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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (13 page)

Cuervo miró frenéticamente a su alrededor y me susurró:

—¡Silencio!

Me quedé inmóvil, flotando ligeramente en las erráticas corrientes de aire. Pero no había sido la orden de Cuervo lo que me había dejado paralizado, eran las voces, nítidas y claras en medio del silencio.

—... día para un picnic...

—... lo llamó... Lincoln está mejorando...

—... se hirió en la caída que tuvo en Bishop VI...

—... un drama visual donde las colinas alcanzan el cielo...

—... a esto lo llamaban ponche...

Gavia apareció flotando a través de la escotilla, riéndose. Cuervo le enseñó el puño, enfurecido en parte, y Gavia flotó hacia el otro extremo del compartimento, todavía riéndose.

—No pude encontrar la proyección, sólo el audio. Parece algún tipo de fiesta.

Cuervo me observaba con mucha atención, ignorando a Gavia que al ver la expresión en mi cara se calló al instante.

—¿Qué pasa? —preguntó Cuervo.

—Las voces.

Me concentré, intentando filtrarlas de forma que pudieran seguir las conversaciones. Nombres, necesitaba nombres... pero los nombres no aparecían.

Cuervo suspiró.

—Son de hace muchísimo tiempo, Gorrión.

Salí de mi ensoñación con una sacudida.

—De hace muchísimo tiempo —concedí. Lo que no le dije es que las voces habíandespertado recuerdos dormidos, que varias de ellas sonaban a gente que había conocido. Rostros familiares que flotaban en el fondo de mi mente y que se desvanecían antes de que pudiera asocialres nombres o experiencias a ninguno.

Hidropónica era otra de nuestras paradas favoritas; una vez me enfermé por comer lo que más tarde descubrí que eran tomates verdes.Otra vez consumimos casi la mitad de un bancal de fresas antes de que la culpabilidad nos detuviera finalmente. Cuervo se quedó callado y supe que estaba pensando que Bisbita le acusaría de robar la fruta y que no le hablaría durante media docena de períodos.

Envidié a Cuervo las atenciones que recibía de Bisbita e incluso le envidié la furia de ella que caería sobre él. En mi mente me representaba muchas veces a mí mismo en ese papel, sólo que con Agachadiza haciendo la parte de Bisbita.

A menudo iba a ver las representaciones de la cubierta hangar porque Agachadiza salía en ellas. Me enamoré de ella como Julieta y tuve pensamientos lascivos cuando hizo de Cleopatra frente al César de Noé. Tenía una habilidad para actuar que pocos tenían, aunque Ofelia estaba perfecta en el papel de Lady Macbeth.

Para mi sorpresa, uno de los mejores actores era Gavia, que tenía un papel estelar haciendo de un personaje llamado Lanzadera en una obra acerca de la antigua Grecia. Tocaba la armónica y bailaba al son de una cancioncilla que había compuesto para que encajara con las palabras de la obra: «rocas rabiosas y estremecedores estampidos»
[2]
. El aplauso fue tremendo y Gavia fue la estrella de la función, aunque llegó a hartarse de las palabras y la cancioncilla; todo el mundo se la cantaba cuando aparecía a la hora del desayuno o se cruzaba con él en los pasillos.

Según nos acercábamos al sistema Anquinas, Cuervo parecía más preocupado e inquieto. Cuando estaba con él, había largos silencios. Cuando parecía que estaba a punto de contarme algo, entonces cambiaba de idea y se echaba atrás. En un período, después de haber ido a ver una representación de entretenimiento, esperó hasta que el pasillo estuvo desierto y entonces tiró de mí hasta llevarme a un compartimento vacío. Cerró la pantalla de intimidad y apretó la palma contra la terminal para activar el atrezo.

Un instante después, estábamos en una cueva con un cálido fuego a nuestras espaldas y un cielo nocturno resplandeciente de estrellas más allá de la entrada de la cueva. En algún lugar de la oscuridad ululó un búho y animales pequeños se movieron entre la maleza. Me estremecí cuando aulló un lobo en el bosque que se veía a lo lejos.

—Vengo aquí cuando quiero estar solo —dijo Cuervo en voz baja—. Me gusta contemplar las estrellas y ponerme a pensar.

Se sentó en el suelo rocoso de la caverna y yo me senté a su lado, con las rodillas a la altura del mentón de forma que tocaba con el trasero el metal de la cubierta. Debería haberme quedado en silencio y haberle dado así la oportunidad de hablar, pero por alguna razón había empezado a pensar en Reducción. No me quitaba de la cabeza la imagen de la tela negra sobre la cámara de almacenaje que contenía a Judá.

—¿A dónde vamos cuando morimos, Cuervo?

Era una pregunta infantil, y me sentí avergonzado en el mismo momento en que la hice.

—¿A dónde vamos? —repitió Cuervo, sorprendido—. A Reducción, por supuesto.

—Después de eso.

Se encogió de hombros.

—Volvemos al Gran Huevo, supongo... ahí es a donde va toda vida tarde o temprano.

