—¿Cuánto apostáis? —preguntó Shufoy.
—Una moneda de plata —respondió Amerotke, impávido—. Ve y pregúntaselo.
El enano se acercó al desconocido. El hombre lo miró de arriba abajo pero respondió a sus preguntas; luego se giró para sonreírle a Amerotke y añadió algo más. Shufoy volvió a reunirse con su amo. Parecía furioso.
—Teníais razón —dijo, apretando la barbilla contra el pecho al tiempo que miraba a Amerotke por debajo de las cejas abundantes—. ¡Es un marinero fenicio! Estará aquí durante dos días y os envía sus saludos. ¡Conoce al señor Amerotke!
El juez se echó a reír y siguió caminando.
—¡Sois un tramposo! —protestó Shufoy, apresurándose para alcanzar a su amo—. ¡No os debo nada!
—Por supuesto que no. Quiero decir, ¿cómo podría mi humilde sirviente saldar semejante apuesta! Te pago bien, pero tú no eres un mercader, ¿no es así, Shufoy? No tienes nada que vender, no tienes una tienda.
Shufoy desvió la mirada.
—Tengo hambre —afirmó, quejoso—. ¡Me suena el estómago! Es una maravilla que no os cobre por dejarle batir como un tambor para hacerle saber a todo el mundo que os acercáis. Quizá tendría que hacerlo, dejar que suene para que todos dijeran: «Aquí viene el pobre y viejo Shufoy, el famélico sirviente de Amerotke. ¡El juez no debe estar muy lejos!».
—Comes muy bien —afirmó su amo. Palmeó la calva del enano—. La verdad es que te estoy engordando para el sacrificio.
Amerotke siguió caminando por la calle pavimentado con piedras de basalto. Shufoy iba detrás, rabiando por las bromas de su amo. No dejaba de citar proverbios como: «Aquellos que ahora ríen muy pronto llorarán, mientras que aquellos que ahora sufren muy pronto, además de reír, llenarán los estómagos vacíos».
El juez cruzó el mercado donde todavía reinaba una gran actividad. Los barberos armados con navajas curvas se afanaban en sus puestos a la sombra de los árboles, afeitando las cabezas de los clientes hasta dejarlas lisas como cantos rodados. Una infinidad de marineros borrachos de cerveza barata, rondaban en busca de algún prostíbulo donde pasarían de juerga el resto de la noche. Los guardias, armados con gruesas porras, los vigilaban de cerca, dispuestos a intervenir ante la primera señal de desorden.
Los tenderetes ocupaban todos los lugares disponibles en las pequeñas plazoletas y las callejuelas adyacentes. Amerotke no percibió ninguna tensión. Muchas tiendas se encontraban aún abiertas, pues sólo habían cerrado los pescaderos y los carniceros, porque los productos que por la mañana eran frescos a estas horas se habían podrido por el calor. En grupo de mendigos se amontonaba delante de una panadería, esperando que sacaran el pan que se horneaba en la arena caliente del jardín detrás de una casa. En otro tenderete vendían semillas de cebolla, una manera infalible, según pregonaba el vendedor, de taponar los nidos de víbora. También ofrecía otras «delicadezas»: excrementos de gacela para acabar con las ratas, colas de jirafa para usar como espantamoscas cerca de los potes de miel, y cajas de semillas de alcaravea para endulzar.
