—Sois culpable —afirmó Amerotke—. ¿Mentiréis a los dioses? Muy pronto vuestra alma será pesada en la balanza contra la pluma de la verdad de Maat.
El prisionero exhaló un suspiro.
—Maté a mi esposa, pero la amaba —confesó—, más que a la vida misma. ¿Sabéis vosotros, señores, lo que es mirar a los ojos de una mujer, escuchar que sus labios te dicen que te quiere mientras que, en el fondo de tu corazón, sabes que está mintiendo?
—¡Se debe ejecutar la sentencia! —gruñó el verdugo.
—Entonces, dame la copa —dijo el prisionero.
El verdugo recogió el bol de piedra verde con el borde dorado, y se lo entregó.
—¿Qué debo hacer?
—Nada, excepto beber —contestó el ejecutor con voz suave.
—¿Y después? —Una nota de nerviosismo apareció en la voz del condenado.
—En cuanto acabes de beber todo el vino, camina hasta que te pesen las piernas, luego tiéndete en la cama.
El condenado cogió el bol sin ninguna emoción, con los ojos fijos en Amerotke. Levantó el cuenco en un brindis silencioso y, echando la cabeza hacia atrás, se bebió el vino envenenado.
Amerotke reprimió un temblor. Siempre era lo mismo; la mayoría de los condenados se bebían la poción como si estuvieran en trance, resignados a la oscuridad que los abrazaría. Rezó para que el verdugo hubiera hecho bien su trabajo, que el vino estuviera bien cargado de veneno y evitar cualquier torpeza, que no se prolongara la agonía. El juez miró al suelo. Se decía que los hombres como este oficial condenado a morir, libres de cualquier preocupación mundana, podían ver las verdades secretas. ¿Había visto algo en los ojos de Amerotke? ¿Sabía que el juez que le había condenado también tenía el alma torturada por las sospechas de que su bellísima esposa había amado, quizá todavía amaba, a otro hombre? ¿Sabía que hoy mismo, Amerotke sería el encargado de juzgar a Meneloto, el presunto amante de su esposa y capitán de la guardia del faraón, acusado de negligencia criminal en el cuidado de su amado faraón? El carraspeo de Sethos devolvió al magistrado a la realidad. Quien era ojos y oídos del faraón separó las piernas como si quisiera aliviar su propia tensión. El prisionero recorría la celda, y el ruido de las cadenas era como el sonido de la matraca de un sacerdote llevándole hacia la oscuridad.
—¡Estoy cansado! —anunció el hombre. Se tendió en la cama—. ¡No siento los pies!
Él verdugo le quitó las sandalias y le apretó los dedos de los pies. Después hizo lo mismo con las pantorrillas y los muslos.
—Fríos y rígidos —susurró el condenado—. El agua mortal corre por mis venas; aseguraos de que se salden mis deudas.
—Así se hará —replicó Amerotke.
Una de las funciones del tribunal era incautar los bienes y las propiedades de los condenados y pagar todas las deudas pendientes antes de entregar el resto a la Casa de Plata, la tesorería del faraón.
El hombre tendido en el lecho tuvo una convulsión, el cuerpo se arqueó por última vez y se quedó inmóvil. El verdugo apoyó la mano en la garganta del reo.
—El pulso de la vida se ha apagado —informó.
Amerotke exhaló un suspiro.
—La justicia del faraón se ha cumplido, otra vez —ratificó Sethos.
Saludó al verdugo y, seguido por Amerotke, salió de la Casa de la Muerte. Juntos recorrieron el pasillo hasta donde les esperaban Asural y Prenhoe. Sólo después de haber subido las escaleras y estar otra vez en la pequeña antesala, Sethos cogió a Amerotke por la muñeca.
—¿Cómo está la señora Norfret?
—Está bien.
—Negras son sus trenzas, como negra es la noche —recitó Sethos—. Negros como las uvas los mechones de pelo.
—Está tan hermosa como siempre —añadió Amerotke, y se echó a reír, confiando en que la mirada alerta de su colega y amigo no descubriera ninguna señal de dolor.