Estar allí sentado en la oscuridad al lado de Cuervo era lo más cerca que había estado de otro ser humano desde que Bisbita me abrazó después de una de mis pesadilla. Sólo por un momento, me dejé llevar por mis emociones.

—¿Alguna vez te sientes solo, Cuervo?

No estaba pensando en Cuervo, por supuesto. Estaba pensando en mí y en Agachadiza.

—No, no me siento solo —dijo al fin—. Supongo que hay otros que sí. Algunas personas siempre se sienten solas, nacieron así.

No añadió un «pobres desgraciados» pero supuse que lo pensaba y me pregunté si eso me incluía a mí. Se removió inquieto en la oscuridad.

—¿Gorrión?

—¿Qué?

Titubeó durante un momento, luego cambió de idea y dijo:

—Olvídalo.

Debería haber animado a Cuervo a que me dijera qué era lo que le preocupaba, pero la perspicacia viene con la edad y yo era demasiado joven.

—¿Crees que alguna vez los encontraremos? —Mi mente volvía a divagar y buscaba las estelas de propulsores entre las estrellas.

—¿Encontrar a quiénes?

—A los alienígenas de Tibaldo.

Secamente:

—No, no creo.

—No crees que existan, ¿verdad?

Cuervo no respondió, sino que se levantó y se empujó hasta la terminal. El cielo nocturno y la caverna se desvanecieron.

—Nos espera un turno de trabajo, Gorrión. —No me miró pero agarró una de las anillas del mamparo y se impulsó con una patada para atravesar la pantalla de intimidad.

Finalmente sentí su decepción y me pregunté qué sería de lo que quería hablarme.

No tuve que esperar mucho para descubrirlo.

Durante toda una semana, el principal rumor era que después de Aquinas II la
Astron
haría un cambio de rumbo importante. No le presté mucha atención, con la idea de que no afectaría demasiado a mi vida. Pero en un cierto período, tras una reunión a primera hora, Ofelia me dijo que me pasara de visita a la hora de comer, sugiriendo que necesitaba ayuda para ponerme al día. Me preocupó tanto que cuando fui de visita, no tenía nada de apetito. No estaba sola, y no supe si sentirme aliviado o decepcionado. Mi imaginación me proporcionaba varios motivos tanto para su preocupación original como para la hostilidad en la que ésta había mutado gradualmente.

Cuervo asintió cuando entré flotando; tampoco parecía muy amistoso. Gavia había estado tocando la armónica sin hacer demasiado ruido y en ese momento se la guardó en el faldellín. Corin, el jefe de computación, estaba presente pero parecía tan nervioso y disgustado que me pregunté por qué estaba allí. Agachadiza me saludó con la cabeza, con expresión reservada y distante.

Cuervo dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular:

—Aseguraré la escotilla. —Y empezó a cerrar y asegurar la escotilla de metal de verdad. Estaba asombrado. Las pantallas de intimidad siempre habían sido suficientes para la intimidad. La escotilla cerrada y asegurada era una precaución añadida, pero no tenía ni idea de por qué o contra quién.

Ofelia trabajaba con Noé en el pequeño dispensador de comida. Levantó la vista y me dijo:

—Estaremos listos en un momento.

Su tono era neutro y no me decía nada. Todo el mundo se había callado cuando entré en el compartimento y me di cuenta de que la comida era un pretexto... se trataba de una reunión de partes interesadas. Y el objeto del interés de esas partes era yo.

La comida era una insípida papilla de proteína sin especias añadidas ni forma. Había engullido la mitad de la papilla cuando Noé dijo:

—Deberías ignorar a Zorzal, Gorrión. No tiene respeto por la autoridad.

Me quedé desconcertado, no había pensado en Zorzal para nada. Pero dije:

—Pues debería. El Capitán es un gran hombre.

—Eso es lo que dice Tibaldo —dijo Ofelia levantando la vista de su bandeja. Evidentemente pensaba que repetía las palabras de Tibaldo como un loro.

Hubo otra larga pausa sólo interrumpida por el sonido de los utensilios contra las bandejas.

—Michael Kusaka fue una buena elección como Capitán —dijo Noé. Y por alguna razón eso me pareció muy diferente a afirmar que era un buen Capitán. Nadie añadió nada más y me tomé su silencio como un desafío.

—Cuando vi al Capitán, me contó el propósito de la
Astron
, por qué estamos aquí y qué se supone que debemos hacer. —Sentí cómo me volvía algo del entusiasmo de aquel momento y sonreí al recordarlo—. Dijo que yo era importante para la nave como lo era él mismo. No es cierto pero le agradezco que lo dijera.

Noé asintió, aparentemente de acuerdo.

—Todos nosotros somos importantes para la nave —dijo, y otra vez quería decir algo diferente a lo que decían sus palabras.

Ofelia se debatió por controlar su lengua, perdió la batalla y estalló:

—En el momento del Lanzamiento, Michael Kusaka pudo haber sido una buena elección como capitán. Ahora no lo es.

