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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (6 page)

En el camino de vuelta, eché un vistazo a varios de los cubículos de habitaciones, ahora carentes de los lujosos tapices y el mobiliario elegante. Eran celdas diminutas, equipadas con hamacas de cuerda y la ocasional mesa de plástico, alguna que otra estantería atornillada a un mamparo... y poc cosa más.

Frené de manera más experta cuando volví a entrar en la enfermería esta vez, y me arranqué bruscamente el antifaz. Las portillas y las estrellas volvieron a aparecer, así como el quirófano y su maquinaria ilusoria. Mis compañeros pacientes seguían con sus asuntos, ignorándome de la misma forma que lo habían hecho antes. Sostuve el antifaz ante mis ojos y volví a estar a solas con Bisbita.

«Tengo diecisiete años —pensé con amargura—, un joven marinero a bordo de una nave vetusta que se dirige Dios sabe adónde.»

Bisbita se estremeció ante la expresión de mi rostro:

—Te has olvidado del atrezo de los compartimentos —dijo. Y luego irrumpió en lágrimas.

Yo era joven, y lloraba con demasiada facilidad. Pero esta vez las lágrimas estaban más allá de mi alcance.

4

P
asé dos períodos más en la enfermería, la mayor parte de los cuales estuve sometido a las pruebas de Abel, que aparentemente quería asegurarse de que mis huesos rotos estaban curados y que estaba listo para volver al servicio. Me toqueteó y me palpó, lleno de «hmmms» con poca convicción y variaciones de «¿Te duele esto?». Yo llevaba puesto el antifaz sobre los ojos y los oídos, pero ni él ni Noé hicieron ningún comentario.

—Está sano —gruñó finalmente Abel—. Ya estás bien para trabajar, así que podrás ganarte lo que comes.

Me molestó su actitud, me molestaba la nave y me dio un arrebato de sarcasmo:

—Pues soy su único paciente, y bien que parece que come usted bien.

Noé disimuló una sonrisa, pero los rollizos rasgos de Abel se endurecieron con el insulto.

—Nadie enferma a bordo de la
Astron
, sólo envejecen. ¿Me vas a echar a mí la culpa de eso?

—Realizamos varias funciones diferentes —suspiró Noé—. Sé paciente con nosotros. Y contigo mismo. —Su intención era buena, pero mi cinismo era demasiado reciente para apreciarla.

Al siguiente período Bisbita me contó que me había reasignado a Exploración. Tenía que presentarme allí inmediatamente.

No tenía nada que recoger; mi faldellín era mi única posesión. Titubeé fuera de la escotilla, con Bisbita a mi lado, sin saber cómo despedirme. No había hablado con ella desde que descubrí la verdadera
Astron
y la acusé de engañarme de forma deliberada. Recordé demasiado tarde que probablemente me había salvado la vida. Me sonrojé y me aparté; quería darle las gracias pero la timidez de mis diecisiete años me volvió mudo.

Bisbita era más lista, y más compasiva, que yo.

—Espero que recuperes la memoria, Gorrión —me dijo. Me besó ligeramente en la mejilla y volvió a introducirse en la enfermería quedando oculta detrás de la pantalla de intimidad. Me quedé con mis disculpas en los labios.

Era el final de un turno y los pasillos estaban llenos de tripulantes que se dirigían a sus cubículos o a los diferentes talleres. Estaban desnudos excepto por sus faldellines, coloreados según la división en la que trabajaban, y sus cinturones de herramientas. Como los caduceos de Noé y Abel, tenían dibujados al hombro la insignia de sus especialidades. Unos cuantos me saludaron, pero los niños que jugaban en los pasillos laterales se me quedaron mirando en silencio mientras pasaba.

Era un hombre sin pasado, una aberración, y todo el mundo lo sabía. Me preparé para que me tuvieran lástima y para que me trataran de forma paternalista.

Para lo que no estaba preparado era para la realidad.

Exploración estaba tres niveles por debajo y me deslicé en la división sin que nadie se diera cuenta. La primera vez que había visto el compartimento me había parecido ordenado y escrupulosamente limpio, el equipo cuidadosamente dispuesto en hileras militares a lo largo de la cubierta.

Todo seguía bien asegurado pero ahora el compartimento apestaba a viejo, el polvo se acumulaba en masas compactas en las esquinas, los vetustos trajes de exploración seguían teniendo la forma de los últimos tripulantes que se los habían puesto. Estaba colmado de asistentes técnicos como yo y en el aire había un denso hedor a sudor y perfume herbal.