—¿Vosotros erais amigos de Meneloto?
—Como siempre, mi señor Sethos, vais directamente al grano. Meneloto fue en un tiempo invitado de mi casa. Esta tarde seré yo quien lo juzgue.
—¿Habéis leído las declaraciones que os envié?
Sethos se abanicó para refrescar el rostro mientras observaba a Amerotke cuidadosamente. «¿Lo sabe?», se preguntó el magistrado. «¿Puede quien es ojos y oídos del faraón enterarse incluso de los secretos de alcoba? ¿O de los problemas del corazón?»Sethos miró a Asural y Prenhoe por encima del hombro de su amigo y después se llevó a Amerotke hacia la pequeña fuente donde el sonido del agua impedía escuchar su conversación.
—¡Son de confianza! —protestó Amerotke.
—No me cabe ninguna duda. ¿No tenéis ningún reparo en juzgar a Meneloto? ¡Tendría que haberse andado con más cuidado!
—Esta tarde —respondió Amerotke—, se examinarán las pruebas. Escucharemos las declaraciones de los testigos y después, mi señor Sethos, tomaré mi decisión.
El fiscal se echó a reír. Unió las manos en señal de obediencia y se inclinó burlonamente.
—Acepto el reproche. Mis saludos a la señora Norfret.
Sethos se alejó, tarareando suavemente un himno a Amón. «Un hombre astuto, un auténtico zorro», se dijo Amerotke. Sethos había sido amigo del alma del faraón, sumo sacerdote al servicio de Amón-Ra, antiguo capellán de la reina madre. ¿Acaso Sethos quería cobrarse la venganza contra el hombre cuyo descuido, en su opinión, había causado la muerte de su amigo? Sethos, miembro de la Casa de los Secretos, había empleado todo su saber para construir una formidable acusación contra Meneloto. Amerotke contempló el agua. Pero ¿había sido Sethos? Había oído rumores de que el fiscal no quería presentar acusación alguna, y que alguien de palacio había insistido.
—¿Todo fue bien, mi señor? —Asural y Prenhoe se acercaron.
—¡La muerte nunca va bien! —afirmó Amerotke—. Se ha ejecutado la sentencia y su alma está ahora en la antecámara del juicio. Que el ojo de Horas que todo lo ve, presente toda la verdad cuando su alma sea pesada en la balanza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Asural.
Amerotke le palmeó el estómago juguetonamente.
—El tribunal no se reunirá hasta dentro de dos horas. Tú, mi capitán de la guardia, tienes hambre y sed. —Palmeó la cabeza de Asural—. Tendrías que hacerle una visita al barbero; nunca he conocido a nadie que le creciera el pelo tanto como a ti.
—Es el calor —rezongó Asural—. Sí, no estará nada mal sentarse a la sombra de un sicómoro y compartir una jarra de cerveza con un amigo.
El jefe de policía miró de reojo a Prenhoe.
—Sí, y de paso mirar a las muchachas —bromeó Amerotke—. Prenhoe, ¿qué pasa con las pruebas del juicio de hoy? ¿Está todo preparado? —El escriba asintió—. Entonces, podéis marcharos.
Vio cómo se iban sus dos compañeros y después contempló el cielo azul por un momento. Le hubiera gustado unirse a ellos, Quizá caminar por el bazar en el mercado, perderse en el trajín de las actividades normales y corrientes de cada día. Pero se sentía sucio, cansado. Se colocó bien el pectoral. En algún lugar del templo sonó un cuerno de concha, una llamada a la oración. Amerotke miró a la diosa Maat, grabada en el pectoral, y admiró las largas trenzas, los ojos de gacela, las bellas manos unidas en la plegaria, el hermoso cuerpo vestido con una túnica diáfana. Exhaló un suspiro, pues cada vez que miraba la imagen de la diosa recordaba a su esposa, pero eso le hacía sentir incómodo.
El magistrado contempló uno de los bajorrelieves en la pared del templo donde aparecía un enano grotesco con una expresión feroz. Era una representación del dios Bes destinada a apartar del patio a los escorpiones y las serpientes. Amerotke se tocó los labios en señal de gratitud.
