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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas

 

Gorrión despierta en una cama del hospital de una nave. Todo lo que puede recordar es la misión pasada, en la que ha resultado herido. No sabe quién es ni lo sucedido antes del calamitoso aterrizaje planetario. No recuerda a la gente que le rodea, ni sus nombres, ni lo que significan.

Con el tiempo, parece que todo se aclara: Gorrión tiene diecisiete años, la nave es la
Astron
, una nave interestelar que lleva dos mil años en el espacio buscando otra vida en la galaxia. De fracaso en fracaso, la
Astron
se enfrenta ahora a una dura decisión: ¿debe cruzar una enorme extensión de espacio conocida como la Oscuridad? Es un espacio vacío y el recorrido llevará un centenar de generaciones.

El capitán de la nave es un inmortal, el mismo capitán que comenzó el viaje, gracias a un tratamiento de longevidad que lo ha mantenido joven. El capitán insiste en atravesar la Oscuridad, la tripulación duda...

Con todo, los hechos no siempre son exactamente lo que parecen.

Frank M. Robinson

La oscuridad más allá de las estrellas

ePUB v1.0

juanmramos
28.08.12

Título original:
The Dark Beyond the Stars

Frank M. Robinson, 1991

Traducción: Xavier Riesco Riquelme

Editor original: juanmramos (v1.0)

ePub base v2.0

En recuerdo de Thomas N. Scortia 

y

Para Vincent Di Fate, Richard Berry y Alex Eisenstein

por su apyo más allá del cumplimiento del deber.

Notas y agradecimientos

El autor está en deuda con las siguientes personas por sus consejos y sugerencias:

Con Mark Hall de Berkeley por sus puntos de vista modernos sobre el hombre antiguo; con el doctor John O'Brien por la información sobre brazos rotos y traumas de urgencia; con el profesor Sidney Coleman de Harvard por los caprichos relativistas del tiempo a velocidades interestelares; con Maude Kirk por leerse partes del borrador inicial y ofrecer sugerencias de valor incalculable; con Robert Austin de Synetic Systems de Seattle por sus contribuciones sobre «realidades artificiales» y los ordenadores del futuro; con Jeff Windle, que compartió alegremente su entusiasmo por la escalada; con Charles N. Brown, cuyas impresiones sobre el subtexto en las novelas fueron de gran ayuda; y con Chuck Frutchey, Bob Stephens, Sherry Gottlieb, David Moloney y Richard A. Lupoff, todos ellos dieron valiosas sugerencias.

Mi agradecimiento especial para Debbie Notkin, mi editora oficial, y John Locke, mi editor oficioso. Me apresuro a echarles la culpa, entonces, por cualquier coma mal colocada, frase no demasiado bien construidas y cualquier otra cosa que el lector pueda encontrar en falta.

Y, por supuesto, una profunda reverencia a los relatos de «viajes largos» de Don Wilcox, Robert A. Heinlein y una miríada de otros autores. Encendieron la chispa de una imaginación juvenil y me condujeron a hacer mi propia contribución al género.

Los lectores interesados en la posibilidad de civilizaciones extraterrestres pueden dirigirse a los argumentos representados en
Are We Alone?
de Robert T. Rodd y James S. Trefil. Admito que me apropié de algunos de esos argumentos y recomiendo el libro a todo el que esté interesado en un análisis en profundidad sobre el tema.

Finalmente, un saludo y un adiós no demasiado entusiasta a los hombres langosta de
Galileo III
. Lamentablemente, nuestro amor por la fantasía ha animado a nuestra reluctancia a aceptar la dura realidad: si estamos solos en el universo, ¿con qué respeto deberíamos tratarnos los unos a los otros y a las demás formas de vida que habitan en la frágil Tierra?

FRANK M. ROBINSON

San Francisco, marzo de 1990

PRIMERA PARTE

Ella miró por encima de su hombro

En busca de viñas y olivos,

Ciudades de mármol bien gobernadas

Y navíos sobre mares oscuros como el vino;

Pero allí, sobre el brillante metal,

Con sus manos él había puesto en cambio

Un erial artificial

Y un cielo de plomo.

De «
El Escudo de Aquiles
»

W.H. AUDEN

1

L
o único que recordaba es que había visto cosas extraordinarias en la mañana del día en que morí.

Había ido con la tripulación de la lanzadera a las 0600, justo cuando el sol del sistema empezaba a proyectar una delicada neblina azul lavanda sobre el suelo del valle. Fui el último en descender por la escalerilla, y se me enganchó una bota en el último peldaño, así que tuve que lanzarme de manera desesperada hacia delante para evitar quedar tendido sobre la superficie del planeta que había debajo. Nadie pareció percatarse, pero los indicadores de estrés del interior de mi casco zumbaron y una mareante serie de lecturas aparecieron en mi visor, se detuvieron y luego volvieron a aparecer y desplazarse.

Incremento del pulso, incremento de la respiración, incremento de secreciones corporales
...

Hubo un parpadeo en la suave secuencia de números cuando un diminuto circuito se quemó, y solté una imprecación para mí. Había inspeccionado el equipo eléctrico y el visor del casco a bordo de la nave y sabía que alguien más del equipo tenía que haberlo comprobado después de que yo lo hiciera.

