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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (11 page)

7

T
ibaldo se aferró a la barandilla de cubierta de observación que daba a la sala de control principal, observándome mientras yo contemplaba a los tripulantes que pululaban alrededor del enorme globo de astrogación en la sala de control que había más abajo.

—No recuerdas nada de esto, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—No, señor; me gustaría recordar... lo he intentado.

Se deslizó por encima de la barandilla, haciéndome señas para que lo siguiera. Apartando a los operadores con un gesto de la mano, apretó la palma contra la terminal en el panel de control. La galaxia en el globo de astrogación explotó desintegrándose hacia el exterior en franjas luminosas que hicieron que la superficie del globo se asemejara a la punta de un pincel.

Las franjas se hicieron más finas y se desvanecieron, reemplazadas por una única estrella amarilla rodeada de siete planetas, los dos exteriores eran gigantes gaseosos, mientras que los internos eran de núcleo de hierro. El primero estaba demasiado cercano a la primaria para contener vida. El segundo tenía más posibilidades; el resto estaba demasiado lejos.

—Ésa es Aquinas II —dijo Tibaldo, señalando la estrella—. Estaremos allí en ocho meses. No hay señales de exploradores alienígenas, aunque es posible que nos tropecemos con alguno.

—¿Nos hemos encontrado con alguno anteriormente? —pregunté, sorprendido.

Asintió con la cabeza.

—Sin duda, aunque sólo unos pocos nos han causado problemas. Probablemente estaban tan asustados de nosotros como nosotros de ellos.

Exploradores. Sentí el súbito estremecimiento del peligro y al instante estreché los ojos esforzándome por mirar en el interior del globo en busca de estelas de impulsores imposibles de ver. Aquinass II seguía siendo demasiado pronto después de Seti IV, pero ese pensamiento se desvanecía.

Tibaldo volvió a poner la palma sobre la terminal y una columna de estadísticas desfiló por la superficie del globo.

—Tu trabajo consiste en emparejar la descripción física con el equipamiento necesario para cuando descendamos. Estate alerta ante cualquier cosa inusual que pueda ser importante para que los Talleres produzcan equipamiento espacial. —Se quedó pensativo mientras leía la hilera de números en movimiento.

—La composición me recuerda muchísimo a Midas IV... ¿te he contado algo sobre Midas IV, Gorrión? —Se percató de lo que había dicho, murmurando—: No, por supuesto que no.

Alzó la mano y el desfile de números en el globo desapareció.

—Inténtalo. —Me cogió la mano y me apretó la palma contra la terminal—. Cada terminal está programada para un número específico de funciones. Mueve la palma y la punta de los dedos... recuerda lo que ocurre y mira a ver si puedes re-invocar el gráfico que acabamos de ver. No olvides que la presión es tan importante como los toques.

La superficie blanda de la terminal se amoldó a mi mano. La sentí como carne viva, sensible a la presión, a los cambios de dirección y a la débil caricia de mis dedos. Era más silencioso y menos confuso que el habla, más rápido y preciso que usar un teclado.

Mi mente no recordaba nada, pero la palma de mi mano y mis dedos se acordaban de todo. Sólo me llevó unos instantes hacer que el gráfico original apareciera de nuevo.

Tibaldo gruñó su aprobación.

—Aprendes rápido, Gorrión, pero también es cierto que para ti esto siempre fue algo que se te daba instintivamente, no hay razón para que ahora no se te dé igual.

Volvió a examinar la columna.

—Sabes, casi morimos en Midas IV —dijo—. Teníamos los escudos alzados al alcanzar la órbita, nada podría habernos alcanzado... pero algo lo hizo. Vació el aire de una docena de compartimentos antes de que Control de Daños cerrara las escotillas. Jamás supimos con qué nos atacaban.

Mi admiración por Tibaldo crecía a cada palabra.

—¿Qué ocurrió cuando desembarcaron los equipos de exploración?

Se encogió de hombros, sin apartar la mirada de la imagen en el globo.

—No mucho. Los hijoputas estaban bien escondidos, no encontramos ni rastro. Pero el camuflaje es la forma más antigua de autoprotección... probablemente pasamos a su lado una docena de veces y no lo vimos.