«Te doy las gracias por recordármelo», murmuró.
Ésta era una de las cosas que Amerotke siempre había querido hacer: escabullirse de la sala y ver cómo su sirviente, el enano Shufoy, pasaba el tiempo mientras esperaba a su amo a las puertas del templo de la Verdad. Amerotke agradeció tener algo en que entretener su ocio. Atravesó los patios desiertos y cruzó el pequeño puente tendido sobre el canal abierto para traer agua del Nilo hasta el recinto. Luego caminó siguiendo el muro, a la sombra de las acacias y los sicómoros, hasta llegar a una pequeña puerta lateral que comunicaba con un sendero impregnado de olor a verduras y a un sinfín de comidas diferentes. Recorrió el sendero que conducía a la gran explanada delante del templo de Maat con sus enormes columnas. Entre la multitud había de todo: visitantes que venían de lugares tan al sur como la primera catarata, libios, nómadas del desierto, campesinos de las aldeas, mercenarios de las guarniciones y ciudadanos de Tebas. Todos habían ido allí para comprar en los mercados y bazares, o cruzar las grandes puertas pintadas del templo para ofrecer un sacrificio.
Amerotke confiaba en no ser reconocido mientras caminaba hasta el borde de la gran plaza. Las palmeras y las acacias ofrecían una sombra que era de agradecer en el calor del mediodía; barberos, comerciantes, vendedores de frutas y panaderos pagaban verdaderas fortunas a la Casa de Plata en el templo de Maat para disponer de estas ubicaciones privilegiadas.
«Allí donde esté la comida —se dijo Amerotke— estará Shufoy.»No se equivocó. Un poco más allá de la plaza principal, a la sombra de una acacia, se encontraba Shufoy el enano, con la sombrilla plantada en el suelo. Shufoy estaba muy ocupado; sobre un pequeño tapete que tenía delante había un montón de amuletos de turquesa.
—¡Venid y comprad! —gritaba el enano con su voz sonora como una campana—. ¡Visitantes del lugar sagrado que acudís para hacer sacrificios a la diosa de la verdad! Por unas pocas monedas de cobre, un amuleto de Maat, bendecido ni más ni menos que por mi muy sagrado amo, el honorable señor Amerotke, juez supremo en la Sala de las Dos Verdades!
Amerotke se mantuvo a una distancia prudencial. Cuando Shufoy volvió el rostro, su amo vio la terrible desfiguración en el lugar en el que le habían cortado la nariz. El enano era uno de los llamados «rinocerontes», los felones condenados por los tribunales a que les cortaran la nariz. Tenían su propia comunidad, una pequeña aldea al sur de Tebas. En el caso de Shufoy, se había cometido una terrible equivocación. Presentó su apelación ante Amerotke, que la aceptó. Por consiguiente, se le concedió el perdón del faraón, pero era demasiado tarde. A modo de reparación, Shufoy, un antiguo curtidor de Menohia, entró en la servidumbre de la casa de Amerotke como criado, portador de la sombrilla y, le gustara o no a Amerotke, dispensador de favores.
El magistrado sonrió mientras se alejaba. Ahora, por lo menos, conocía la fuente de los nuevos ingresos de Shufoy; era algo muy inocente, aunque se preguntó dónde compraría el enano los amuletos.
Se unió a los demás peregrinos que caminaban hacia la entrada. A cada lado de la enorme puerta lucían grandes pinturas de la diosa Maat.
«¡Que tu nombre sea reverenciado!», murmuró Amerotke.
En el lado izquierdo de la entrada, Maat aparecía vestida con una túnica plisada, y con los brazos cruzados. De la cabeza salían dos grandes plumas de avestruz, símbolos de la verdad y la honradez. En el lado derecho había una escena tomada del libro de los Muertos: los dioses Tot y Horas pesaban las almas de los difuntos. En uno de los platillos descansaba el corazón del muerto y en el otro la verdad y la justicia. Maat miraba, esperando ver de qué lado se inclinaba la balanza. Si era hacia el lado de la verdad, el muerto sería admitido en la casa divina, para disfrutar de los placeres de los dioses. Si pesaba más el otro platillo, aquellas criaturas grotescas, los «devoradores», se encargarían de hacer pedazos el alma.