Me la quedé mirando, conmocionado. No sabía qué decir. Todos los demás parecían concentrados en sus bandejas; pero que todos estaban de acuerdo con Ofelia era obvio.

—Si el Capitán muriera —dijo Noé sin levantar la cabeza—, ¿bajo quién te sentirías... honrado... de servir, como sustituto?

Era una pregunta extraña, pero la respuesta era fácil.

—Tibaldo.

—Supuse que dirías eso —murmuró Noé.

—Tiene el mismo sentimiento por la nave que el Capitán —barboteé—. Probablemente sabe más que nadie por qué estamos aquí. ¡Incluso dio su pierna por la misión en Galileo III!

—Amputación in situ, ¿no es eso? —El sarcasmo de Ofelia era palpable.

La miré, sobresaltado.

—¿Cómo?

—Tibaldo perdió su pierna, le fue amputada sobre la marcha en Galileo III. ¿No es eso lo que te contó?

Miré a Corin, que apartó la mirada rápidamente. Le había contado a Ofelia mis conversaciones con Tibaldo, pensé con enfado. El Capitán no era el único que tenía informadores.

—Sí —contesté, indignado ante la traición—. Fue muy valiente al...

—Galileo III —me interrumpió Ofelia friamente—, es un planeta virtualmente sin atmósfera. Hubiera supuesto una muerte instantánea si hubiéramos abierto su traje. Le amputaron el pie en la lanzadera mientras todavía estaba conmocionado y delirando por el accidente. —Sonrió sarcásticamente—. Es fácil ver alienígenas si estás delirando.

Miré a los demás en busca de apoyo, pero ninguno me miró a los ojos. Una vez los consideré amigos, ahora parecía que todos se habían convertido en mis enemigos.

—Yo estaba allí —afirmó Corin nerviosamente—. Cuando Ofelia y yo encontramos a Tibaldo, estaba delirando. No había forma de hacer nada por él hasta que no volviéramos a la lanzadera.

No habían creído la historia de Tibaldo sobre los alienígenas. Y yo no quería creerlos a ellos. Si lo hacía, sospechaba que tendría que creerme lo siguiente que me contaran, y lo siguiente después de eso. Al final, me encontraría creyendo todo lo que me contaran y quería evitar eso desesperadamente. También me di cuenta de que no estaban atacando a Tibaldo, atacaban al Capitán y los desprecié por ello.

—¿Qué diferencia supone el cómo la perdiera? —protesté, resentido.

Ofelia me miró fijamente.

—Tú y Tibaldo inspeccionasteis hace poco algunos trajes, ¿no? —Aparentemente sabía todo lo que había hecho durante el turno. Asentí y ella continuó—: ¿En cuántas expediciones crees que han sido usados esos trajes?

—No sé. Cientos —dije con un encogimiento de hombros.

—¿Y para cuántas más crees que servirán?

No quise responder.

—¿Y bien, Gorrión? ¿Cuántas? —repitió.

Carraspeé.

—Una docena —dije lentamente—. No muchas más.

—¿Y cuántas generaciones más crees que soportará la
Astron
?

—No lo sé. No tengo ni idea. —Jamás había pensado en ello conscientemente hasta ese entonces.

—Haz una suposición —propuso Ofelia en tono tenso—. ¿Cien? ¿Doscientas?

No era un ingeniero, era un asistente técnico de diecisiete años que había perdido sus recuerdos y que conocía muy poco de la nave. Pero recordé los tubos luminiscentes que se habían fundido, las cubiertas desgastadas en los compartimentos y pasillos, los estratos de polvo acumulado en la cubierta hangar y en el equipo en los Talleres, el tejido corroído de los trajes de exploración, y el omnipresente hedor de miles de años de grasa y sudor.

—No llega a doscientas. Ni a cien. No... no sé cuántas.

Miré a Cuervo en busca de apoyo moral pero su única expresión era de conmiseración. Corin se miraba las manos, probablemente preocupado por lo que pudiera contarle a Tibaldo la próxima vez que lo viera. Gavia jugueteaba nerviosamente con su armónica; ni él ni Agachadiza me miraban. Extrañamente, sólo Noé me miró a los ojos, pero con una expresión de desesperación tal que sentí tanta piedad por él como la que evidentemente Cuervo sentía por mí.

Ofelia se empujó de una patada hacia la terminal y apretó la palma contra ella. Los mamparos fueron reemplazados por el exterior. La cubierta se cortaba bruscamente ante el espacio exterior, la ilusión era tan convincente que me agarré a una anilla del suelo para evitar salir flotando hacia la nada.

Se me ocurrió en ese momento que quizá el Capitán no hubiera sido del todo veraz conmigo cuando dijo que lo que veía en el puente era lo que había. Quizá fuera cierto para el puente en sí, pero el Exterior había sido una simulación y yo la había contemplado con ojos que la embellecieron con color y sentido de la maravilla. Lo que contemplaba en este momento era algo inhóspito y ominoso, un universo de luz dura, polvo brillante y filamentos de gases incandescentes. Nada en ello me hacía pensar en diamantes, esmeraldas o rubíes.

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