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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (8 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—Pero tuvo convulsiones —protestó Sethos, con el rostro arrebolado—. En el templo de Amón-Ra. La amada Hatasu, la esposa del dios, dijo que sufrió convulsiones.

El viejo sacerdote intentó ocultar su sorpresa.

—Ya era demasiado tarde. ¡Tendrían que haber ocurrido antes!

—He apelado a los dioses —interrumpió Meneloto—; he pedido su juicio.

Amerotke se volvió hacia los escribas, pero todos mantenían las cabezas gachas. Miró el patio en penumbra, necesitaba tiempo para meditar, para repasar las pruebas.

—Esta corte levanta la sesión —declaró—. Volverá a reunirse mañana a la hora indicada. Entonces, anunciaré mi decisión. Capitán Meneloto, tengo entendido que estáis bajo arresto domiciliario.

El soldado asintió, con una curiosa expresión de calma.

—Seréis escoltado hasta vuestra casa y mañana os traerán a esta corte para escuchar el veredicto. —Amerotke volvió del revés el pectoral para que la diosa no mirara la sala. Dio una palmada—. ¡Ésta es mi decisión!

El viejo sacerdote se alejó arrastrando los pies, mientras los escribas y los testigos comenzaban a charlar en voz baja. Amerotke permaneció sentado. Sethos esperó a que Meneloto abandonara la sala para dejar su taburete y venir a sentarse delante del juez.

—¿Qué puedo hacer por vos, ojos y oídos del faraón? —preguntó Amerotke, con un tono irónico—. Ya habéis escuchado mi decisión. ¡La corte esperará!

Sethos señaló los libros de la ley.

—No hay nada escrito en los procedimientos que impida al fiscal del divino faraón preguntarle al juez cuál será la sentencia o el castigo que impondrá si el caso resultara probado.

—Sin duda, no estaréis pidiendo la vida de ese hombre, ¿verdad? La corte no lo aprobará. ¿Quizás una degradación, una multa?

—¡El exilio! —contestó Sethos, tajante—. ¡El exilio a un oasis en la Tierras Rojas en el oeste! —Vio el asombro reflejado en el rostro del magistrado—. Yo también tengo mis órdenes —explicó—: el círculo real reclamaba su vida, aunque conseguí atemperar su furia.

—Ya lo veremos.

Amerotke se levantó de la silla y, aunque era una descortesía, le volvió la espalda a Sethos para dirigirse a la pequeña capilla lateral de la Sala de las Dos Verdades. Estiró una mano para tocar la gran ankh, el símbolo de la verdad. En la misma pared donde estaba la puerta, un artista había retratado al faraón Tutmosis impartiendo justicia entre los enemigos de Egipto, con el brazo levantado y la porra a punto de golpear la cabeza de un cautivo cusita. El artista había captado las facciones del faraón con mucho acierto: el rostro afilado, la barbilla puntiaguda, la permanente expresión ceñuda de Tutmosis. Amerotke se inclinó. ¿El Ka del faraón visitaba el templo? ¿Presenciaba el quehacer del tribunal?

Amerotke cerró la puerta, y giró la intrincada llave para que la lengüeta de madera entrara en la caja. Se quitó el pectoral y las otras insignias del cargo y las guardó en el cofre con incrustaciones de madreperla. Después, como era la costumbre, se arrodilló delante de la imagen.

