Authors: Ildefonso Falcones
Hernando permaneció unos instantes atónito. ¡Se iban a batir en duelo! Abrió la mano sudorosa, y observó la moneda de cuatro reales. La lanzó un par de veces al aire, recogiéndola en la palma, y abandonó el mesón. ¡Imbéciles!, pensó al escuchar el chasquido metálico del primer choque entre los aceros.
Volvió a la calle de Mucho Trigo con una sensación extraña, diferente a la que hubiera debido proporcionarle aquella victoria por la que tantos riesgos había corrido: dos nobles se estaban jugando la vida sin que ninguno de ellos se hubiera ni siquiera preocupado de lo que pretendía su enemigo. ¡Y todo por una simple palabra malentendida! En el camino, cuando ya había anochecido, se topó con una procesión de ciegos que andaban en hilera, atados unos a otros, y rezaban el rosario pidiendo limosna, como hacían tres noches por semana mientras recorrían las calles de Córdoba desde el hospital de Ciegos en la calle Alfaros. Un hombre que rezaba y cuidaba de las velas de una imagen de la Virgen en la fachada de un edificio dejó caer una moneda en el cazo que movía rítmicamente el primero de los ciegos; Hernando se apartó de su camino y apretó su moneda de cuatro reales. ¡Cristianos!
Había conseguido bastante dinero desde que conoció los escarceos entre el oficial de la curtiduría y la esposa del maestro. Lo pensó durante varias noches: sabía escribir y sumar, y seguro que aquellos conocimientos podían proporcionarle una labor mejor remunerada y lejos del estiércol, trabajo por el que cobraba menos que un criado, pero optó por no hacerlo. Su cometido en el pozo del estiércol, que se hallaba alejado y escondido a los demás operarios de la curtiduría que tampoco se acercaban al lugar, le proporcionaba una libertad, consentida y encubierta por el oficial, de la que no habría podido gozar en otro puesto.
Desde entonces, las expediciones a la otra orilla del Guadalquivir en
La Virgen Cansada
, que aguantaba con tenacidad un viaje tras otro, se repitieron en numerosas ocasiones. Hernando y Juan trabaron amistad y sus conversaciones nocturnas sobre las mujeres del burdel berberisco, más allá de la parada de Sevilla, se desarrollaban entre chanzas y bromas.
—¡Cómo vas a montar a tres mujeres al tiempo si eres incapaz de bogar con fuerza! —le azuzaba Hernando, achicando sin cesar, cuando
La Virgen
se cansaba y se anegaba del agua del Guadalquivir en los tornaviajes.
Pero aquella amistad también le proporcionaba algo más que el par de blancas que el tratante de mulas le pagó en la primera ocasión: Hernando participaba en los beneficios del contrabando de vino. El Potro y su ambiente —poblado de aventureros, bribones y sinvergüenzas— llegaron a convertirse en su verdadero hogar. Continuaba trabajando en la curtiduría; necesitaba la respetabilidad que le concedía aquel puesto de trabajo ante el justicia o el sacerdote de San Nicolás cuando los visitaban para controlar que se convertían en buenos cristianos, pero su vida estaba en el Potro.