Ofelia había colocado un mapa estelar en el mamparo y estaba a su lado, señalando varias áreas según hablaba. Su público aburrido colgaba de abarrotadas mesas de trabajo o de asideros en los mamparos, como murciélagos en una cueva. Me abrí paso entre hileras de antiguos sistemas de soporte vital y pequeñas pilas de piezas de motores cubiertas con una densa capa de polvo y grasa coagulada. Había un rover abandonado en un rincón, con heridas abiertas en el chasis allí donde lo habían utilizado para extraer piezas de recambio. Me acerqué flotando y me tumbé en el asiento bueno que le quedaba al vehículo.

Eché un vistazo rápido a Cuervo y al amigo de éste que había estado él a bordo de la lanzadera, ambos sentados como pájaros en sus perchas cerca de mí. Ninguno de los dos se dio cuenta de mi presencia. A unos pocos metros de distancia, en otro rover que carecía tanto de ruedas como de un asiento trasero, un asistente técnico de mi edad contemplaba a Ofelia obedientemente con la mirada sin pestañear de los que están profundamente domridos. Cerca de mí, oculto por una fila de vetustos trajes de exploración, un joven aprendiz de maquinista exploraba otros intereses con una muchacha, ambos ignorantes de mi mirada.

El tripulante que una vez me deseó la muerte, y que se había pasado horas en la enfermería estudiándome, estaba agazapado en el mamparo del fondo. Lo hubiera reconocido sólo por su pálida piel, la piel tan fina y carente de vello que podías ver el temblor de los músculos individuales por debajo. Se mordía una uña, ignorando a Ofelia y observándome. Aparté la vista, pero pude sentir cómo se me erizaba el vello de la nuca.

Me olbigué a olvidarme de los demás y a concentrarme en lo que decía Ofelia. Habría ejercicios de aterrizaje en la cubierta del hangar, familiarización con el equipo, asistencia obligatoria al gimnasio rotante para que pudiéramos adaptarnos a un entorno con gravedad, y una interminable lista de lecturas sobre fauna y flora planetaria.

Todo eso ocuparía una gran fracción de nuestras vidas, nos aseguró Ofelia. Nos acercábamos a Aquinas, que tenía al menos un planeta en la ZCH, la zona continua habitable que rodeaba a la primaria. Conforme nos acercáramos y nuestros espectómetros recogieran más información, los ejercicios de entrenamiento serían más y más intensos y específicos. Ee esperaba que el tiempo estimado de llegada fuera de unos ocho meses.

¡Ocho meses!

Demasiado pronto, pensé, sobresaltado. Aunque viajáramos a una velocidad cercana a la de la luz desde que dejáramos Seti IV, seguía siendo poco tiempo. Los sistemas planetarios no suelen estar tan próximos...

—Eso es todo —anunció Ofelia repentinamente—. A la misma hora, en el mismo lugar, dentro de dos turnos. Los que se queden dormidos tendrán trabajo extra... los nombres serán publicados en una lista.

Hubo un gemido colectivo. Mis compañeros técnicos salieron en desbandada hacia el pasillo, en dirección a sus alojamientos, el gimnasio o el comedor de la división.

—Duncan —dijo repentinamente una voz. Un ingeniero mayor y de rostro enjuto se había acercado para sacudirme la mano—. Alcatraz —me dijo una mujer joven, con la mezcla justa de reserva e interés. Luego le tocó a Roe, un regordete experto en electrónica de sonrisa nerviosa, luego al chulito amigo de Cuervo, el de la sonrisa torcida y la voz cascada, que me dio una palmada en la espalda, riéndose cuando me sobresalté—. Gavia, me alegro de que hayas vuelto, Gorrión. —A bordo de la lanzadera había sido mucho más contenido, pero eso fue cuando creía que me moría.

La mayoría de los demás se presentaron por turno después de él, y el tripulante pálido fue el último. Era más alto que yo por uno o dos centímetros y parecía tener veintipocos años. Su piel tenía un aroma que era vagamente agradable, como las especias que Bisbita había aplastado entre sus dedos. Sus ojos claros eran firmes y de expresión abierta, aunque seguía sin poder leer qué es lo que ocurría detrás de ellos. Me cogió la mano antes de que pudiera retirarla.

