—No puedo regresar a casa en este estado —afirmó—. Norfret se llevará un susto de muerte.
—Descansaremos aquí durante un rato —le tranquilizó Shufoy—. Beberéis un poco más de vino y comeréis algo, amo.
—¿Cómo sabías donde había ido? —preguntó el magistrado.
Advirtió la palidez y la preocupación en el rostro de Shufoy, y extendió la mano para tocar la mejilla del enano.
—Tú no eres un sirviente, Shufoy —añadió en voz baja—. Desde este momento eres libre y rico. Serás mi amigo, vestirás las prendas más finas y te sentarás en un puesto de honor.
—No, aunque muchas gracias de todos modos —respondió Shufoy—. El destino del hombre es el destino del hombre, y si los dioses te han dado un cesto vacío, entones es muy liviano y fácil de llevar. —Agachó la cabeza—. Al menos, yo no soy un juez en la Sala de las Dos Verdades al que persiguen las hienas en mitad de la noche. Amo, lo que hicisteis fue una verdadera estupidez.
—Lo sé —admitió Amerotke, recostándose contra el tronco de la palmera al tiempo que se enjugaba el sudor del cuello—. Soy un juez, Shufoy. Ni por un instante se me pasó por la cabeza que alguien se atreviera a amenazar a la justicia del faraón. Esta noche he aprendido una lección de humildad. Soy un hombre con muchas limitaciones y mi vida es como la de cualquier otro. Una llama en la brisa. —Chasqueó los dedos—. ¡Que se puede apagar en un instante!
—Me preguntaba dónde habíais ido —le dijo Shufoy—. Así que, como de costumbre, revisé entre vuestros papeles. Encontré la carta del sacerdote de la diosa serpiente y os seguí.
—¿Dónde están el arco y las flechas? —preguntó Amerotke.
—En algún lugar del valle de los Reyes —respondió el enano con un tono risueño—. Fui a casa de Prenhoe y me los llevé. Él no estaba, de lo contrario me hubiera acompañado. La cuestión es que me hice con el arco y las flechas. Crucé el Nilo, entré en la necrópolis. Allí me encontré con aquel hombre, el embalsamador, el que estaba en el juicio. Me dijo que os había visto, así que seguí sus indicaciones. Más tarde vi el lugar donde os detuvisteis para ayudar a la anciana; había un trozo de vuestra túnica enganchado en una roca. Me di prisa porque era noche cerrada, pero no pude ver dónde habíais ido ni llegar hasta allí hasta que escuché los gritos. Teníais una lámpara de aceite y divisé un destello. No tengo nariz pero sí ojos y oídos excelentes. Antes de salir de la necrópolis había comprado… —El enano sonrió al tiempo que se encogía de hombros—. Robé una antorcha, subí la ladera y el resto ya lo sabéis.
—Desconocía tu destreza con las flechas incendiarias —comentó Amerotke.
—En otros tiempos fui un arquero —contestó Shufoy, orgulloso—. Una cosa que aprendí en mis viajes es que ningún animal se enfrenta al fuego. A una espada o a un cuchillo, sí; pero ¿al fuego? Creedme, amo, en el desierto, en mitad de la noche, el fuego es un verdadero regalo de los dioses. Ahora decidme, amo, ¿por qué fuisteis allí?
Volvió a llenar la copa de Amerotke y escuchó atentamente el relato de todo lo ocurrido desde el momento en que le había tocado juzgar a Meneloto en la Sala de las Dos Verdades, las rencillas y el enfrentamiento en el consejo real, el encuentro con Hatasu, las muertes de Ipuwer y Amenhotep.
Shufoy recordó la estatuilla que le habían entregado la noche anterior, pero decidió no mencionarla. Si su amo se había comportado como un tonto, él también lo había hecho. Tendría que haber advertido a Amerotke, mostrarle la estatuilla y avisarle de los peligros. El enano juró para sus adentros que nunca más volvería a cometer el mismo error.