Mientras los muchachos de los barrios de San Lorenzo o de Santa María le transportaban los pellejos desde el matadero, Hernando acudía a la Calahorra a trapichear con Juan y los demás tratantes. Sonreía siempre que recordaba cómo había logrado deshacerse de tan ingrata tarea. En sus primeros viajes, al rodear la muralla, vio cómo los chicos de los diferentes barrios se peleaban a pedradas en el camino de ronda y sus alrededores. Aquellas refriegas habían llegado a ocasionar algún muerto y bastantes heridos entre los despistados que transitaban por la zona, por lo que el cabildo municipal decidió prohibirlas, pero los chavales no hacían caso a las ordenanzas y las pedreas se sucedían. La primera vez que Hernando se vio envuelto en una de ellas, entre decenas de muchachos apedreándose, se protegió con los pellejos hasta que decayó la lucha. Otros días los vio entrenarse para la siguiente pedrea. ¿Quién podía ganar a un alpujarreño lanzando piedras?, pensó entonces. Una blanca fue la apuesta. Puntería a un palo: si perdían ellos, le llevaban los pellejos hasta la curtiduría; si ganaban, cobraban la blanca. Perdió algunas monedas, pero ganó la mayoría de las apuestas y mientras los mozalbetes cumplían su parte del trato, él acudía al campo de la Verdad donde simulaba recoger estiércol arrastrándose por debajo de las mulas. Entonces, algún tratante de caballos señalaba al morisco sucio y maloliente, le agarraba del cabello y le montaba en un palafrén para convencer al comprador de que el caballo era manso y no tenía vicio alguno, y Hernando caía encima de la montura como un saco, aparentemente atemorizado, como si jamás hubiera montado, mientras el tratante cantaba las excelencias de un animal capaz de soportar a un jinete inexperto. Si el trato se cerraba, Hernando recibía su dinero.
Una noche ayudó a un caballero a trepar la tapia del convento de monjas de Santa Cruz, esperando al otro lado para lanzarle la soga de vuelta mientras en la oscuridad percibía las risillas de la pareja primero y los jadeos apasionados después. Pero no todas sus correrías finalizaron con éxito. En una ocasión se unió a un grupo de mendigos forasteros que no tenían permiso para limosnear en Córdoba. La mendicidad estaba perfectamente regulada en Córdoba y sólo podían practicarla aquellos que contaban con la autorización del párroco. Una vez que acreditaban haber confesado y comulgado, se les entregaba una cédula especial que se colgaban al cuello y que les permitía pedir limosna dentro de los límites de su parroquia. Uno de aquellos mendigos clandestinos tenía la rara habilidad de contener la respiración hasta simular estar muerto: su semblante adoptaba un color mortecino que convencía a cuantos le miraban. Eligieron la plaza de la Paja, allí donde se vendía la paja de escaña para los jergones, y el mendigo se dejó morir causando un gran revuelo entre los parroquianos. Hernando y otros compinches se acercaron al cadáver, llorándolo y pidiendo limosna para darle cristiano entierro, a lo que la gente, conmovida, respondió con generosidad. Pero resultó que un sacerdote, que se hallaba de paso en Córdoba, había presenciado el mismo ardid en Toledo, por lo que se acercó al muerto y ante la indignación de la apenada concurrencia, la emprendió a puntapiés con el mendigo. A la tercera patada en los riñones, el muerto revivió, y Hernando y sus cómplices sufrieron para escapar de las iras de los embaucados.
También trabajaba para los coimeros, los dueños de los garitos ilegales donde se jugaba a naipes o a dados. Conoció a un chaval unos años mayor que él, Palomero le llamaban, que se dedicaba a captar a los potenciales clientes. Palomero tenía un sentido especial para saber qué forastero andaba a la búsqueda de una casa de tablaje en la que apostar sus dineros y, en cuanto lo veía, corría a por él para aconsejarle e insistirle en que fuera a la de Mariscal, que era quien le pagaba. Hernando le ayudaba a menudo, sobre todo impidiendo que los demás captadores de clientes que se movían por la plaza del Potro llegaran al jugador que Palomero había descubierto. Les zancadilleaba, les empujaba o utilizaba cualquier treta para conseguirlo.
—¡Al ladrón! —se le ocurrió gritar una noche ante un joven al que no pudo retener y que se dirigía ya al jugador con el que negociaba Palomero.
De algún lugar apareció un alguacil que se lanzó encima del joven, pero eso tampoco le sirvió de nada a Palomero, puesto que el jugador desapareció entre el barullo.