—Me alegro de que hayas sobrevivido —dijo—. Mi nombre es Zorzal. —Su voz era tersa y acariciante como la seda.

Me quedé mirándolo, sin saber cómo reaccionar, mientras él me escrutaba la cara, leyendo mi estado de salud con más precisión de la que jamás tuvo Abel. Todavía estaba débil físicamente y era psicológicamente vulnerable, y él lo sabía. Me tocó ligeramente en el hombro, luego se precipitó volando hacia el pasillo. A unos pocos metros de distancia, se retorció ágilmente en el aire dando una voltereta para dedicarme una amplia sonrisa.

—¡Bienvenido de vuelta, Gorrión! —Las palabras resonaron en su estela como una cinta ondeante de terciopelo.

Todavía seguía mirando cuando Ofelia, cortante, dijo:

—Gorrión.

Agarré una anilla y me giré. Ofelia tenía los ojos entrecerrados en un ademán vagamente hostil, su tono era brusco.

—Tienes que ponerte al día en muchas cosas. Tendrás que hacerlo casi todo por tu cuenta, pero Tibaldo te ayudará y yo también. Si necesitas ayuda, pídela, de lo contrario daré parte de tu comportamiento si se resiente tu trabajo.

Era más una orden que un ofrecimiento. No esperó una respuesta. Contemplé cómo se marchaba. Sus piernas musculosas daban fuertes patadas contra los mamparos cuando doblaba una esquina. Casi era una matrona, pero seguía siendo una mujer impresionante. Una a la que admiraba de la misma manera que se puede admirar un cuadro hermoso o una escultura.

Sólo quedaban Gavia y Cuervo. Supuse que me habían asignado a Cuervo para que me echara un ojo y me sentí irritado de repente. No necesitaba una niñera o a un guardaespaldas.

—Ofelia te ha pedido que me vigiles, ¿no?

Su expresión indicaba que le habría herido.

—Me presenté voluntario, Gorrión. Y no es para vigilarte, es para enseñarte las cosas.

Recordé su torpe preocupación por mí a bordo de la lanzadera y me sentí avergonzado.

—No sé dónde vivo —admití.

Fue rápido en sonreírme.

—¿Amigos?

Asentí y sentí que el resentimiento me abandonaba. Se rió, me dio un golpe en el brazo, y luego se giró y salió disparado por el pasillo, seguido de Gavia. Fui tras ellos, saltando por encima de sus hombros. Cuando los alcancé, estuvo a punto de entrarme el pánico cuando Cuervo casi se estrella contra la cubierta de metal. Agarró una anilla para frenarse y continuamos persiguiéndonos por tres niveles y dos cubiertas, ignorando los gritos de enfado de los tripulantes en los pasillos menos iluminados en los que los tubos luminiscentes se habían fundido. Pese a lo expertos que eran Cuervo y Gavia en volar por los pasillos, me sorprendí a mí mismo siendo mejor que ellos.

Finalmente frenaron hasta detenerse en frente de un compartimento con una pantalla de intimidad a medio camino de un corto pasillo.

—Éste es el nuestro —jadeó Cuervo. El tuyo es el de al lado. Vamos, entra.

L
os seguí atravesando la pantalla de intimidad al interior de un cubículo muy parecido a los que ya había visto antes. Había un desgastado acolchado plástico pegado a la cubierta, una estrecha repisa que salía de un mamparo para sostener una vieja terminal de palma, otra más amplia que servía de mesa y dos hamacas de cuerda que pendían de ganchos cerca de una pequeña taquilla. En frente de la taquilla había un conjunto de aparatos de ejercicios con resortes y cables. A juzgar por los brazos y los hombros de Cuervo, los usaba a menudo.

El otro mamparo estaba cubierto con un gran modelo en espuma de un cañón de tipo terrestre, y sobre él había un dibujo en tablilla de un arroyo en un claro del bosque. Ambos eran de factura exquisita.

Gavia rebuscó en la maltrecha taquilla y sacó una armónica y se puso en un rincón, enganchando los pies en una de las anillas del suelo. Me observó, con curiosidad, mientras tocaba escalas en el instrumento. Era algo más reservado que Cuervo; recelaba de mí y era protector con su amigo.

Cuervo usó el extremo de su faldellín para limpiarse el sudor del pecho.

—Quítate el antifaz, Gorrión, quiero mostrarte algo.

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