—No hay ninguna duda —opinó cuando Amerotke acabó el relato—, de que el asesino os atacó esta noche.
—Pero, ¿por qué de esta manera? —preguntó Amerotke—. ¿Por qué no utilizó una copa de veneno o una víbora?
—Hizo lo mismo que con los demás. Amenhotep fue atraído a algún lugar solitario a lo largo del Nilo para después asesinarlo. Os diré una cosa, amo, el asesino ha conseguido a medias sus propósitos, por alguna extraña razón aquel viejo sacerdote, Labda, tenía que morir. Sólo los dioses conocen el motivo. Pero vuestro caso es diferente: no estuvisteis en Sakkara con el divino faraón, vos no debíais ser castigado sino sencillamente apartado. De no haber encontrado aquella nota, bien hubieran podido pasar semanas, meses, si es que llegaba el día, antes de que relacionaran con vos los restos ensangrentados de la caverna. El asesino quería sencillamente que desaparecierais. A aquellas hienas las habían tentado con toda intención, se acercaron en cuanto se apagó el fuego. Todo hubiera parecido como un lamentable accidente.
Amerotke se acabó el vino y dejó la copa a un lado. Oyó unos sonidos que venían de la ciudad; los gritos de una multitud.
—¡Algo ha ocurrido! —Se levantó a duras penas y miró hacia el cielo, buscando el resplandor de las llamas, convencido de que se trataba de un incendio.
Shufoy le sujetó por la muñeca.
—Mientras os seguía, amo, un escuadrón de carros de guerra, o lo que quedaba, llegó a Tebas. Los caballos estaban reventados, los soldados heridos y cubiertos de polvo. Escuché rumores, comentarios de que había ocurrido algo terrible en el norte.
Amerotke caminó hacia donde venía el griterío, escoltado por Shufoy. Dejaron la zona de los muelles, y caminaron presurosos por el laberinto de callejuelas hasta llegar a una de las grandes explanadas delante de un templo. Se había reunido una muchedumbre alrededor de tres jóvenes oficiales. El juez los identificó por las insignias como miembros del regimiento de Isis; se abrió paso y cogió a uno de los oficiales por el brazo. El militar ya estaba a punto de apartarlo violentamente porque Amerotke tenía todo el aspecto de un pordiosero, pero se contuvo al ver el anillo que le mostraba el juez.
—Soy Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades. ¿Qué ocurre?
El oficial lo apartó de la multitud para llevarse hasta la entrada de una taberna donde había una antorcha sujeta en una grieta de la pared. Observó el rostro de Amerotke y reclamó ver el anillo otra vez.
—Sois quien decís ser, mi señor Amerotke —dijo el oficial, saludándolo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Os necesitarán en el palacio —respondió el militar—. Mis compañeros y yo volvemos al regimiento. Los mitanni acompañados de una gran ejército han cruzado el Sinaí. Avanzan sobre Egipto.
L
os cuatro grandes regimientos que constituían el poder de Egipto: el Osiris, el Isis, el Horus y el Amón-Ra, avanzaban en una impresionante demostración de fuerza a lo largo de la orilla este del Nilo. Cada regimiento tenía sus propias insignias de plata y estandartes, aunque los colores de estos últimos se veían apagados por las densas nubes de polvo gris que levantaban los miles de pies en marcha.
El ejército llevaba dos semanas de marcha rápida; los escribas controlaban los
iter
, cada uno de diez mil cuatrocientos metros de longitud, que marcaban el avance. Las provisiones y el agua estaban cuidadosamente repartidos para abastecer las necesidades de cada
iter
. Sin embargo, los hombres tenían hambre y sed. Miraban con envidia a su izquierda donde las galeras de guerra con mascarones de animales feroces en las proas doradas, surcaban las aguas del río. Los marineros a bordo montaban guardia, y sus armaduras de bronce reflejaban los rayos del sol. Los galeotes se afanaban en los remos obedeciendo las órdenes de los contramaestres y oficiales que recorrían las cubiertas. No soplaba ni una brizna de viento, y era esencial que las embarcaciones no perdieran el contacto con las tropas en tierra; en sus bodegas almacenaban el agua, la comida, las armas y pertrechos. Además, la flota protegía el flanco izquierdo.