Tras unos minutos, Tibaldo devolvió el uso de la terminal al jefe de computación, un tripulante gordo llamado Corin. Habia estado trabajando en otra estación y de vez en cuando miraba para ver mis progresos. No tenía ganas de irme; la terminal me era familiar y cómoda y estaba muy orgulloso de mi capacidad para operarla.

En el pequeño compartimento donde estaba ubicada Exploración, Tibaldo señaló dos tipos de trajes: los que necesitaban reparaciones y aquellos que estaban tan deteriorados que sólo servían para utilizarlos como repuestos. Inspeccioné la tela y las juntas, realicé un inventario rápido, y sentí cómo el sudor empezaba a empaparme los sobacos. Como astronave generacional, la
Astron
debió tener un enorme excedente de trajes en el Lanzamiento, pero eso fue hacía mucho. Los trajes disponibles actualmente habían sido parcheados y remendados cientos de veces; pocas piezas eran las originales.

Tibaldo enganchó una pierna alrededor del montante de una estantería y se cruzó los brazos al pecho. Estábamos solos y era hora de un discursito.

—Eres muy bueno con las terminales, Gorrión, eres uno de los mejores operadores a bordo. Siempre lo fuiste. Tienes una intimidad con el ordenador que ya quisiera para mí, que todo el mundo quisiera tener. Solía pelearme con Ofelia...

Se detuvo para estornudar y cuando volvió a hablar no se molestó en completar la frase. Me pregunté acerca de qué solía pelearse con Ofelia.

Rebuscó en su faldellín y sacó una pequeña pipa similar a la del Capitán. Bisbita era generosa con su cosecha, pensé.

Tibaldo inhaló profundamente de la pipa y contuvo el aliento. Sus ojos leyeron mi expresión.

—El Capitán y yo no competimos en nuestros vicios —dijo con voz ahogada—: No le importa; yo estoy destinado a Reducción tarde o temprano y él no. —Dejó salir el humo por las fosas nasales y se relajó, pero tuve la sensación de que volvía a estudiarme, preguntándose cuánto había cambiado yo.

—No te avergüences de lo que eras antes, Gorrión. Trabajabas duro, eras leal y un buen amigo. —Me dedicó una larga mirada—. Y lo sigues siendo, espero.

—Me han dicho que era alguien con el que resultaba fácil trabajar —dije con un rastro de sarcasmo, con la impresión de que Tibaldo repetía las palabras de Cuervo.

Negó con la cabeza.

—En realidad eras insoportable... eras un sabelotodo y además dejabas claro a todo el mundo que lo sabías todo. Tú y Zorzal, los dos sabíais puñeteramente demasiado.

Si Cuervo hubiera catalogado mis defectos en vez de mis virtudes le hubiera creído.

—No le caigo bien a Zorzal —dije de repente.

—A Zorzal no le cae bien nadie. Pero yo tendría cuidado cuando estuviera cerca de ese hijoputa, es una persona que... —Dejó que la frase se desvaneciera en el aire.

—¿Cómo es Laertes? —dije, cambiando de tema—. Usted trabajó con él.

Se encogió de hombros.

—Competente, valiente, sin malicia. Estábamos en el mismo equipo en Galileo II. ¿Te he contado que ahí fue donde perdí el pie?

Tanto él como Cuervo se habían desentendido de Laertes con un par de frases. ¿Tan mal les había caído ese hombre?

—Laertes... —comencé a decir.

Tibaldo se quitó la bota de agarre que le llegaba a la rodilla de la pierna izquierda y se retorció el muñón de lado a lado.

—No lo recuerdas, pero tengo una prótesis que encaja en el interior. Apenas echo de menos la de verdad cuando estoy allá abajo.

Laertes cayó en el olvido. No podía apartar los ojos del miembro mutilado de Tibaldo, de esa piel pálida con un entramado de cicatrices.

—¿Cómo ocurrió?

—Hacía de explorador. Galileo III era un planeta seco, de atmósfera tenue, pero todos sabíamos que existía una probabilidad de vida. Había agua bajo la superficie, no había que excavar muy hondo para encontrarla, y los casquetes polares eran en su mayor parte agua congelada. Estaba en un rover, quizá a unos dos kilómetros por delante de los demás, cuando los vi.

Inhaló profundamente de su pipa.

—¿A quiénese viste? —exclamé mientras Tibaldo retenía el humo en sus pulmones.

