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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (41 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Está trabajando —le interrumpió ella—. Tu madre no le contará nada. ¿Qué ha sucedido? —inquirió la muchacha—. No has venido a dormir. Algunos de los hombres de la casa querían denunciarte ya al justicia, sin esperar a la segunda noche.

—Toma. —Hernando le entregó las dos monedas de vellón—. Esto es lo que he estado haciendo. Escóndelas. Son para nosotros.

¿Y por qué no?, se le ocurrió entonces. Quizá pudiera comprar a Brahim la libertad de Fátima. Si conseguía dinero…

—¿Cómo las has obtenido? ¿Has bebido? —Fátima frunció el ceño.

—No. Sí. Bueno…

—Vas a llegar tarde, moro. —La seca advertencia la lanzó, de camino a la curtiduría, el oficial calvo y musculoso que repartía los pellejos.

¿Por qué tenía que andarse con cautelas?, pensó Hernando. ¡Se sentía capaz de todo! Además, quizá no tuviera otra oportunidad como aquélla: a solas con el oficial del que sus compañeros de contrabando aseguraban que se entendía con la mujer del maestro curtidor.

—Estoy hablando con mi esposa —le soltó, arrogante, cuando el oficial ya se alejaba.

El hombre se detuvo en seco y se volvió. Fátima se encogió y se pegó a la pared.

—¿Y? ¿Acaso eso te permite llegar tarde? —bramó.

—Hay quien pierde más tiempo de trabajo visitando a la esposa del maestro en cuanto éste se ausenta de la curtiduría. —La turbación que se reflejó en el rostro del oficial le confirmó las bromas de sus compañeros de noche. El hombre gesticuló sin decir nada. Luego titubeó.

—Apuestas muy fuerte, muchacho —acertó a decir.

—Yo, y muchos como yo, ¡un pueblo entero!, apostamos un día, mucho más fuerte… y perdimos. Poco me importa hoy el resultado de la partida.

—Y ella —añadió el otro, señalando a Fátima—, ¿tampoco te importa?

—Nos protegemos el uno al otro. —Hernando acercó la mano al rostro de una Fátima asombrada y le acarició la mejilla—. Si a mí me sucediese algo, el curtidor llegaría a saber… —Hernando y el oficial se tentaron con la mirada—. Pero bueno, pudiera ser que no fueran más que habladurías a las que no haya que prestar mayor atención, ¿no? ¿Para qué poner en duda el honor de un maestro de prestigio en Córdoba y la honra de su esposa?

El hombre pensó durante unos instantes: honor y honra, los bienes más preciados de cualquier buen español. ¡Cuántos perdían su vida por un simple lance de honor! Y el maestro…

—Serán habladurías —cedió al fin—. Apresúrate. No conviene que llegues tarde.

El oficial hizo ademán de reemprender el camino pero Hernando le llamó la atención:

—¡Eh! —El hombre se detuvo—. ¿Y vuestra cortesía? ¿No os despedís de mi esposa?

El oficial dudó con la ira marcada en su rostro, pero volvió a ceder.

—Señora… —masculló, atravesando a Fátima con la mirada.

—¿A qué humillarle tanto? —le reprobó ella una vez que el hombre desapareció tras la puerta de la curtiduría.

Hernando buscó sus ojos negros.

—Los pondré a todos a tus pies —prometió e, inmediatamente, llevó un dedo a los labios de la muchacha para acallar sus quejas.