Los mitanni eran guerreros astutos. Resultaba muy difícil recoger información de sus movimientos y era posible que hubiesen atravesado el Nilo con la intención de rodearlos. Peor todavía, si habían de dar fe a los escasos informes de que disponían, los mitanni habían capturado varias galeras de guerra y podían estar bajando por el Nilo dedicados a destruir todo lo que encontraban a su paso.
Sin embargo, la moral del ejército era muy alta. Desde el río llegaba el canto de los remeros que proclamaban su desafío al enemigo.
¡Navegamos río arriba victoriosos, matando
al enemigo en nuestro suelo!
¡Te saludamos, oh gran Montu,
poderoso dios de la guerra
y a Sekhmet la devoradora que
engullirá a los enemigos de Egipto!
¡Regresaremos río abajo
quemando sus campamentos,
desollando sus cadáveres!
¡Te saludamos, oh gran Montu!
El canto marcaba la cadencia de los remos. Amerotke, que marchaba a la derecha de su compañía, miró hacia el río con envidia. Levantó la calabaza y bebió un trago de agua. Después se detuvo un momento para sacar de la bolsa que llevaba sujeta a la espalda una caja pequeña y se pintó unos cuantos anillos más alrededor de los ojos, la mejor protección contra el viento y el polvo. Guardó la caja y continuó la marcha. El tocado blanco con la cinta roja de los oficiales le resguardaba un poco del sol, pero así y todo tenía la garganta reseca, se le habían hecho callos en los pies y le dolían las piernas. Necesitaba descansar pero debía mantener la pose imperturbable de los oficiales superiores, pues los hombres vigilaban su comportamiento. Sabía muy bien que los más quejosos entre los neferu, los nuevos reclutas, le observaban con atención para descubrir cualquier señal de flaqueza o debilidad en el gran y noble caballero que los mandaba.
—¿Cuándo descansaremos, señor? —gritó una voz.
—¡Cuando esté oscuro! —replicó Amerotke—. ¡Seguid caminando, muchachos! Os fortalecerá los muslos. Las mujeres os piropearán cuando regreséis a Tebas.
—¡Admirarán mucho más que mis muslos —gritó alguien de la tropa—. ¡Si no encuentro pronto a una mujer caminaré a tres piernas en lugar de a dos!
La réplica obscena provocó una oleada de risas entre los soldados a medida que se la comunicaban de fila en fila. Amerotke caminó con más vigor. Por encima de ellos planeaban los buitres con las enormes alas extendidas. La tropa los llamaban «las gallinas del faraón». Seguían a la larga columna de infantería esperando los despojos, pero a los soldados no les importaba. Aunque se trataba de aves carroñeras, las consideraban como una señal de buena fortuna.
Amerotke se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos del resplandor del sol y miró a la derecha, donde los grandes escuadrones de carros de guerra, que sumaban miles, pues había quinientos para cada regimiento, avanzaban en medio de inmensas nubes de polvo. Entre ellas estaba su propio escuadrón de doscientos cincuenta hombres, porque Amerotke tenía el grado de
pedjet
, comandante de carros, y era jefe de un grupo llamado «los sabuesos de Horus». Su carro era guiado por un
skedjen
, o conductor. Hubiera sido mucho más sencillo viajar en el carro pero, si bien resultaba tentador, esto sólo hubiese servido para demorar la marcha de la columna y cansar a los caballos. Los carros eran ligeros, estaban hechos de mimbre dorado, pero llevaban al conductor, varios arcos, aljabas y jabalinas. Los briosos corceles canaanitas, con los penachos ondeando al viento, debían estar lo más frescos posible por si se producía un ataque repentino.