El templo de Maat era el santuario favorito de los ciudadanos de Tebas y de todas partes de Egipto. El aire resonaba con el ruido de la charla, los diferentes idiomas, los mil y un dialectos. Damas de la alta sociedad con las elaboradas pelucas y las faldas bordadas, en compañía de los maridos; mercaderes o personas importantes con túnicas blancas y sandalias con hebillas de oro, se mezclaban con labriegos, visitantes del delta, artesanos y obreros. El aire estaba saturado de una mezcolanza de olores: mirra e incienso, ungüentos que los ricos utilizaban para perfumar sus cuerpos se confundían con los aceite de cocina que impregnaban los modestos atuendos de los artesanos y el de la tierra pegada a los cuerpos de los granjeros y los labriegos. Las sombrillas, abanicos y plumas de avestruz embebidas en perfumes aliviaban en parte el agobiante calor. Amerotke siguió a los peregrinos, con la cabeza gacha. No quería ser reconocido, sobre todo por los escribas de su tribunal.
Avanzaron por el Dromos, el camino de los peregrinos que conducía hasta la entrada principal. A cada lado había una hilera de esfinges, cuerpos de león con cabezas humanas o de toros y carneros. Amerotke pasó por la puerta donde se reunían los amanuenses, que estiraban las faldas de la túnica con las rodillas para usarlas de mesas improvisadas. Todos tenían las plumas y los papiros preparados y esperaban a los clientes. Escribían las peticiones que les dictaban los pobres para después entregárselas a los sacerdotes del santuario.
Sin embargo, el templo no era sólo un lugar de culto. A un lado de la Sala de las Columnas se encontraban los tribunales de rango menor, donde los jueces y escribas atendían los casos de menos importancia. Delante de una de estas salas estalló una tremenda discusión entre dos vecinas: una afirmaba que, cuando ella se había ido a bañar al Nilo, la otra había metido un pequeño cocodrilo de cera entre sus prendas, un talismán para invocar a la temible bestia de las cañas y así conseguir matarla. Su oponente, una pescadera obesa, proclamaba a voz en grito que ni siquiera sabía modelar un cocodrilo de cera y que ponía por testigo a la diosa de la verdad. Un poco más allá, un escriba anotaba la denuncia de un batihoja, que se lamentaba a viva voz: le pagó sus buenos anillos de bronce a un médico para que curara el dolor de muelas de su hija, hirvió obediente un ratón y colocó los huesos en una bolsita de cuero contra la mejilla de la niña. Sin embargo, el dolor
no
desapareció y la niña, al darse vuelta en la cama, se pinchó la mejilla con los huesos afilados metidos en la bolsa.
A Amerotke le encantaba todo este ambiente: escuchar los casos, sopesar las pruebas, las sentencias, por poco importante que fuera el asunto. Se honraba a Maat y se dispensaba justicia. Se miró las manos. Quizás era sólo el efecto de la luz reflejada en las columnas pintadas de brillantes colores, pero sus dedos parecían teñidos de rojo. Recordó la ejecución que había presenciado hacía un par de horas; cruzó a paso rápido el salón de los hipostilos, las columnas recubiertas con láminas de oro, los soportes con la forma de la flor de loto y pintados con colores vivos. Siempre le atrajo la belleza del lugar, con el techo tachonado de estrellas y el suelo pintado de una manera que daba la impresión de estar caminando sobre el agua. Salió por una puerta lateral y tomó el sendero que llevaba a la academia o Casa de la Vida donde estudiaban los médicos, astrólogos, archiveros y eruditos. Atravesó el parque, con sus árboles diversos y caminos sombreados. Por fin, llegó a la piscina sagrada delante de la Capilla Roja, un pequeño santuario dedicado a la diosa y de uso exclusivo para los magistrados superiores y las sacerdotisas del templo de Maat. Sobre el portal, que daba a la piscina, estaba la figura de Ra con su barca dorada atravesando el firmamento.