28

Poco le costó a Hernando comprender la esencia de Córdoba, más allá de iglesias y sacerdotes, misas, procesiones, rosarios o beatas y cofrades pidiendo limosna por las calles. Efectivamente, los piadosos cordobeses cumplían con sus obligaciones religiosas y asumían con generosidad la dotación de mujeres humildes, hospitales o conventos, así como la manda de legados píos en sus testamentos o el rescate de cautivos en manos de los berberiscos. Pero una vez cumplidos con la Iglesia, sus intereses y su forma de vida se distanciaban de los preceptos religiosos que deberían inspirarlos. Pese a los esfuerzos del Concilio de Trento, el cura que no disfrutaba de una barragana en su casa, disponía de una esclava. No se consideraba pecado preñar a una esclava. Era, según oyó, como echar el caballo a una burra para que pariese una mula; a fin de cuentas, argüían, el vástago heredaba la condición de la madre y nacía esclavo. Los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas por impedir que los confesores exigieran favores sexuales a las mujeres culminaron con la obligación de separar a confesor y penitente mediante una celosía en los confesionarios. Pero las autoridades tampoco eran buen ejemplo de castidad y recato. Las riquezas y prebendas que conllevaban sus cargos eran ansiadas por los segundones de las familias nobles, y el mismísimo deán de la catedral, don Juan Fernández de Córdoba, de insigne linaje, llegó a perder la cuenta de los hijos que dejó esparcidos por la ciudad.

La sociedad civil no era diferente. Tras la pureza que debía regir la vida matrimonial parecía esconderse un mundo de libertinaje, y los escándalos se sucedían una y otra vez con cruentas consecuencias para quienes eran descubiertos en el adulterio. Las monjas, enclaustradas la mayoría de las veces por sus padres y hermanos por simples motivos económicos —resultaba menos gravoso al patrimonio familiar entregar a una hija a la Iglesia que dotarla para un esposo de su condición—, y, por tanto, sin vocación religiosa alguna, competían con los clérigos en dejarse seducir por los galanteadores, que aceptaban el reto de obtener tan preciado trofeo como uno de los mayores éxitos de los que jactarse.

Para Hernando y los demás moriscos que, como él, llegaron a fecundar las piedras del reino de Granada a golpes de azada, la sociedad cordobesa se les mostraba perezosa y degenerada: ¡el trabajo estaba mal considerado! Los trabajadores tenían vedado el acceso a los cargos públicos. Los artesanos trabajaban lo mínimo imprescindible para su sustento y un ejército de hidalgos, el escalón más bajo de la nobleza, generalmente sin recursos, prefería morir de hambre antes que humillarse procurándoselos mediante el trabajo. ¡Su honor, ese exacerbado sentido del honor que imbuía a todos los cristianos cualquiera que fuese su condición y su clase social, se lo impedía!

Lo comprobó pocos días antes de la celebración de la victoria de Lepanto. Podía haber pedido excusas, como trató de hacer en un primer momento; dar media vuelta y dejar zanjado el asunto, pero algo en su interior le empujó a no hacerlo. Un atardecer andaba distraído por la estrecha calle de Armas, cerca de la ermita de la Consolación, allí donde se encontraba la casa de expósitos con su torno para abandonar a los hijos no deseados, cuando un joven hidalgo de actitud altiva, capa negra, espada al cinto y gorra adornada con pasamanería, que venía en sentido contrario dio un traspiés a su altura y estuvo a punto de caer. Hernando no pudo impedir que se le escapase una sonrisa mientras trataba de ayudarle. Lejos de agradecérselo, el joven se soltó de su mano con un aspaviento y se encaró con él.

—¿De qué te ríes? —gruñó el hidalgo recomponiéndose.

—Disculpad…

—¿Qué miras? —El joven hizo ademán de llevar la mano a la espada.

¿Que qué miraba? Después del traspié, el hidalgo trataba de recomponer el relleno de serrín con el que pretendía dar empaque a sus calzas. ¡Imbécil engreído! ¿Y si le daba una lección a aquel petimetre?

—Me preguntaba…, ¿cómo os llamáis? —tartamudeó deliberadamente, bajando la vista al suelo.

—¿Quién eres tú, estúpido apestoso, para interesarte por mi nombre?

—Es que… —Hernando pensaba a toda prisa. ¡Presuntuoso! ¿Cómo podría darle esa lección? Los puntiagudos zapatos de terciopelo en los que tenía fija la mirada le indicaron que aquel hidalgo debía de tener algo de dinero. Observó las calzas acuchilladas y los bajos de su capa semicircular, remendados con esmero por alguna criada—. Es que…

—¡Habla ya!