—Había tres de ellos —dijo después de exhalar—, estaban cerca de algún tipo de aeronave. Eran de mi tamaño, puede que algo más grandes. Quitina roja por piel, brazos y piernas articuladas como los de una langosta. Una cabeza allí donde esperarías encontrar una, ojos pedunculados. Horribles de contemplar. Me imagino que para ellos yo también sería bastante horrible.

Volcó la ceniza de la pipa en su palma y la mantuvo cerca de la rejilla del extractor, donde fue aspirada y desapareció en una nubecilla de gloria.

—Nos vimos mutuamente al mismo tiempo. Ellos tenían armas y yo no. Me agaché cuando dispararon y le dieron a las rocas que tenía encima. Me quedé atrapado bajo el desprendimiento... enterrado hasta la cintura. Pero antes de que el resto de la tripulación llegara hasta mí, mis tres amiguitos de piel roja subieron a bordo de su máquina y desaparecieron, volando bajo por encima de las colinas. No sé cómo lo conseguían en esa atmósfera tan tenue, pero lo hicieron.

—¿Nadie los vio? —pregunté boquiabierto.

Negó con la cabeza.

—Ésa es la ironía, Gorrión. Buscábamos vida pero nadie me creyó cuando dije que la había visto. Dijeron que era parte de mi delirio mientras esperaba ser rescatado.

—Y ahí fue cuando perdió la pierna.

—Amputación in situ —dijo con orgullo—. Sin anestesia. Durante mucho tiempo la seguí sintiendo. Abel lo llamó la sensación del miembro fantasma.

Los tubos luminiscentes empezaron a parpadear en rojo. El turno había acabado.

—Presenté un informe... el Capitán me felicitó. Algunos tripulantes no estaban de acuerdo, pero yo estuve allí y ellos no.

—¿Cuántos planetas has explorado? —pregunté. Ya me estaba preguntando si podía hacer que me transfirieran del equipo de Ofelia al suyo.

Extendió los dedos de su mano.

—Cinco. Aquinas II será el sexto. Pero esta vez, si me topo con algo en la superficie del planeta, me lo traeré.

Desenganchó la pierna del montante y se empujó hacia la escotilla.

—¿Has estado ya en Comunicaciones? Caton estaba hablando de ti. —Sonrió—. Por hablar de alguien al que jamás le caiste bien...

Una hora más tarde, cuando nos separamos, me dejó con una sensación de confianza y la certidumbre de que una vez fuimos buenos amigos e iguales de verdad.

No tenía recuerdos de qué había hecho para merecer ni la amistad ni la igualdad, pero por primera vez tuve una impresión de la persona que había sido antes. Era un buen operador, era uno de los mejores a la hora de maniobrar dentro de la nave, me gustaban los libros. Como había sugerido Julda, estaba descubriendo mi pasado en mi presente, estaba recomponiéndome.

Mi única decepción era que Tibaldo no me había contado nada sobre Laertes. Mentalmente tomé nota de preguntarle más cosas sobre él en el próximo turno.

Pero cuando salí, en realidad no pensaba en Laertes. Pensaba en naves alienígenas abriendo fuego sobre la
Astron
, sobre criaturas de dos metros de alto, de quitina roja por piel, ojos pedunculados que podían estar ocultas detrás de la colina siguiente esperando a emboscar heroicos exploradores como yo.

Sabía que soñaría con ellos en el siguiente período de sueño.

L
a vida se asentó rápidamente en una rutina una vez que tuve mi asignación de trabajo. A la hora de las comidas, me llevaba largas miradas de Cuervo y Ofelia, pero Halcón y Águila eran amistosos y bromeaban conmigo, así como los demás. Al principio todo el mundo tenía un interés extraordinario en lo que tenía que decir y guardaban silencio cuando hablaba. Gradualmente, eso cambió, aunque nadie perdió interés en mí por completo.

Sorprendentemente, Zorzal a veces me sonreía cuando nos encontrábamos, pero jamás me permitía ver qué había detrás de esos pálidos ojos suyos. Desconfiaba de él todavía más, sobre todo porque Garza seguía siéndome hostil. Seguía los pasos de Zorzal servilmente, por lo que pensé: tal perro, tal amo. Si hubiera habido alguna sinceridad en la sonrisa ocasional de Zorzal, Garza lo hubiera sabido y me hubiera dado uno o dos lametazos en los tobillos.

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