Como tenía que suceder, fueron muchas las reyertas en las que se vio envuelto y muchos los golpes que recibió en ellas, lo que le granjeó una sincera amistad por parte de Palomero, y algunos dineros más de los que habían pactado. Charlaban, reían y compartían comida, y Hernando nunca dejaba de sorprenderse ante las constantes muecas que Palomero conseguía hacer con su cara.
—¿Ahora? —preguntaba a Hernando.
—No.
—¿Y ahora? —insistía al cabo de unos instantes.
—Tampoco.
Palomero decía haber descubierto la trampa con la que Mariscal acostumbraba a desplumar, ya no a los «blancos», los ingenuos que acudían a su casa de tablaje, sino a los propios fulleros o tahúres por expertos que pudieran ser.
—Es capaz de mover el lóbulo de la oreja derecha al tiempo que permanece impertérrito —le confesó maravillado—. No se le mueve ni un solo músculo más del rostro, ¡ni siquiera el resto de la oreja! Juega a medias con un cómplice, que en cuanto reconoce la señal, sabe qué cartas lleva Mariscal y apuesta. ¿Ahora?
Hernando estalló en carcajadas ante el rostro contraído de su amigo.
—No. Lo siento.
En general, exceptuando algunos fracasos como el del falso muerto, las cosas le iban bien. Tanto, que ya había hablado con Juan para pagarle el primer plazo de una mula, no la que él hubiera deseado pero tampoco la que podría comprar con su capital: el tratante le hizo un buen precio. Pensaba trocarle a Brahim aquella mula por Fátima. No se negaría por más que odiase a Hernando. Hacía tiempo que no reclamaba a su segunda esposa. Fátima continuaba con su ayuno, para lo que tampoco tenía que hacer grandes esfuerzos dadas las carencias, por lo que no engordaba y se mantenía extremadamente delgada y lánguida, algo que no atraía a un Brahim siempre cansado debido al extenuante trabajo en los campos, al que no estaba acostumbrado. Aisha colaboraba en la tranquilidad de la muchacha y saciaba a su esposo cuando éste se veía capaz. Sin embargo, desde que la había salvado del toro en el callejón, los ojos negros de Fátima chispeaban día y noche. Hernando tuvo que convencerla de su plan.
—¡Seguro que aceptará! —trató de animarla—. ¿No ves cómo se levanta al alba y cómo retorna a casa después de una jornada de trabajo en los campos? Está consumiéndose día a día. Brahim es hombre del camino; nunca ha sido agricultor, y menos por la miseria que le pagan. Necesita el espacio abierto. Te repudiará. No me cabe duda.
Y era cierto. Ni siquiera el ya notorio embarazo de Aisha logró trocar el alicaído espíritu del arriero, que venía ahora a confundirse con su natural mal humor e irascibilidad.
—Te odia a muerte —alegó Fátima, quien era consciente de que, en los últimos días, Brahim había vuelto a mirarla con ojos lascivos. Se cruzaba con ella en la casa, le impedía el paso y echaba las manos a sus senos. La muchacha optó, sin embargo, por no transmitir sus temores a un ilusionado Hernando. No era lo único que le ocultaba esos días, pensó con tristeza.
—Pero se quiere más a sí mismo —sentenció él—. Cuando yo estaba en el vientre de mi madre, me aceptó a cambio de una mula. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo ahora en peores circunstancias?
Con aquellos cuatro reales que acababa de obtener de don Nicolás, calculó justo al doblar el callejón que llevaba a la ruinosa casa en la que se hacinaban, podría entregarle a Juan el primer pago de la mula. Un joven apostado en la misma esquina le ordenó que guardara silencio. ¿Qué hacía allí aquel muchacho? Lo tenía visto en la casa; dormía con su familia en una de las habitaciones del piso superior… ¿Cómo se llamaba? Hernando se acercó a él, pero el joven se llevó un dedo a los labios y le indicó que continuara.
