorzal se encogió de hombros y volvió a dedicarse a observar a Bisbita. Durante toda la escena, Banquo había refrenado su lengua, dejando las reprimendas a Tibaldo y Ofelia. Eso me sorprendió. Hubiera creído que si alguien allí era un hombre del Capitán ése sería Banquo.

El zumbido de las conversaciones volvió a reanudarse mientras Bisbita distribuía las bandejas del desayuno. Estaba tan interesado en la gente presente en el compartimento como lo estaba en la comida. Era fácil figurarse la cadena de mando, que seguía líneas generacionales. Estaba el Capitán y posiblemente unos cuantos hombres de confianza. Tras esos venían los jefes de departamento, como Noé y Abel, y finalmente los oficiales, los líderes de equipo como Ofelia y Tibaldo.

La mayor parte de las conversaciones del desayuno versaron sobre Aquinas II. Los miembros más jóvenes del equipo fanfarroneaban acerca de lo que harían cuando desembarcaran. Ofelia, Cuervo y los demás no decían nada en absoluto, ni se miraban entre sí de forma evidente, aunque estaba claro que estaban de acuerdo en algo.

El desayuno consistía en proteían texturada condimentada con la reserva secreta de especias de Bisbita y servida en envoltorios comestibles para mantenerlo todo junto. No tenía ni idea de qué se suponía que era, pero sabía muy bien. A mitad de la comida se oyeron grititos en el pasillo y tres niños irrumpieron atravesando la pantalla de intimidad. El más pequeño había calculado mal su velocidad y lo agarré por las piernas para impedir que chocara contra el mamparo. Giramos en el aire, los contenidos de mi bandeja salpicaron a los demás en el compartimento.

Mientras intentaba detenerme, el niño se aferró con fuerza a mi brazo y me miró seriamente a la cara con ojos solemnes. Era un chavalín rollizo de unos tres años al que reconocí como K2, uno de los niños a cargo de Bisbita.

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