—Me parece… creo… Sospecho que la otra noche, en un mesón de la Corredera, oí hablar de vos…

Dejó flotar las palabras en el aire.

—¡Continúa!

—No me gustaría equivocarme, excelencia. Lo que escuché… No puedo. Disculpad mi atrevimiento, pero insisto en saber cómo os llamáis.

El joven pensó durante unos instantes. Hernando también: ¿en qué lío se estaba metiendo?

—Don Nicolás Ramírez de Barros —alardeó con solemnidad—, hidalgo por linaje.

—Sí, sí —confirmó Hernando—. Hablaban de vuestra excelencia: don Nicolás Ramírez. Recuerdo…

—¿Qué decían?

—Eran dos hombres. —Se interrumpió un momento, e iba a seguir cuando el hidalgo se le adelantó:

—¿Quiénes eran?

—Eran dos hombres… bien vestidos. Hablaban de vuestra excelencia. ¡Seguro! Lo escuché. —Simuló no atreverse a continuar. ¿Qué contarle? Ya no podía echarse atrás.

—¿Qué decían?

¿Qué podían decir?, se preguntó. ¡Hidalgo por linaje! De eso se había jactado el petimetre.

—Que vuestro linaje no era limpio —soltó sin darle más vueltas.

El joven crispó la mano sobre la empuñadura de su espada. Hernando se atrevió a mirar su rostro: congestionado, colérico.

—¡Por Santiago, patrón de España —masculló—, que mi sangre es limpia hasta los romanos! ¡Quinto Varus dio origen a mi apellido! Dime: ¿quién ha osado sostener tal afrenta?

Notó el aliento a cebolla de don Nicolás en su rostro.

—No…, no lo sé —tartamudeó, en esta ocasión sin necesidad de simular. ¿No se habría excedido? El joven temblaba de ira—. No los conozco. Como comprenderá vuestra excelencia, no me trato con tales personajes.

—¿Los reconocerías? —¿Cómo reconocer a dos hombres que acababa de inventarse? Podía contestarle que en la noche no los vio con suficiente claridad—. ¿Los reconocerías? —insistió el hidalgo, zarandeándole con violencia por los hombros.

—Por supuesto —afirmó Hernando, y se separó de él.

—¡Acompáñame a la Corredera!

—No.

Don Nicolás dio un respingo.

—¿Cómo que no? —El hidalgo dio un paso hacia él y Hernando reculó.

—No puedo. Me esperan en la… —¿Cuál era el gremio más alejado de la zona del Potro? Aquel en el que no le encontrara después si le buscaba—. Me esperan en la ollería. Vuestros problemas no me incumben. Lo único que me interesa es mantener a mi familia. Si no acudo a trabajar, el maestro no me pagará. Tengo esposa e hijos a los que trato de educar en la doctrina cristiana… —¡Ahí estaba!, se felicitó al ver al hidalgo rebuscar con torpeza en sus calzas hasta encontrar una bolsa. ¡Por Fátima!, pensó Hernando—. Uno de ellos está enfermo y me parece que otro…

—¡Calla! ¿Cuánto te paga tu maestro? —preguntó, tanteando las monedas en el interior de la bolsa.

—Cuatro reales —mintió.

—Toma dos —le ofreció.

—No puedo. Mis hijos…

—Tres.

—Lo siento, excelencia.

El hidalgo puso en su mano una moneda de cuatro reales.

—¡Vamos! —ordenó.

Para llegar de la ermita de la Consolación, donde estaba el torno para los expósitos, hasta la Corredera sólo había que cruzar la plaza de las Cañas; unos escasos pasos que el hidalgo anduvo tieso y con vigor, la mano en la empuñadura de la espada, renegando, clamando venganza contra aquellos que se habían permitido mancillar su apellido. Hernando lo hizo por delante, empujado por don Nicolás de tanto en tanto. ¿Y ahora?, pensaba, ¿cómo escapar de aquella trampa que él mismo se había tendido? Pero apretó la moneda en su mano. ¡Cuatro reales! ¡Todo dinero era bueno para comprar la libertad de Fátima!