Mucho más al norte y al este había una primera línea de exploradores, mercenarios reclutados entre los habitantes del desierto. Omendap, el comandante en jefe, no confiaba en ellos. Los carros de guerra eran la mejor defensa frente a un ataque súbito, una pared de bronce y animales que protegía el flanco derecho y garantizaba a los regimientos el tiempo que necesitarían para desplegarse si se presentaban los mitanni.
Amerotke miró una vez más el cielo; en Tebas sería poco después de mediodía. Llevaban más de dos semanas de marcha. Habían pasado por Abidos y Menfis y ahora seguían el Nilo, buscando a los mitanni que se agrupaban, según creían los exploradores, en algún lugar al noreste. Entre la tropa circulaban los rumores más diversos; se hablaba del pillaje y la quema de los sagrados santuarios de Amón-Ra, y de que ahora los mitanni, bien descansados y mejor pertrechados, esperaban al ejército egipcio. Si lo derrotaban, el fértil y rico valle del Nilo quedaría desprotegido y los mitanni lo saquearían a placer.
El magistrado sólo deseaba que Omendap estuviera en lo cierto y que cogieran al enemigo por sorpresa. El comandante en jefe insistía constantemente en las largas reuniones nocturnas, en que los mitanni no esperaban encontrarse con el ejército tan poderoso que los escribas de la Casa de la Batalla habían organizado con tanta premura. Ellos, y los funcionarios de la Casa de la Guerra, habían trabajado sin descanso para reunir las armas, las provisiones, los transportes, los animales y toda la impedimenta necesaria para el combate. Amerotke se dijo tristemente que, si conseguían sorprender a los mitanni, sería un cambio a agradecer. Los espías de la Casa de los Secretos habían regresado a Tebas con la noticia de que un gran ejército hostil había cruzado el desierto del Sinaí, manteniéndose bien apartado de la carretera real, el Camino de Horas, y la pequeña guarnición egipcia que la defendía. Los mitanni habían avanzado con mucho sigilo y ahora controlaban la carretera y el desierto con sus minas de oro, plata y turquesas.
En algún lugar de la vanguardia de la columna, los trompeteros interpretaban fanfarrias para animar a las tropas en marcha. Los diferentes batallones respondían con gritos y vivas antes de comenzar a cantar canciones más bien soeces sobre sus camaradas.
Cada batallón tenía un nombre: «El terrible toro de Nubia» o «La pantera feroz del faraón». Cada cuerpo protegía celosamente su reputación y aprovechaba la marcha para intercambiar bromas. Los exploradores montados en caballos blancos de sudor pasaban a todo galope para ir al encuentro de los oficiales en la vanguardia. Amerotke los miraba pasar mientras recordaba lo ocurrido la noche en la que Shufoy lo había rescatado de los horrores en el valle de los Reyes. Se encontraban a medio camino de la casa cuando los habían encontrado los pajes reales que insistieron en llevarle con ellos a la Casa del Millón de Años. Le encargó a Shufoy que le llevara un mensaje a Norfret. Se dirigió apresuradamente al palacio donde se encontró al círculo real enzarzado en una terrible discusión. Los celos y las divisiones habían aflorado finalmente. Los escribas de la Casa de la Batalla se enfrentaban con los de la Casa de la Guerra aunque ambos se unían a la hora de increpar a los escribas de la Casa de los Secretos por no haber sabido descubrir a tiempo esta terrible amenaza contra el reino. Los consejeros no se comportaban mucho mejor. Hatasu, Sethos y Senenmut acusaban de todo a Rahimere y su camarilla mientras que el gran visir, con el apoyo de Bayletos y los sacerdotes, no vacilaba en echarle todas las culpas a Hatasu.