Desde la misma puerta, percibió un ambiente festivo impropio e inusual. Extrañado por el son de una canción morisca, cantada en susurros, cruzó el portal y se dirigió al patio interior del edificio, idéntico al de la mayoría de las casas cordobesas, que los cristianos convertían en vergeles plagados de todo tipo de aromáticas y coloridas flores alrededor de la sempiterna fuente. En las casas arrendadas por los moriscos, aquellos patios servían para todo menos para el ornato y la complacencia; allí se tendía, se lavaba, se trabajaba la seda, se cocinaba y hasta se dormía; no existía flor que resistiese aquel trajín. Todos los vecinos del inmueble se hallaban reunidos en el patio o en las habitaciones de la planta baja. Vio bastantes caras nuevas. Y también vio a Hamid. Algunos charlaban en susurros; otros, con los ojos cerrados, como si quisieran huir de aquella gran prisión cordobesa, tarareaban la canción que había escuchado al entrar. En una esquina del patio, quizá orientada hacia La Meca, un hombre rezaba. Al momento entendió el porqué de la vigilancia en la esquina del callejón: las reuniones de moriscos estaban prohibidas y más para rezar, pero…
—Si os descubrieran —recriminó a Hamid, que se dirigió a él nada más verlo—, no habría escapatoria. El callejón no tiene salida y los cristianos siempre accederían a la casa por…
—¿Por qué te excluyes de la reunión, Ibn Hamid? —le interrumpió el alfaquí.
Hernando se quedó atónito. Hamid le había hablado con dureza.
—Yo…, no. Lo siento. Tienes razón. Quería decir si nos descubrieran. —Hamid asintió, aceptando la excusa—. ¿Qué…, qué se celebra? Corremos un riesgo importante. ¿Qué haces aquí?
—Mi amo me ha dado licencia por un rato. No podía perderme este día.
Hernando ni siquiera estaba al tanto del calendario cristiano, menos por lo tanto del musulmán. ¿Sería alguna fiesta religiosa?
—Lo lamento, Hamid, pero no sé qué día es. ¿Qué celebramos? —insistió distraído, mirando a la gente. De repente vio a Fátima, el adorno de una mano de oro brillaba en su cuello. ¿Qué había sido de esa mano? ¿Dónde la mantenía escondía? Fátima volvió la vista hacia él, como si, en la distancia, se hubiera sentido observada. Hernando fue a sonreírle pero ella desvió la mirada y bajó la cabeza. ¿Qué sucedía? Buscó a Brahim y lo localizó cerca de Fátima. En el patio no podría abordar a la muchacha para preguntar por qué le rechazaba de aquella forma—. ¿Qué celebramos? —volvió a preguntar al alfaquí, en esta ocasión con un hilo de voz.
—Hoy hemos rescatado de la esclavitud a nuestro primer hermano en la fe —le contestó Hamid con solemnidad—. Aquél —añadió, señalándole a un hombre que mostraba la marca al fuego de una letra en su mejilla. Hernando dirigió su atención hacia el morisco, que junto a una mujer recibía la felicitación de los presentes. ¿Qué importancia podía tener un rescate para que Fátima…? ¿Qué era lo que sucedía?—. La que está a su lado es su esposa —prosiguió Hamid—. Se enteró de que él vivía como esclavo en la casa de un mercader de Córdoba y…
Hamid detuvo su explicación.
—¿Y? —preguntó Hernando sin darle mayor importancia. ¿Qué le pasaba a Fátima? Intentó captar su atención de nuevo, pero era evidente que ella le rehuía.
—Acudió a la comunidad.
—Bien.
—A sus hermanos.
—Ajá —murmuró Hernando.
—Todos han contribuido aportando el coste del rescate. ¡Todos los moriscos de Córdoba! Incluso yo he dado algún dinero que logré obtener… —Hernando se volvió extrañado, interrogando a Hamid con la mirada—. Fátima —confesó entonces el alfaquí— ha sido una de las más generosas.