La multitud resultaba alegre y bulliciosa. Los chiquillos corrían entretenidos en sus juegos, y se cruzaban en el camino de los carromatos, cargados hasta los topes y tirados por bueyes, que circulaban lo más rápido que podían en dirección a las puertas de la ciudad, para llegar antes de que sonaran los cuernos de concha que anunciaban el comienzo del toque de queda. Los mercaderes ricos, sentados en literas cargadas a lomos de una pareja de burros, gritaban y hacían gestos con los espantamoscas para que la muchedumbre les abriera paso. Dos nomarcas, gobernadores de provincias, también intentaban abrirse camino hacia la Casa de Plata. El gentío no hizo caso de los estandartes con las insignias de los nomarcas: uno, un conejo, y el otro, dos halcones. Todos estaban más interesados en el cuentista de la ciudad fronteriza de Syena, un hombre bajo y enjuto que había amaestrado a una pareja de monos para que uno a cada lado, sostuvieran teas, mientras él contaba sus aventuras a través de mares y tierras que sus oyentes nunca verían. Su competidora, una bailarina y contorsionista apostada unos pasos más allá, intentaba atraerse al público con el ritmo de las castañuelas y el repicar de los cascabeles que llevaba sujetos en las muñecas, los tobillos y la cintura. Giraba y se retorcía con mucha gracia mientras una muchacha tocaba un tambor y otra la flauta. Unos cuantos hombres contemplaban el espectáculo, sentados sobre los talones, y aplaudían. El cuentista, convencido de que estaba perdiendo el favor del público, comenzó a añadir detalles cada vez más inverosímiles.
Amerotke sonrió divertido y continuó su camino. Se volvió un momento, esperando ver a Shufoy con su expresión desconsolado, pero el enano había desaparecido. El juez contuvo su impaciencia, había amenazado con ponerle una cadena alrededor de la cintura y llevarlo como a un mono amaestrado, pues Shufoy se distraía con cualquier cosa y desaparecía continuamente. Amerotke temía por él; con el rostro desfigurado y la pequeña talla resultaba una presa apetecible para los vendedores de carne. Podían secuestrarlo, meterlo en una barca y llevárselo para venderlo a algún rico mercader, coleccionista de curiosidades. El magistrado, que había visto muchos casos parecidos en la Sala de las Dos Verdades, empleó el bastón para abrirse paso entre la muchedumbre.
—¡Shufoy! —gritó—. Shufoy, ¿dónde estás?
Vio al enano, delante de una multitud que se había reunido alrededor de un tamarindo. De una de las ramas colgaba un cartel anunciando las curas milagrosas de un médico, un especialista, un «guardián del ano».
Amerotke, mascullando por lo bajo, se abrió paso. El médico tenía al paciente tendido boca abajo sobre una estera, las piernas extendidas, y estaba a punto de curarle una fístula. El magistrado cerró los ojos; le resultaba imposible comprender el profundo interés del enano por el funcionamiento del cuerpo humano. Cogió al sirviente por el hombro.
—La señora Norfret nos espera.
—Sí. —Shufoy dirigió una última mirada al médico que se inclinaba sobre el paciente—. ¡Seguro que sí!
Siguió a su amo entre la multitud y por el camino que serpenteaba hasta la grandes puertas de la ciudad, flanqueadas por dos torres muy altas.
Amerotke se dio cuenta por primera vez de que algo había cambiado. Por lo general, los guardias de la ciudad descuidaban bastante sus tareas, más interesados en sus juegos de azar que no en vigilar a los que entraban y salían, o si era la hora de cerrar las puertas. En ese momento, una compañía del regimiento de Amón montaba guardia, con las espinilleras de cuero y los petos relucientes a la luz de las antorchas sujetas en las lanzas clavadas en el suelo. Los oficiales observaban atentos a los que salían. Uno de ellos reconoció a Amerotke y le saludó con una leve inclinación, al tiempo que con un ademán ordenaba a los centinelas que lo dejaran pasar sin molestias.