No debería haber ocurrido.

Agarré con más fuerza mi pequeña hacha de mano, reajusté la posición de la bolsa de muestras en mi cinturón de equipo y luego me volví para observar mientras el resto del equipo de exploración se subía al rover. Miraba directamente al sol y tenía que protegerme los ojos con la mano frente al resplandor. El polarizador del visor tampoco funcionaba. Me pregunté si de verdad habría funcionado alguna vez, y luego me di cuenta de que debió ser lo primero que había comprobado, aunque fuera simplemente porque era lo más fácil de comprobar. Era imposible que lo hubiera pasado por alto.

Volví a mirar a mi alrededor y al instante me olvidé del asunto, absorto por la sobrecogedora belleza del planeta.

Las dunas se extendían durante unos seis kilómetros descendiendo hasta un cañón poco profundo y su lecho seco mientras las colinas rosas se apiñaban bajo un cielo color melocotón. Había rojizas rocas porosas que estaban semiocultas por la arena arrastrada por los vientos, ¡arena!, y di una patada a una de las piedras con la potencia de mi flexo-bota, sonriendo orgullosamente ante la pequeña nubecilla de polvo que conseguí levantar. En un impulso, garabateé una
H
cerca de la roca.

Inmortalidad instantánea. O al menos hasta la siguiente tormenta de arena.

En el lado opuesto del cañón un volcán en escudo se alzaba hacia los cielos unos buenos diez kilómetros, sus estribaciones estaban a poca distancia del antiguo lecho del río. Tomaríamos muestras del lecho y de la escarpa del volcán, grabaríamos el terreno, y luego...

Sonreí. Haríamos todo eso, sí, pero también nos quedaríamos embobados ante el paisaje, daríamos patadas para levantar polvo y sólo tomaríamos la mitad de las mediciones que deberíamos tomar. No había exploradores experimentados a bordo, había escasas oportunidades para la exploración.

Volví a mirar hacia las figuras del rover y saludé con la mano, incapaz de borrar la sonrisa de mi rostro. Era el primer planeta sobre el que caminaba, la primera piedra a la que le daba una patada, el primer amanecer que contemplaba, las primeras nubes que veía...

Las lecturas de estrés volvieron a parpadear. Mis pulsaciones volvían a aumentar, así como mis secreciones... el interior de mi casco se había vuelto rosado con las luces de advertencia. Bueno, ¿y qué esperaba? Tenía suerte de que sudar fuera lo único que me pasaba. Además, el traje era
pesado
; el planeta tenía una gravedad de 0,8, mientras que a bordo de la nave no había ninguna excepto en el gimnasio.

Hubo un crepitar en los auriculares. Avancé como un pato hasta el rover y me subí, todavía boquiabierto ante el volcán y las sombras de su base. Me removí en el asiento de metal de forma que pudiera ver la lanzadera y la oscura sombra que se extendía desde los amplios discos de impacto de sus patas hacia el horizonte lleno de cráteres. El planeta era ideal, el cuarto planeta con superficie sólida contando desde la primaria, el último antes de los dos gigantes gaseosos. Una atmósfera de 47 milibares, principalmente de dióxido de carbono con rastros de vapor de agua y oxígeno. Temperatura media, 210 Kelvin...

El rover se detuvo con una sacudida en el fondo del lecho del arroyo. Me giré, sobresaltado. O bien el rover había tardado menos de lo que creía o había estado demasiado absorto con el paisaje.

Una vez más mis auriculares crepitaron. Incliné la cabeza e intenté descifrar las palabras, pero no pude. Un miembro del equipo se descolgó del rover, dio unos cuantos pasos, se estiró, y luego volvió atrás laboriosamente en busca de su bolsa de muestras. El sol destellaba en su visor, convirtiéndolo en un espejo dorado moteado de puntos desgastados a través de los cuales podía captar un vislumbre de la forma del rostro. No sabía de quién se trataba.

Otro estallido de crepitaciones. Fruncí el ceño y me golpeé un lado del casco con la mano derecha enguantada, entonces me incliné hacia delante y le di unos golpecitos en el hombro al tripulante que tenía enfrente. Se giró hacia mí, pero el sol también doró su visor y no pude ver su cara. Esperó en silencio mientras yo me señalaba los auriculares, luego se encogió de hombros y fue a reunirse con su compañero.

No iban a volver a la lanzadera sólo porque yo no podía comunicarme con ellos; no con todo un planeta por explorar. El conductor arrancó el rover y una vez más dimos botes a lo largo del lecho en dirección a la escarpadura del volcán, dejando atrás a dos miembros del equipo para que inspeccionaran la planicie.

Me quedé mirando el escenario, fascinado. Era el tipo de paisaje estándar para un planeta de núcleo de hierro de este tamaño, temperatura en superficie y distancia de su primaria: una mezcolanza de rocas, arena, afloramientos pétreos, lechos secos de antiguos ríos, dunas interminables, cráteres innumerables y volcanes gigantes. Casi todo lo que me rodeaba reflejaba tonos de óxido de hierro, aunque la ocasional veta amarilla era indudablemente azufre. El paisaje tenía color, forma y textura... todo lo que esperaba y más.

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