Algo andaba mal. No culpaba a Sethos; quien era ojos y oídos del faraón parecía muy incómodo con el caso. Pero existía una evidente contradicción: si el faraón había sido mordido por la víbora a bordo de la
Gloria de Ra
tendría que haber sufrido unas convulsiones terribles, era imposible que hubiera podido llegar vivo al templo de Amón-Ra. Entonces, ¿por qué se habían presentado cargos contra Meneloto? ¿Tenía que ser él el chivo expiatorio? ¿O es que había algo más? ¿Algo mucho más oscuro y secreto? Si al divino faraón no lo mordió una víbora cuando desembarcaba de la nave real, ¿qué había pasado? Amerotke recordó los rumores. ¿No profanaron la sepultura del faraón? ¿No pintaron maldiciones y hechizos con sangre humana en la tumba inacabada? ¿No cayeron del cielo palomas con los pechos sangrantes? ¿Se trataba de un accidente? ¿De una simple coincidencia? Sin embargo, no se podía descartar a la ligera la profanación de la tumba. Después de todo, el faraón regresaba triunfante de las batallas libradas a lo largo del Nilo. Al otro lado del río, en la ciudad de los muertos, un grupo de blasfemos cometió un crimen horrendo. Mataron a los guardias para después profanar la tumba. ¿Por qué? El robo de tumbas era un delito frecuente pero pocas veces se producía un sacrilegio.

Amerotke dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo. ¿Por qué maldijeron al divino faraón? ¿Respondía su muerte a un plan premeditado? Pero, si ese era el caso, ya no se trataba de una incompetencia sino de un asesinato. ¿Por qué no se mencionó durante el juicio la profanación de la tumba? Sí, mañana sacaría a relucir el tema, pero tendría que actuar con mucho cuidado. No podía discutirlo con nadie; la más mínima insinuación de que el faraón había sido la víctima de una conspiración criminal provocaría una confusión tremenda entre los habitantes de Tebas. Por el otro lado, si no podía demostrarlo, no sería el primer juez que recibiera una proclama, con el sello del cartucho real, ordenando su destitución.

Amerotke apoyó la cabeza en la pared, disfrutando del frescor de la piedra. Oyó que llamaban a la puerta pero no hizo caso. Esa tarde regresaría a su casa dando un paseo y después descansaría. Recordó lo que había visto y escuchado durante el juicio. Sethos no era más que la herramienta. ¿Quién era la persona que estaba detrás del caso? El heredero de Tutmosis no era más que un chiquillo. Por lo tanto, ¿era Hatasu, la esposa del faraón? ¿Rahimere, el gran visir? ¿Podía ser el general Omendap, comandante en jefe de los ejércitos del faraón, que sentía celos de Meneloto? ¿O se trataba de Bayletos, el taimado jefe de los escribas en la Casa de Plata? Amerotke se vio a sí mismo jugando en los acantilados de piedra caliza que dominaban Tebas y dirigiéndose hacia una oscura cueva. En ese momento tuvo la misma sensación y se preguntó qué horrores le esperaban en las sombras.

C
APÍTULO
IV

Los golpes se hicieron más insistentes. Amerotke se levantó, fue a abrir la puerta y Asural entró en la capilla. En la penumbra, su rostro tenía un color ceniciento; sus ojos, por lo general con un brillo de alegría, mostraban una expresión furtiva. Dejó el casco en el suelo y comenzó a manosear la empuñadura de la espada que tenía la forma de una cabeza de chacal.

—Amerotke —susurró como si la habitación estuviera llena de testigos. Apuntó con el pulgar por encima del hombro—. ¿Os habéis dado cuenta de lo que se ha dicho allí?

—He escuchado las declaraciones.

—Mi señor, no juguéis conmigo. —Asural se enjugó el sudor de la calva abombada, y luego se secó la mano en el faldellín—. Mi mente no es tan espabilada como la vuestra, tan sólo soy un soldado sencillo y honesto.

—Siempre desconfío de las personas que se proclaman a sí mismas sencillas y honestas —replicó el magistrado—, y no me vengáis con historias del pobre soldado, Asural. Sois listo, astuto y, aunque pesado de cuerpo, muy vivo. —Palmeó a Asural en el brazo—. Sois un zorro, Asural, y no será a mí a quien engañéis con vuestros modales de simplón. Pero sois un buen guardia: honesto, no aceptáis sobornos, y lo que es más importante, os aprecio y respeto.