El juez y el enano cruzaron las puertas y siguieron por la calzada de basalto. A la derecha, se veía el resplandor de la luna en el Nilo y las velas de una nave a punto de zarpar; un grupo de niños jugaba entre los papiros. A la izquierda, se extendían las chozas de adobe de los campesinos que emigraban en masa a la ciudad. Como no podían permitirse comprar o construir una casa dentro de las murallas, recogían barro de las orillas del río, lo mezclaban con paja y las edificaban aquí. El barrio era un laberinto de miserables chozas que albergaban no sólo a los trabajadores de las canteras o de la ciudad, sino también a fugitivos de la ley. Aun así, no resultaba desagradable. Los vecinos, sentados en la calle, charlaban, reían y contemplaban los juegos de los niños desnudos. El aire olía a pescado salado, cerveza barata y al pan apelmazado que horneaban estas gentes. Algunos se levantaron cuando Amerotke pasó junto a ellos, y observaron con atención. El juez oyó mencionar su nombre; luego los hombres se sentaron. No tardó en pasar por el Pueblo de los Impuros. La calzada subía por una ladera muy empinada, y Amerotke se detuvo cuando llegó a la cima para disfrutar del frescor de la brisa. Al otro lado del río se veían las luces de la Ciudad de los Muertos, los talleres y las funerarias.
Amerotke pensó en la tumba de sus padres al otro lado de los acantilados rocosos; prometió que la visitaría lo antes posible. Debía comprobar que todo estaba en orden y que el sacerdote que había contratado se encargaba de dejar comida delante de la entrada e iba allí todos los días para decir las plegarias. El juez también pensó en los robos. ¡Debía tratarse de un ladrón muy habilidoso! La mayoría de los saqueadores de tumbas optaban por el camino más fácil y reventaban la entrada pero, al hacerlo, no tardaban en despertar las sospechas de los demás. Al final, siempre acababan cogiéndolos y recibían un cruel castigo. Sin embargo, según afirmaba Asural, estos ladrones eran diferentes: entraban y salían como sombras. Amerotke se preguntó si estos saqueadores habían encontrado la tumba del faraón en cuya corte se había criado, el viejo guerrero Tutmosis I. Se estremeció al recordar las historias. Tutmosis envió a miles de criminales y esclavos a un valle solitario donde se edificó en secreto la tumba, con una entrada muy bien disimulada. Luego asesinó sin piedad a todos los trabajadores para que no pudieran revelar el secreto. ¿Era verdad que el Ka, el espíritu de aquellos muertos, cruzaba el Nilo por las noches para visitar los hogares de aquellos a los que habían amado?
—Amo, creía que teníamos prisa. Por cierto, ¿habéis visto a los soldados?
Al parecer, Shufoy se había olvidado de su enojo por haberle privado del espectáculo ofrecido por el médico.
—¿Qué soldados? —replicó Amerotke.
—Los que estaban en la puerta. ¿Es verdad, amo, que la Casa de la Guerra no tardará en reemplazar a la Casa de la Paz?
—El divino Faraón se ha marchado al horizonte lejano —contestó el juez—, y su hijo, Tutmosis III, es el heredero. Surgirán ciertas tensiones cuando haya que decidir quién ejercerá la regencia pero, al final, todo irá bien.
Amerotke intentó infundir un tono de confianza en su voz pero, aunque volvió el rostro, Shufoy comprendió que su amo sólo pretendía tranquilizarlo. El enano escuchó los comentarios y los rumores mientras vendía los amuletos sentado a la sombra de la palmera. El círculo real, cuyos cancilleres rodeaban al joven faraón, estaba dividido. No tardaría en aparecer un líder que se haría con el poder pero ¿quién sería? ¿Rahimere, el gran visir? ¿El general Omendap, comandante de los ejércitos del faraón? ¿O Bayletos de la Casa de la Plata? También se había mencionado otros nombres y en especial el de Hatasu, esposa y hermanastra del difunto faraón. Los mercaderes estaban preocupados y no habían tenido ningún reparo en manifestar su intranquilidad a viva voz. Escuadrones de carros de guerra y batallones de infantería habían dejado sus posiciones en las fronteras para emprender camino a la capital. ¿Qué pasaría entonces?, preguntaban los mercaderes. ¿Los habitantes del desierto, los libios, los nubios, atacarían las caravanas? Si las galeras de guerra remontaban el río hasta Tebas, ¿reanudarían sus actividades los piratas del Nilo?