—¿Y si no estuviesen esta tarde? —planteó en una de las ocasiones en que el hidalgo le azuzó por la espalda.

—Reza para que no sea así —se limitó a contestar don Nicolás.

Accedieron a la gran plaza cordobesa por su testero sur. Hernando trató de acostumbrar la vista al gran espacio. En la plaza se contaban tres mesones: el de la Romana, allí por donde habían accedido, y otros dos a su derecha, en el testero este, junto a la calle del To r il, el de los Leones y el del Carbón, situados cerca del hospital de Nuestra Señora de los Ángeles. Todavía había suficiente luz natural. La gente entraba y salía de los mesones y la gran plaza hervía.

—¿Y bien? —inquirió el hidalgo.

Hernando resopló. ¿Y si echaba a correr? Como si hubiera imaginado sus intenciones, don Nicolás lo agarró del brazo y lo arrastró al mesón de la Romana. Accedieron al establecimiento empujando sin contemplaciones a un parroquiano que estaba en la puerta. Desde allí mismo, el hidalgo le zarandeó exigiéndole una respuesta.

—No. Aquí no están —afirmó el muchacho después de que algunos clientes callasen y sostuviesen su mirada cuando Hernando paseó la suya por el interior del mesón.

Lo mismo alegó en el de los Leones. ¡Podían no estar!, pensó en el momento de entrar en el mesón del Carbón. ¿Por qué tenían que estar? Pero entonces, sus cuatro reales… ¿Qué decisión tomaría el hidalgo? Nunca dejaría que las cosas quedasen así. ¡Su honor! ¡Su apellido! Le obligaría a esperar toda la noche y después… ¡Le había pagado lo que él creía el salario por trabajar durante un mes!

Una fuerte carcajada interrumpió sus reflexiones. En una de las mesas, un hombre barbudo, ataviado con las coloridas vestimentas de un soldado de los tercios, alzaba un vaso de vino y fanfarroneaba a gritos frente a dos hombres que le acompañaban. Era evidente que estaba bebido.

—Aquél —señaló, presto a escapar tan pronto como don Nicolás se despistase.

Pero el hidalgo ejerció aún más presión sobre su brazo, como si se preparase para la pelea.

—¡Vos! —gritó don Nicolás desde la puerta.

Las conversaciones cesaron de repente. Unas risas se cortaron en seco. Un par de clientes, los más cercanos, se levantaron a toda prisa de su mesa y se apartaron tropezando con las sillas. Hernando notó que le temblaban las piernas.

—¿Cómo habéis osado mancillar el apellido de los Varus? —volvió a gritar el hidalgo.

El hombre se levantó con torpeza y trató de trasegar el resto del vino, que le chorreó por la barba. Echó mano a la empuñadura damasquinada de su espada.

—¿Quién sois vos, señor, para levantarme la voz? —rugió—. ¡A un alférez del tercio de Sicilia, hidalgo vizcaíno! —Hernando se encogió nada más escuchar aquellas palabras. ¡Otro hidalgo!—. Si es cierto vuestro linaje, cosa que dudo, no lo merecéis.

—¿Dudáis de mi linaje? —gritó don Nicolás.

—Os lo dije —trató de susurrarle entonces Hernando—. Eso es lo que oí, que lo dudaba… —Pero don Nicolás no le prestó atención; de repente Hernando se vio libre de la presión sobre su brazo.

—¡Vos mismo mancilláis vuestro apellido! —bramó el alférez.

—¡Exijo una reparación! —chilló a su vez don Nicolás.

—¡La tendréis!

Ambos hidalgos desenvainaron sus espadas. La gente que todavía quedaba en las mesas se levantó para dejar el espacio franco y los dos caballeros se encararon.

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