Asural exhaló un suspiro y aflojó los hombros.

—Por lo tanto —prosiguió Amerotke—, no vengáis aquí con la pretensión de preocuparme más de lo que ya estoy. Sé lo que se dijo en la sala, y no creo que al divino faraón lo matara aquella víbora, ni vos tampoco. Pero cómo y por qué murió es un misterio. Tengo que decidir donde acaba el poder de mi tribunal y donde comienzan los tortuosos caminos del entorno real.

—También está el asunto del robo de tumbas —manifestó Asural, rascándose la calva—. Acabamos de recibir información de otro robo. Una anciana noble; casada con un general hitita que se afincó en Egipto; la familia fue a la tumba en los acantilados de la ciudad de los muertos, y la puerta falsa estaba intacta, lo mismo que la entrada secreta, no había señal alguna de violencia; pero se habían llevado del vestíbulo de la tumba los amuletos, los collares y las copas pequeñas. Presentarán una queja —añadió el jefe de la guardia—. Enviarán peticiones a la Casa del Millón de Años, y la consecuencia será que, al necesitar un chivo expiatorio, acabaré siendo el culpable.

—Eso me recuerda el cuento que les narraré a mis hijos esta noche —comentó Amerotke.

El jefe de la guardia se lamentó en voz alta de la indiferencia de su amigo.

—Os prometo —prosiguió Amerotke con un tono bondadoso—, que en cuanto acabemos con este asunto, nos ocuparemos de buscar a esos ladrones de tumbas capaces de atravesar la roca y los ladrillos. ¿Qué opináis de las pruebas presentadas contra Meneloto?

—Como vos mismo habéis dicho, por cada prueba presentada por quien es ojos y oídos del faraón, Meneloto aportó otra. Fue como una partida de
senet
donde los jugadores se cierran el paso el uno al otro.

—¿Qué opinión os merecen los testigos? ¿Peay?

—Ha presentado un testigo difícil; vive en las tierras sombrías entre el día y la noche. —Asural meneó la cabeza—. Peay frecuenta las prostitutas que viven cerca de los muelles, pero también le gustan los traseros de los chicos guapos. Es un hombre que bebe de muchas copas: algunas limpias y otras sucias.

—¿Es un buen médico?

—Es un hombre rico, no creo que se atreva a mentir. —El jefe de la guardia esbozó una sonrisa—. Cometer perjurio en la Sala de las Dos Verdades. A Peay no le gustaría pasar unos cuantos años trabajando en las minas de oro del Sinaí.

—¿Qué opináis de Labda?

—Vive en una cueva en el Valle de los Reyes. Es el guardián de un pequeño santuario de la diosa Meretseger, un hombre íntegro. —Asural hizo una pausa.

Desde los árboles del patio llegó el chistido de un búho, largo y lúgubre.

—Es hora de marcharnos —dijo Amerotke—. Encargaos de que el templo y mi habitación estén seguros. —Puso una mano en el pomo de la puerta.

—Tendríais que tomar precauciones.

—¿Qué queréis decir? —replicó el magistrado, volviéndose hacia el jefe de la guardia.

—No os hagáis el inocente conmigo —le reprochó Asural, con un tono un tanto burlón—. Toda Tebas está revuelta: los regimientos de Osiris e Isis están acampados ahora mismo a las puertas de la ciudad, y han traslado cinco escuadrones de carros de guerra desde el sur. Ésta puede ser la estación de la siembra pero también es la estación de las hienas.

—Oh, venga, venga, Asural, sois el jefe de la guardia del templo, no un adivino. Decidme con claridad vuestras advertencias y portentos.

—Han ocurrido algunas cosas extraordinarias —le informó Asural—. Los astrólogos de la Casa de la Vida vieron caer una estrella desde el cielo, se ha visto a los muertos caminando por las calles de la ciudad al otro lado del Nilo. El heredero del faraón sólo es un niño y a algunas personas les gustaría apoderarse del trono. Al menos, hasta que sea un hombre.