—Creo que debéis tener mucho cuidado —dijo Shufoy, acercándose a Amerotke para coger la mano de su amo mientras que con la otra sostenía la sombrilla—.
Me he enterado de vuestra decisión. La gente se pregunta cómo un faraón mordido por una naja no muere hasta entrar en la casa de Amón-Ra.
—¿Qué más dice la gente? —preguntó Amerotke, con un tono divertido.
—Que todo esto es un juicio, y serán los dioses quienes impartan justicia.
—Entonces tendremos que esperar su sentencia. —Amerotke exhaló un suspiro—. Pero de momento, Shufoy, estoy cansado y hambriento.
Continuaron la marcha y pasaron juntos a los altos muros de otras residencias palaciegas, con las grandes puertas de madera cerradas a cal y canto durante la noche. Cada día se edificaban nuevas casas en esta agradable y elegante zona residencial, muy cerca del Nilo, lo que facilitaba abrir canales para el abastecimiento de agua para las viviendas y los jardines.
Por fin llegaron a la residencia de Amerotke. Shufoy golpeó en el portillo abierto en las enormes puertas de madera.
—¡Abrid! —gritó Shufoy—. ¡Dejad paso al señor Amerotke!
El portillo se abrió de inmediato. Amerotke cruzó la entrada; le encantaba esta hora del día. En cuanto se cerró el portillo, sintió como si estuviera en otro mundo. Su propio paraíso: amplios jardines, viñedos, colmenas, flores y árboles. El portero reñía a Shufoy. El juez echó una ojeada, todo parecía en orden. Había encendido las lámparas de alabastro colocadas en soportes de piedra. Miró el cenador con el techo piramidal que daba al estanque y a la estatua de Khem, el dios de los jardines.
Caminó por la avenida bordeada de árboles que conducía hasta la casa principal, un gran edificio de tres plantas, subió los escalones, pasó entre las columnas pintadas y llegó a un vestíbulo donde las gruesas vigas de cedro aguantaban el techo pintado de color rosa. Un friso de flores acanaladas adornaba la parte superior e inferior de las paredes rojizas. El aire olía a mirra e incienso.
Los sirvientes trajeron una jarro y una palangana para que Amerotke se lavara. Éste se sentó en un taburete y se quitó las sandalias. Mientras se lavaba los pies en la palangana y después se los secaba con una áspera toalla de lino, oyó las risas y los gritos de sus dos hijos jugando en el piso superior. Shufoy le alcanzó una copa de vino blanco para que enjuagara la boca y se lavara los dientes. Oyó un ruido y alzó la cabeza. Norfret había bajado las escaleras. Se maravilló ante su belleza; le recordaba muchísimo a la estatua de Maat: los ojos endrinos brillaban, resaltando el contorno de trazo negro, y se había pintado los labios carnosos de color rojo ocre. Vestía una túnica plisada con flecos y un chal bordado sujeto por delante con un broche de piedras preciosas. Se acercó, y el chancleteo de las sandalias de tiras plateadas marcó el ritmo de sus pasos. Llevaba una peluca nueva de trenzas aceitadas y entretejidas con cintas doradas. Alrededor del cuello le colgaba un collar de gemas azules y amarillas, que relucían con la luz de las lámparas de aceite. Las sirvientas sirias la escoltaban. Amerotke captó la mirada de una de ellas, Vaela, que se apresuró a mirar en otra dirección; los ojos ardientes de la muchacha siempre le hacían sentir incómodo. No era insolente ni atrevida pero, una y otra vez, Amerotke la sorprendía mirándole con fijeza, como si le estuviera analizando. Norfret se puso de puntillas y lo besó primero en las mejillas y después en los labios. Apretó su cuerpo contra el de su marido.