—Soy juez —le recordó Amerotke—, yo sólo dispenso la justicia del faraón. —Abrió la puerta y salió a la Sala de las Dos Verdades.

El patio más allá de la sala estaba desierto: el santuario sagrado estaba cerrado, pero antes, los sacerdotes más viejos, los puros, habían rociado las puertas con incienso y después colocado un ramo de flores al pie. Los escribas habían guardado los libros de la ley, los almohadones y las sillas. La sala estaba desnuda y vacía. Amerotke siempre había considerado que así resultaba más majestuosa. Se arrodilló delante del santuario, con las manos extendidas, murmuró una breve plegaria de agradecimiento, y en cuanto acabó se puso de pie y abandonó el templo. Los guardias abrieron y cerraron las puertas de cobre pulido. Amerotke cruzó el salón de las columnas y pasó junto a los imponentes pilares. El camino de la Esfinge, el Dromos, también estaba desierto. Se había levantado una brisa fresca, y los últimos rayos de sol alumbraban las esfinges de piedra rosa y parecían darles una extraña vida propia.

Un grupo de novicios guiaban un hato de bueyes, con cintas de colores atadas en los cuernos, hacia uno de los mataderos para el sacrificio de la mañana. Un puñado de peregrinos cansados se amontonaban delante de la estela de Bes, el dios enano, al final de la avenida. Debajo de la feroz figura del dios enano, había una leyenda sagrada. Sobre la estela manaba el agua de una fuente que iba a depositarse en un recipiente de piedra. Los peregrinos llenaban los pellejos con agua, una segura protección, o al menos así se proclamaba, contra las picaduras de los escorpiones y las mordeduras de serpiente.

Amerotke pasó junto al grupo. En ese momento se encontraba en la enorme explanada del templo. Se detuvo. ¿Debía ir directamente a su casa? ¿O dirigirse al norte de la ciudad y hacerle una visita al sacerdote del templo de Amón-Ra a quien le había pagado para que rezara por la memoria de sus padres muertos? Amerotke recapacitó; aquél era el lugar donde había muerto el divino faraón, quizá creerían que se encontraba allí por un asunto oficial.

—¿Mi señor Amerotke?

El juez se volvió al escuchar su nombre.

—¡Ah, primo Prenhoe!

El joven escriba se acercó arrastrando los pies. Se le había roto el cordón de una de las sandalias.

Salieron de la explanada para entrar en el mercado.

—¿Cuál es vuestro trabajo, amo? —Shufoy se apoyó en la sombrilla como si fuera un bastón de mano.

—Observar, escuchar y juzgar. —Amerotke mantuvo una expresión imperturbable. Señaló a un hombre moreno, vestido con prendas un tanto chillonas, que llevaba amuletos de oro en las muñecas y pendientes en las orejas; el desconocido descansaba a la sombra de una palmera donde una vieja de pelo gris vendía jarras de cerveza amarga de Nubia.

—Por ejemplo, aquel hombre —añadió el juez—. Míralo, Shufoy. ¿Qué dirías tú que es?

—¿Un sirio? —replicó el enano—. ¿Un mercader?

—¿Un mercader haraganeando a la sombra de una palmera y bebiendo cerveza?

Shufoy volvió a mirar con más atención.

—Te diré quién es —afirmó Amerotke—. Tiene el rostro curtido, la piel renegrida por el sol, así que trabaja a cielo abierto. No calza sandalias; sus pies son duros y callosos pero no es un mendigo, porque viste bien. La daga que guarda en la faja es curva y no está hecha en Egipto. Está sentado en el suelo con la espalda apoyada en un árbol y sin embargo, parece andar muy cómodo y relajado. Yo apostaría a que es fenicio, un marino, un hombre que ha navegado hasta aquí para vender la carga que transportaba y que le ha dado permiso a la tripulación para que se corra una juerga.

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